viernes, 19 de noviembre de 2010

Desde Kiev: miércoles 17. (S)

Hoy también ha sido un día ajetreado.  De las notificaciones en el DA -Departamento de Adopción- se ha encargado Mila y después hemos comido con ella en el restaurante que hay debajo de casa al que ya me he referido en alguna ocasión. Es un lugar agradable en el que nos encontramos a veces, hoy por ejemplo, a la notaria, que nos saluda y a la que deseamos buen  apetito, que así se dice aquí, apetit, más o menos. Hay bastantes palabras parecidas. El ucraniano es un idioma suave, sonoro, bastante agradable. Se come rápido. Entre semana es sólo autoservicio, más que aceptable y bastante barato. Comida local, casera y siempre parece recién hecha. Casi todo lo que pruebo me gusta, como por ejemplo una sopa que consiste en un conjunto muy variado de verduras: coliflor, guisantes, patatas, zanahorias, etc y en algunos casos algún trozo de carne. Al servirla le echan una cucharada de perejil fresco. Hay siempre sopa Borsch, que le da nombre al restaurante, hecha a base de remolacha, patata, alubias y trozos de carne y, además, me cuenta N, al final se le echa un sofrito de tomate por encima que es lo que le da el color rojo y el sabor intenso.  He pedido una ‘piba malenka’ o sea, una cerveza pequeña , casi no pruebo el agua, que me sabe malísima. Mila come a una velocidad tremenda, aún tiene que hacer varias cosas y entre bocado y bocado atiende al móvil y va haciendo también un par de llamadas para arreglar cosas mías. Llama otra vez a la que gestiona los apartamentos porque queremos reservar  para cuando vengamos a buscar a las niñas la primera semana de Diciembre. Hay uno en una perpendicular a la calle en la que estamos ahora, algo menos ruidosa que ésta, que no supimos encontrar hace unos días porque la numeración de las casas se complica mucho en las que hacen esquina y nos liamos.  N se va esta tarde a ver a su padre y no vuelve hasta el domingo. Está algo preocupada por dejarme sola, pero le digo que no pasa nada, que están Mila y su ayudante, Tania,  con las que me llevo ya muy bien. Mila asiente y además quedamos ya para mañana que hay trabajo: hay que recoger todas las citaciones y llevarlas al Juzgado, ir a ver a la inspectora y a la directora y todo está en el quinto pino, así que vamos a estar muy ocupadas. Por la tarde cambiamos algo de dinero y compramos algunas cosas para que cuando vengan las niñas, este fin de semana, haya algo en la nevera, que comen, las dos, como lobos. La niebla es densa, empezó esta mañana, y  ahora está baja. Después vamos hasta la Iglesia de San Miguel a dar un paseo. La atmósfera es de película de misterio: al pasar el arco de entrada al recinto – el conjunto  está formado por  una iglesia, unos edificios destinados a alojamiento de seminaristas y sacerdotes , una iglesia pequeña, antigua de tejado de madera y otros edificios más pequeños- se ve, sólo entre la niebla y bajo los árboles desnudos del fondo, a un sacerdote con gorro negro y barba larga. Es un ambiente como el de esas viejas películas de Hitchcock al que contribuye una chica, empujando un carrito de bebé, que aparece, de pronto al lado del cura. Supongo que nosotras también encajamos en la escena. Entramos en el templo con N que ya me aclaró hace unos días que ella no sabe gran cosa de los ritos ortodoxos. En la iglesia hay bastante gente y un monje, hay más pero sólo se ve uno, cantando. En la parte trasera hay un coro de jóvenes seminaristas que dan la réplica, con unas voces preciosas, a los monjes. Al cabo de un rato el que dirige los oficios es sustituido, tras un intercambio de saludos e inclinaciones de cabeza,  por otro con gafas de culo de vaso, enormes y aspecto de psicópata, que continúa con rezos y canciones a las que responden los seminaristas con nuevos cánticos. Hay una abuela en medio y un grupo de gente más alejado. Yo también me alejo un poco porque me había quedado en medio. N me dice que debía ser una misa de funeral y la abuela algún familiar del difunto.

Al salir, las dos abuelas que piden limosna a la entrada, siempre las mismas, parecen algo encogidas de frío pero se estiran un poco para acercarnos el vaso de plástico, en el que echamos unas monedas y nos dicen spasiba –gracias- una y otra vez, inclinando la cabeza. Hace rato que es noche cerrada.  En la plaza, delante de las iglesias, hay varios coches parados de los que están sacando cámaras cinematográficas y montando trípodes: noche de cine de misterio, como yo suponía. Volvemos a casa. N insiste en que no se va tranquila y yo le digo que no se apure, que hoy está de guardia el más pesado de los guardaespaldas del mafioso. Una especie de armario parlante que también saluda muy amablemente. Se va ya tarde. Cierro la puerta con cerrojo pero me acompaña el ruido del tráfico que sólo decae un poco los fines de semana y entre las tres y las siete de la mañana. Llamo a mi madre. Me llama Carlos. Contesto al correo, escribo esto  y veo una vieja película de Agatha Christie en el ordenador. Me voy a dormir.