En su ensayo de 1962 Hazards of Prophecy: The Failure of Imagination, Arthur C. Clarke formuló una ley que ha sido citada hasta la saciedad:
«Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es
indistinguible de la magia».
La frase apareció el sábado pasado en la tertulia del Viejo Café, cuando hablábamos de inteligencia artificial, algoritmos generativos, chatbots, sistemas de recomendación, y de cómo lo que antes requería una infraestructura industrial hoy cabe en el bolsillo. Fue entonces cuando conté una anécdota doméstica, quizá insignificante, pero reveladora.
En el viejo caserón de mi abuela, la iluminación de la
escalera era un pequeño rompecabezas. Tres interruptores —uno en el patio, dos
en los primeros pisos— regulaban la luz. Para encenderla, todos debían estar en
posición de encendido y uno solo, en la posición contraria, bastaba para apagarla. Durante años vivimos
el problema con resignación, como se aceptan las cosas que "siempre han
sido así".
No es anecdótico que algo tan simple, al alterar el
funcionamiento habitual, se viviera como hechizo. En realidad, ese tipo de
experiencias revela cómo la tecnología, más que una herramienta neutral, es una
forma cultural, un dispositivo simbólico.
Walter Benjamin, en La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica, señalaba que el desarrollo técnico disuelve el
“aura” de lo tradicional, pero también produce nuevos rituales. En este caso,
el ritual era encender la luz a través de una coreografía compartida. Una
pequeña intervención técnica rompió el rito, y lo sustituyó por algo más
racional, pero también más frío. Lo nuevo no solo resolvía un problema:
también modificaba un hábito.
Marshall McLuhan diría que el medio es el mensaje: el
modo en que la luz se enciende transforma la experiencia de subir una escalera.
Lo técnico no es un soporte pasivo, sino un actor que reconfigura el gesto, el
espacio, incluso la conversación. Y Bruno Latour iría más lejos: la tecnología
no es solo un mediador, sino un agente híbrido, que participa
activamente en la red de relaciones humanas y no humanas. El conmutador—un objeto banal— reordena la micro-política doméstica, redistribuye la agencia,
altera los márgenes de autonomía.
La magia de Clarke no reside, por tanto, en lo
inexplicable, sino en la opacidad cultural del funcionamiento técnico.
Esa opacidad puede provenir de una complejidad real —como en el caso de los
sistemas de IA—, pero también de una desconexión entre la técnica y la
experiencia cotidiana. En este sentido, la magia no es una propiedad de la
tecnología, sino una forma de ignorancia culturalmente estructurada.
Por eso me pareció relevante recuperar esta pequeña historia
familiar. Porque muestra cómo la técnica no solo se impone desde Silicon
Valley, sino que se instala silenciosamente en lo cotidiano, desplazando
gestos, hábitos, sentidos. La cultura técnica no se limita al laboratorio ni a
la pantalla; vive en los sótanos, en los enchufes, en la forma en que
encendemos la luz sin pensar qué la hace posible.
Lo que para mi abuela era algo parecido a la hechicería, no era, visto hoy,
sino un circuito mejor cableado que antes. Pero su exclamación —“cosa de brujas”—
no era ignorancia. Era la expresión de un desajuste entre dos cosmovisiones,
dos modos de entender la acción sobre el mundo. Uno ritual, cargado de sentido,
aunque ineficiente; otro racional, funcional, pero quizás más solitario.
Tal vez por eso conviene no reírnos demasiado rápido de
quienes ven magia donde nosotros vemos tecnología. Porque la cultura no es un
epifenómeno técnico, sino una forma de estar en el mundo. Y cuando la técnica
transforma lo que podemos hacer, también transforma lo que podemos imaginar. O,
como decía Clarke, nos devuelve —aunque sea por un instante— la mirada
maravillada del que no sabe si lo que ve es ciencia... o encantamiento.