Newton dijo algo así
como que se sentía como un chiquillo que iba recogiendo por la playa alguna
concha de conocimiento mientras tenía ante sí el océano de todo lo que
desconocía. El hombre común, cosa que Newton no era, no suele ser consciente de
su ignorancia pero aún así es raro que quien mira al cielo en una noche
estrellada no se pregunte por el origen y el destino de lo que está viendo. Por
eso hemos construido teorías y modelos y hemos ideado explicaciones para
intentar comprender el mundo que nos rodea y predecir su evolución futura. Por
ahora las grandes cuestiones siguen siendo un misterio y hoy quiero elucubrar
un poco acerca de algunas de esas cuestiones, no de fenómenos cotidianos que
puedan explicarse con ayuda de las leyes de la mecánica clásica y algunas
simplificaciones no excesivamente gravosas para el necesario rigor científico, ni
tampoco de física recreativa sino de otros fenómenos situados en la frontera y
más allá de lo que podemos explicar. Cosas sobre las que podemos especular sin
temor, al menos a corto plazo, de que la evidencia experimental vaya a contradecirnos.
Es hablar, casi, de ciencia ficción.
La física, como la religión y la política, tiene su
catecismo, formado por lo que, en cada momento, representa la ortodoxia
dominante y a cuyos preceptos hay que acomodarse si uno quiere hacer carrera en
los grandes centros de investigación del mundo occidental. En las fronteras de
la ciencia esta ortodoxia es especialmente importante y es donde es más fácil
confundir ciencia con conciencia, certezas con hipótesis y realidades con
cuentos chinos cosas estas que ya no nos ocurren al intentar explicar nuestro
entorno inmediato y la mayor parte de las cosas que podemos apreciar en nuestra
vida cotidiana, al menos si nos comparamos con nuestros antepasados remotos y no
tan remotos.
Los acontecimientos que observamos parecen responder a una
cierta lógica y estar dotados de una, yo diría que maravillosa, simplicidad. La
Tierra no es ya el
centro del universo, como se creía antes de Copérnico o Galileo, y las órbitas
de los planetas, en torno al Sol, no son circunferencias sino elipses pero sin
embargo gran parte de lo que ocurre por encima de nuestras cabezas parece
responder a leyes simples y comprensibles para la mayoría. Hace tiempo
ya que dejamos de creer en que las cosas caen por su propio peso y admitimos
que hay una ley que, sin explicar el origen de la fuerza que atrae unos cuerpos
contra otros, permite al menos cuantificarla en función de las masas de esos
cuerpos y de la distancia que las separa. A escalas atómicas y subatómicas, sin
embargo, actúan otras fuerzas muchos millones de veces más potentes que la
gravedad, que hacen que el impresionante orden que parece gobernar el universo
a escala planetaria y estelar se convierta en un auténtico caos gobernado por
la mecánica cuántica y por el principio de incertidumbre de Heisenberg según el
cual no es posible conocer, simultáneamente, la velocidad y posición de una
partícula. Einstein, que fue un hombre de impresionante creatividad en sus
primeros años, pasó los treinta últimos años de su vida embarcado en la, hasta
ahora infructuosa, búsqueda de una teoría que unificara todas las fuerzas
conocidas y abarcara y explicara simultáneamente el movimiento de las estrellas
y el comportamiento de los electrones y los quarks que informan los protones y
los neutrones del núcleo atómico. Una teoría, en definitiva, que englobara su
teoría de la relatividad, que explicaba razonablemente el comportamiento de las
estrellas, y la mecánica cuántica, que explica hasta cierto punto el
comportamiento de las partículas subatómicas.
Es posible que esa teoría, que lo explica todo, exista y es posible,
incluso, que estemos preparados para comprenderla. También es posible que no. Un
computador puede hacer ciertas cosas y no puede hacer otras. El cerebro humano
es un computador, aunque no trabaja con algoritmos sino con patrones, y hay cosas que, ni su actual cableado ni su experiencia le permiten y entender y las leyes que rigen el
universo están, probablemente, entre ellas. Por el momento parece que si alguien quiere hacer una
carrera académica respetable en este terreno debe abrazar, con suficiente entusiasmo, una teoría, relativamente nueva, conocida como teoría de las cuerdas según la cual, y
simplificando mucho, el componente primigenio de la materia no son los quarks,
que como se sabe, o se supone, son los componentes de los protones y los
neutrones que conforman el núcleo atómico, y los electrones sino unas
pequeñísimas, muy por debajo de nuestra actual, y previsible, capacidad de
resolución, bandas de energía que pueden vibrar con distintas frecuencias
produciendo, en función de ellas, una u otra de las partículas
elementales. Estas bandas de energía vibrante, por el momento una creación
intelectual pura, se mueven en un espacio que ya no es el espacio
tetradimendional de Einstein sino uno de once dimensiones, lo que requiere un
aparato matemático en parte aún por desarrollar y hará imposible, por mucho
tiempo, una verificación o refutación experimental de su existencia. Salvando
todas las distancias que haya que salvar, la teoría de las cuerdas recuerda un
poco a los epiciclos que los astrónomos
ptolomeicos, valga la expresión, hubieron de introducir en su modelo de la
esfera celeste para intentar conciliar la supuesta geocentricidad del sistema
solar con el movimiento observado de los planetas.
Los físicos que soportan esa teoría, Edward Witten del
Instituto de Estudios Avanzados de Princeton es el más destacado de todos
ellos, creen que puede, que podrá, explicar tanto el movimiento de las
estrellas, actualmente cubierto por la teoría de la relatividad como los fenómenos
que ocurren a escala subatómica explicados, en buena parte, por la mecánica
cuántica. Es posible que sea así pero desde luego se trata de explicaciones que
siguen requiriendo bastante fe y una capacidad de abstracción que no está al
alcance de la gente normal, de la misma forma que la demostración del teorema
de Fermat debida a Wiles, lejos de la brillantez que Fermat parecía anunciar en
sus notas marginales, es un trabajo extraordinariamente denso y pesado accesible
a muy pocos -incluso entre los 200 matemáticos que asistieron a la presentación, sólo una muy cualificada minoría sobrevivió, intelectualmente hablando, a la
primera pizarra- y basado en un aparato matemático y en resultados previos,
como la conjetura de Taniyama, que en la
época de Fermat eran completamente desconocidos.
La búsqueda de una teoría unificada tiene que ver, desde
luego, con los primeros intentos de buscar una demostración al Teorema de
Fermat en el sentido de que de lo que se trataba, en primer lugar es de buscar una
explicación sencilla y comprensible, una ley del tipo cuadrado inverso que se
aplica a la interacción entre cargas electricas y que también parece
servir para explicar que la Luna siga
dando vueltas en torno a la Tierra en lugar de, como vulgarmente se dice,
salirse por la
tangente. Pero la gravedad y la fuerza electromagnética no
son las únicas fuerzas que actúan en la naturaleza, ni siquiera son, desde el
punto de vista de la magnitud, las más importantes. Las otras dos fuerzas
conocidas hasta ahora son la fuerza nuclear fuerte, que mantiene cohesionados
los núcleos atómicos y es el origen de
la energía liberada en las explosiones
nucleares, y la fuerza nuclear débil responsable de la descomposición de los
núcleos radiactivos.
Puede que, en el muy improbable caso de que alguien lea
esto, se pregunte que qué falta hace una teoría unificada si la mecánica
cuántica y la relatividad general proporcionan, cada una en su ámbito, una
explicación satisfactoria de los fenómenos observables. Esto es bastante cierto
si nos circunscribimos, efectivamente, a esos fenómenos pero no está en la
naturaleza humana contentarse con explicaciones parciales mientras crea que existen explicaciones más generales. Si
miramos en una noche clara al cielo es casi inevitable que nos preguntemos por
su evolución, por las razones por las que ha llegado a ser como es y, llevando
las cosas al extremo, por las razones por las que nos podemos preguntar cosas
como esa. Tampoco está en la naturaleza humana dejar las cosas sin respuesta
por mucho tiempo así que el origen del universo nunca ha carecido de una
explicación, que hasta no hace mucho han tenido más que ver con la religión que
con la ciencia pero que, en todos los casos, han proporcionado un modelo relativamente
satisfactorio para intentar explicar lo inexplicado.
En una leyenda nórdica compilada en el siglo XIX en Islandia
se decía que al principio no había más que dos regiones de hielo y fuego al
norte y al sur respectivamente, que el fuego fundió parte del hielo y que de
las gotas de hielo surgió un gigante que se alimentaba gracias a una vaca que
hubo que hacer aparecer para evitar que el gigante muriera de hambre. Para
alimentar a la vaca hubo que introducir también un poco de hierba … A medida
que se van haciendo preguntas hay que ir complicando las condiciones iniciales
hasta que el escenario es completamente inmanejable. La mayor parte de las
culturas han construido, con más o menos imaginación, su propia explicación del
origen del universo que durante algún tiempo ha constituido el modelo
corriente. La tradición judeo cristiana atribuye la creación a la voluntad de
una entidad superior y la secuencia de acontecimientos descrita por el génesis
es, según Pio XII, compatible con la más extendida y aceptada de las teorías actuales, que ha
recibido el nombre que inicialmente le dieron sus detractores, Big Bang o gran
explosión.
Una vez abandonado el modelo de Ptolomeo y constatado que el
hombre, el planeta que habitaba e
incluso la estrella en torno a la cual giraba ese planeta, estaban muy lejos de
ser el centro del Universo, la teoría científica dominante pasó a ser la que
sostenía que el universo era algo que había estado ahí siempre y que ahí iba a
seguir y por lo tanto resultaba innecesario preguntarse por su origen o
deprimirse pensando en su final. Los trabajos del sacerdote y científico belga
Lamaitre, basados en las ecuaciones de la relatividad de Einstein, presentan el
universo como asimilable a un fluido en expansión y las observaciones del
astrónomo norteamericano Edwin Hubble confirman el alejamiento de las galaxias
a velocidades que se incrementan con la distancia. Esta
constatación, la de que las galaxias se alejan, está basada en el efecto
doppler aplicado a la luz que llega de las galaxias. Este efecto está basado en
el mismo principio que aplicaría la familia de un viajero del siglo XIX, antes
del correo electrónico, que se compromete a escribir a su familia una vez a la semana. Mientras
el viajero permanece en la misma ciudad las cartas llegan a su familia
precisamente con la frecuencia de una semana pero si el viajero se está
alejando las cartas han de recorrer cada vez más camino y la familia recibe las
cartas separadas por intervalos cada vez más largos. Si las galaxias se alejan
unas de otras parece razonable concluir que han estado más cerca en el pasado,
hasta llegar, si se retrocede lo suficiente, a estar arbitrariamente cerca. Gamow,
uno de los científicos del proyecto Manhattan, que como se sabe terminó con el
lanzamiento de dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, basándose
en la aparición de nuevos elementos, detectables muchos años después en el
desierto de Nuevo Méjico, escenario de la primera explosión nuclear
experimental, concluyó que todo pudo haber empezado con una explosión, la gran
explosión o Big Bang, en el momento en que la materia del universo estuviera
concentrada en un punto.