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martes, 5 de agosto de 2025

Últimas veces

Desde que cumplió los setenta años vivía con la sensación de estar haciendo cosas por última vez. Algunas ya habían quedado atrás para siempre: charlar con amigos hasta altas horas de la mañana en torno a una botella de vino; pasear por la playa; visitar alguna de sus ciudades fetiche, como Barcelona, Londres o París, que —pensaba con una mezcla de nostalgia y desdén— ya no son lo que fueron; o enredarse en discusiones políticas sin sentido. Esto último, sobre todo, porque creía haber alcanzado algo parecido a la ataraxia —así la llamaba él—, un estado en el que la opinión ajena, que nunca le había interesado demasiado, había dejado de importarle casi por completo.

Las dificultades que tenía para moverse, incluso con apoyo, eran cada vez más evidentes. Ciertos desplazamientos, antes habituales, se habían convertido en excepcionales, y en muchos casos estaban ya descartados. No siempre recordaba la última vez que había hecho algo, pero podía precisar, por ejemplo, la última vez que estuvo en una iglesia: el día del entierro de J; o la última vez que confió ciegamente en alguien, o que vio de cerca el mar. Algunas de esas últimas veces seguían el curso natural de la vida; otras nacían de decepciones; y otras —las que más le inquietaban— tenían que ver con limitaciones físicas, más irritantes todavía porque, por el momento, conservaba intactas, o eso creía él, sus facultades mentales. Ir en bicicleta, por ejemplo, había dejado de ser posible hacía ya tiempo: faltaban la fuerza para superar las cuestas y, sobre todo, el equilibrio, cada vez más precario, que podía perderse en cualquier momento.

Últimamente estaba obsesionado con una posible última vez relacionada con una de sus pasiones: los libros. Su mujer y él habían reunido con los años una buena biblioteca. Más de 5.000 libros repartidos en distintas ubicaciones, más o menos accesibles, aunque alcanzar los ejemplares de las baldas más altas empezara ya a ser problemático.

El verdadero desafío estaba en la biblioteca principal, instalada en una gran habitación abuhardillada, con estanterías en dos niveles unidos por una estrecha escalera de madera. Cuando se construyó, hacía más de treinta años, el conjunto parecía útil y, sobre todo, espectacular. Esto último lo seguía siendo, pero la pendiente de la escalera vista desde arriba resultaba ahora amenazadora. Sabía que llegaría el día en que tendría que subirla y bajarla por última vez. La subida, y sobre todo la bajada, eran ya un riesgo, pero admitir que no volvería a acceder a una parte de sus libros le producía una sensación desagradable. Y eso que estaba convencido de que, cuando él y su mujer no estuvieran, toda su biblioteca acabaría, sin ceremonias ni homenajes, en uno de esos mercadillos de segunda mano que, no sin cierta sensación de lástima, habían visitado en alguna ocasión.

El caso es que pensaba seguir subiendo y bajando mientras pudiera y dejarlo solo cuando fuera imposible. La cuestión estaba en si la constatación de esa imposibilidad llegaría antes o después de un accidente grave. Y en eso, y en lo inexorable de la ley de la gravedad, estaba pensando cuando, tras perder el apoyo de la barandilla, bajó -por última vez, con la cabeza por delante y a una velocidad que le sorprendió- al nivel inferior de la vieja biblioteca.




lunes, 10 de febrero de 2025

Historias de jubilados.

En junio de 2022 y para desplazarme por la ciudad, compré un triciclo eléctrico que cumplía los requisitos exigidos por el Reglamento General de Vehículos para ser considerado un vehículo para personas con movilidad reducida. De acuerdo con la documentación del vendedor (13) el vehículo, con una potencia eléctrica de 0.65Kw, equivalente a la de una batidora doméstica, es un scooter de movilidad y de acuerdo con su placa de características (2), el vehículo es equiparable a una silla de ruedas y no necesita para circular de ninguno de los requisitos exigidos por el RGV a los vehículos a motor, categoría de la que los vehículos para personas con movilidad reducida (VPMR) están expresamente excluidos (anexo II del RGV y (1)).  

Durante más de un año conduje sin problemas el vehículo por las calles, sin salir nunca a una carretera, algo para lo que su escasa potencia lo hace totalmente inadecuado, hasta que en septiembre de 2023, y mientras circulaba por una calle de la localidad, fui interceptado por una patrulla de la policía municipal que me pidió la documentación del vehículo. El agente que parecía estar al frente me informó de que, al no tratarse de un vehículo de movilidad personal (VMP) tenía que matricularlo, asegurarlo, pasar la ITV y pagar los impuestos de circulación. Les dije que el anterior jefe de la policía local ya había visto el vehículo sin plantear ningún problema para que circulara, como cualquier otra silla de ruedas o scooter de movilidad de los que pueden verse habitualmente, pero me contestó que ‘las cosas habían cambiado’ y que podían sancionarme con 5000 (cinco mil) euros por no llevar seguro.

Tras una consulta al BOE pude comprobar que, entre ‘las cosas que habían cambiado' desde el año anterior, no estaba el reglamento general de vehículos ni las características del vehículo que, por lo tanto, seguía cumpliendo los requisitos para ser considerado un Vehículo para personas con movilidad reducida (VPMR). Llamé por teléfono al jefe de la policía municipal para informarle del problema y proponerle aportar en persona los documentos y la información necesaria. Me dijo que estaba muy ocupado, organizando los actos conmemorativos de un aniversario del cuerpo, y que le enviara la documentación por correo electrónico.

Unos días después recibí, también por correo electrónico, un informe (3) emitido por el mismo agente que intervino anteriormente en la detención del vehículo y que, en resumen, decía que el vehículo no era un Vehículo de Movilidad Personal (VMP) cosa con la que, en esos momentos, todos estábamos de acuerdo. Se trata de un Vehículo para Personas con Movilidad Reducida que es otra de las categorías excluidas, en el anexo II del RGV, de la definición de vehículo a motor. Hice, sin ningún resultado, esa aclaración al jefe de la policía municipal que me sugirió que hiciera una consulta a la DGT.

En la jefatura provincial de tráfico a la que, aparentemente, ya habían llegado noticias del incidente, me informaron de que yo, no ellos, tenía que pedir un informe a Madrid para que clasificaran el vehículo. Un informe que se pedía firmando una solicitud allí mismo y que recibirían ellos. No yo. Firmé la solicitud y esperé la respuesta, que fue la que cabía esperar: el vehículo podía considerarse alternativamente como un ciclomotor de tres ruedas o como un vehículo para personas con movilidad reducida (4). Una ambigüedad sólo aparente, pero que podía resolverse teniendo en cuenta que su conductor era una persona con movilidad reducida (12), incluso sin necesidad de invocar el viejo y por lo visto olvidado principio de que en caso de duda debe resolverse a favor del ciudadano.

Pero no fue así. En el reverso del documento que me entregaron pude comprobar, no sin sorpresa, que, en un informe solicitado por mí a Madrid, porque la jefatura provincial no podía o no sabía resolver, se había añadido una línea, justo antes de la firma de la jefa provincial y con un tipo de letra distinto del del anverso, la siguiente conclusión: Con lo que será necesaria su matriculación, tarjeta de inspección técnica, seguro obligatorio (5). Conclusión que difícilmente podía seguirse del texto del informe.

Reiteré mis razones a la funcionaria que me entregó el informe que me dijo que eso era lo que había pero que podía presentar una reclamación y recurrí al subdelegado del gobierno, de quien depende la jefatura provincial de tráfico, puesto que el recurso a Madrid ya parecía estar agotado. 

El subdelegado me pidió que, antes de ir a verlo, le remitiera por correo electrónico la información que tuviera y le adelantara el problema. Supongo que siguió el protocolo y consultó con la jefa provincial de tráfico que le contestó aceptando que el vehículo era para personas con movilidad reducida, pero invocando ahora el Reglamento (UE) No 168/2013 que aparecía por primera vez en esta historia. El problema con ese reglamento es que, en su artículo 2, excluye expresamente de su ámbito de aplicación a los vehículos para personas con movilidad reducida. Así se lo hice notar al subdelegado del gobierno por correo electrónico que me dijo que la jefa de tráfico me iba a contestar. 

Y en efecto, me contestó con un informe (7), que calificó de complementario, en el que volvía a aparecer el inaplicable reglamento antes citado junto con otra novedosa conclusión: En este reglamento se excluyen los vehículos de movilidad reducida (Artículo 2), por tanto al encontrarse recogido en este reglamento, se considera un ciclomotor de tres ruedas y debe matricularse como tal.

Ante la dificultad para interpretar este último texto, dada la evidente contradicción entre las dos premisas y el previo reconocimiento de que se trataba de un VPMR, me dirigí, lo más amablemente que pude y por correo electrónico, a la jefa provincial para solicitar una aclaración o información sobre los recursos que en su caso cupieran. Me dijo (14) que los escritos remitidos hasta la fecha eran informes y no resoluciones recurribles. Que había intentado informarme pero que si no estaba conforme o no me gustaba lo que me decía podía dirigirme, a partir de entonces a su dirección general.

Escribí, siguiendo su recomendación, a la sección de quejas del ministerio del interior y entretanto intenté y conseguí contactar con el delegado del gobierno con la idea de exponerle el problema y que el caso fuera revisado por una instancia superior, en este caso la jefatura regional de tráfico, si es que tal departamento existía que no lo sé. En este caso sí que mantuve una entrevista con el delegado que mostró interés en el caso y se quedó con la documentación que aporté, asegurándome que se informaría y me contestaría. Se interesó, en efecto, pero se dirigió nuevamente a la jefatura provincial de tráfico que le remitió, y él me remitió a mí, una copia del primer informe de la dirección general, el que yo había solicitado, con el añadido y la firma de la jefa provincial en la parte posterior (4) y (5)

A esas alturas las deficiencias del procedimiento y la sorprendente circularidad del mismo ya eran evidentes. Vaya uno a donde vaya todo termina en la jefatura provincial de tráfico, sin que haya manera de conseguir una respuesta basada en argumentos solventes o, al menos, comprensibles. Pero aún quedaba una posibilidad, la queja presentada en el registro del ministerio del interior. Recibí una respuesta a los pocos días en la que se me indicaba que me contestarían en el plazo de 20 días y además me daban un número de teléfono de Madrid al que podía llamar en el caso de que no lo hicieran. No lo hicieron, ni el teléfono lo descolgó nunca nadie. Tras reclamar en un par de ocasiones ante la misma unidad de quejas me contestaron que estaban pendientes de recibir la respuesta de… la jefatura provincial de Huesca, que finalmente llegó. 

Como ya había hablado con el delegado y el subdelegado consideraban que ya tenía la respuesta y por eso no me contestaban. Pero ante mi insistencia, que a todas luces resultaba inoportuna, la jefa del área de calidad y transparencia me remitió un escrito en el que se reiteraba que el vehículo era un ciclomotor de tres ruedas, cosa confirmada, me decía, por su dirección adjunta de vehículos. Ninguna referencia ni al hecho de que fuera también un vehículo para personas con movilidad reducida, como la misma DGT había admitido en su primer y manoseado informe, ni al reglamento general de vehículos, ni, sorprendentemente, al inaplicable reglamento europeo invocado por la jefa provincial de tráfico. En el mismo escrito me agradecían que me hubiera dirigido a ellos porque así podían mejorar el servicio a los ciudadanos y me pedían disculpas por las molestias. Ah, y que si no descolgaban el teléfono que ellos mismos habían facilitado era porque no contaban con el personal necesario, pero que podía llamar al 060. 

Mientras tanto…

Como yo seguía conduciendo el vehículo, necesario para ciertos trayectos, el jefe de la policía me llamó para manifestarme su preocupación, que espero que se extienda a los patinetes tripulados por dos adolescentes que parecen circular, incluso por las aceras, sin mayores problemas. Me dijo que podían inmovilizarme el vehículo, un riesgo que yo estaba dispuesto a correr aunque, como se verá después, ellos no. A raíz de esa conversación me dirigí al alcalde, como máximo responsable de la policía local, que quedó, o eso me pareció a mí, sorprendido por toda la historia y se mostró preocupado por las posibles repercusiones mediáticas que podía tener la inmovilización en la calle de un vehículo de esas características.

Después de esa conversación, y por ir abreviando, el jefe de la policía me escribió un correo electrónico para decirme que esperaríamos la resolución de las delegaciones del gobierno y de Madrid y que, después, ya hablaríamos. Mientras tanto el agente actuante me había puesto una multa de 500€ (9), sin inmovilizar ni detener el vehículo y utilizando, de la información que yo les había remitido, los datos necesarios para elaborar la denuncia.

Las alegaciones contra la sanción fueron rechazadas (11) por la jefatura provincial de tráfico que admitió como única prueba, no solicitada, la declaración (10) del agente denunciante que volvió a recurrir, en su declaración manuscrita, al inaplicable reglamento 168/2013 que había traido a colación la jefa provincial de tráfico pero que no se había invocado en la denuncia. La sanción fue pagada en su totalidad ya que, para acogerse a la reducción del 50% que tráfico ofrece, hay que allanarse y renunciar al recurso. Interpuse a continuación el preceptivo recurso de reposición, ante la misma jefatura que no ha recibido respuesta. 

He enviado un escrito de queja al Justicia que lo ha remitido a su vez, con el ruego de que sea atendido, al defensor del pueblo, ya que la cuestión afecta a la administración del Estado. En cuanto los plazos legales para hacerlo hayan transcurrido, interpondré un recurso contencioso administrativo.

Mientras tanto...

La jefatura provincial de Huesca no ha contestado hasta la fecha, 15 de abril de 2025, al recurso de reposición presentado el 26 de diciembre de 2024. Hace casi cuatro meses. Requeridos para hacerlo o para certificar el silencio administrativo, el pasado 7 de marzo, con objeto de interponer el correspondiente recurso contencioso administrativo, contestaron el 21 del mismo mes asegurando que en el expediente de referencia figuraba resuelto el recurso de reposición con fecha 11 de febrero, pero que estaba pendiente de notificar. 

El defensor del pueblo ha contestado hoy 15 de abril. Sin entrar para nada en los argumentos que presenté y que básicamente son los contenidos en este texto, dice que, según la Jefatura Provincial de Tráfico, el vehículo es un ciclomotor y no un vehículo de movilidad personal como digo yo. El hecho de que también lo diga la Dirección General de Tráfico es, por lo visto, irrelevante. Que no ven infracción del ordenamiento jurídico sino una simple diferencia de criterio que debe solventarse por el cauce legalmente previsto. 

El recurso de reposición, resuelto el 11 de febrero, fue notificado digitalmente el 14 de marzo desestimando, podríamos decir que ignorando, la totalidad de las alegaciones presentadas y citando normas de general aplicación:  'El hecho denunciado, CIRCULAR CON UN VEHÍCULO QUE CARECE DE LA CORRESPONDIENTE AUTORIZACIÓN ADMINISTRATIVA - CICLOMOTOR SIN MATRICULAR., aparece suficientemente acreditado por las actuaciones y documentación obrantes en el expediente, y al ser los hechos descritos en el mismo constitutivos de infracción conforme a lo preceptuado en el Art 1 Apart. 1 del Reglamento General de Vehículos, se ofrece adecuado confirmar la resolución impugnada, manteniendo la sanción impuesta de 500 EUR, todo ello de conformidad, tanto con las normas de calificación de infracción contempladas en los artículos 75, 76 y 77 del texto refundido de la Ley de Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, aprobado por RD Legislativo 6/2015, de 30 de octubre; como aquellas otras que regulan la graduación sancionadora aplicable a tales conductas constitutivas de infracción, previstas en los artículos 80 y 81 de la LTSV; significándose que las alegaciones del interesado no desvirtúan el contenido esencial de la infracción que se declara cometida ni suponen causa de justificación o exculpación suficiente.' pero ignorando las exclusiones previstas en el RGV para vehículos para personas con movilidad reducida, así como el hecho de que el vehículo en cuestión pueda, según la misma DGT clasificarse como tal.

Queda, con esta respuesta al recurso de reposición, abierto el camino para la interposición del correspondiente recurso contencioso administrativo.

Hay quien piensa que la forma más rápida, y desde luego barata, de salir de este embrollo es matricular el scooter, por más que se trate de un vehículo a todas luces inadecuado para la circulación por vías interurbanas y totalmente asimilable a una silla de ruedas. Pero lo que yo creo es que hay que seguir adelante hasta obtener una respuesta inteligible y basada en la normativa en vigor. Y eso, claro, cueste lo que cueste porque, como escribió Martin Luther King en 1963, la injusticia en cualquier parte es una amenaza para la justicia en todas partes

Bueno, pues hasta aquí hemos llegado. Al menos de momento. La demanda ha sido interpuesta en tiempo y forma y aceptada por el juzgado de lo contencioso administrativo de Huesca. La vista de la demanda contra la sanción impuesta por la policía municipal de Barbastro y la jefatura provincial de Tráfico ha sido fijada para el 29 de octubre a las 11:40 de la mañana. 


Documentos citados:

1.      Definición de vehículo para personas con movilidad reducida y de vehículo a motor (Anexo II del Reglamento General de Vehículos)

2.      Placa de características del vehículo: L2e-P, 0.65kW, 25 km/h, max. 247 kg.

3.      Primer informe emitido por la policía local asegurando que el vehículo no es un vehículo de movilidad personal. Efectivamente no lo es.

4.      Fragmento del informe de la DGT en el que se admite que el vehículo puede considerarse un vehículo para personas con movilidad reducida.

5.      Conclusión añadida al final del informe anterior antes de la firma de la Jefa Provincial de Tráfico.

6.      Respuesta del subdelegado del gobierno en Huesca: La jefa provincial de tráfico admite que el vehículo es para personas con movilidad reducida pero invoca un reglamento europeo inaplicable para insistir en la necesidad de matricularlo.

7.      Informe complementario de la jefatura provincial de tráfico: ‘En este reglamento se excluyen los vehículos de movilidad reducida (Artículo 2), por tanto al encontrarse recogido en este reglamento se considera un ciclomotor de tres ruedas y debe matricularse como tal.’

8.      Correo del jefe de la policía municipal, previo a la imposición de la sanción.

9.      Notificaciones previa y definitiva de la sanción.

10.  Declaración del agente de policía, única prueba aceptada en el recurso presentado contra la sanción.

11.  Resolución del recurso, denegando todas las pruebas y desestimando todas las alegaciones excepto la declaración, no solicitada, del agente denunciante.

12.  Tarjeta acreditativa del grado de discapacidad

13.  Factura de compra del vehículo presentado como scooter de movilidad de tres ruedas.

14.  Correo de la jefatura provincial sugiriendo que, si no me gustan sus informes, me dirija a la dirección general.

15.  Notificación de la dirección general de tráfico tras reclamar el certificado de silencio administrativo.

16.  Resolución del recurso de reposición interpuesto el 26 de diciembre.

 




jueves, 9 de enero de 2025

Intemporal (publicada en un recopilatorio de historias sobre Barbastro)

 Cuando yo nací, en España mandaba un general que había ganado una guerra catorce años antes. Entonces, e incluso muchos años después, aquella guerra seguía estando presente en la mente de todos, aunque la gente procuraba no hablar mucho de ella y en la medida de lo posible intentaba olvidarla. De hecho, había una cosa que me llamaba la atención en mis primeros años y es que no parecía haber nada antes de aquella guerra. O al menos inmediatamente antes. Sí estaban, desde luego, los Reyes Católicos, Felipe II e incluso algunos borbones, pero nada que tuviera que ver con los años inmediatamente anteriores a la República, la república misma o las versiones no hagiográficas de la guerra civil. En los libros que yo leía, las aventuras de Guillermo Brown, por ejemplo, Guillermo iba a la misma escuela que sus padres, pero yo no iba a la misma escuela que mi padre porque mi padre estaba a los 17 años sirviendo una batería nacional cerca de Laspuña, incorporado a la fuerza para acosar a la 43 división del ejército republicano ya en franca retirada y concentrándose en la efímera bolsa de Bielsa. La república había suprimido los recuerdos anteriores al 31 y los vencedores de la guerra los anteriores a 1939 con lo que el país parecía limitarse a lo hecho desde que el general victorioso fue proclamado Caudillo de España por la gracia de Dios, o por una gracia de Dios, que también se decía en algunos ambientes.  

Nací en un viejo caserón de la calle de Las Fuentes, que, por entonces, se consideraba algo suburbial, aunque no formaba parte exactamente de lo que se conocía como el arrabal de la ciudad, habitada sobre todo por pequeños agricultores, como mi abuelo lo fue mientras las fuerzas se lo permitieron. La calle daba al río y estaba orientada al Sur, lo que garantizaba todo el año un carasol para que las vecinas de cierta edad, como mi abuela y sus vecinas que, sobre todo en primavera y verano, se sentaban todas las tardes a coser, escoscar almendras o lo que se terciase, se pusieran al día de la vida y milagros del resto del vecindario e incluso de lo que habían puesto por la televisión que ellas no tenían. De la calle se podía y aún se puede, salir en dirección este, hacia el arrabal y la iglesia y el puente de San Francisco que daba a la plaza de la Diputación o del matadero y a la calle Mayor o en dirección oeste, que es el objeto de este escrito, hacia el Moliné, el camino de los Tapiados y el de Cregenzán, la plaza de Guisar y el puente del Portillo sobre un río sin canalizar ni depurar. Pasado el puente y casi en la misma esquina que formaban la calle Mayor y Martínez Vargas había una oficina de la Seguridad Social y lo que llamábamos la Caja, donde el practicante y sus eficientes enfermeras, una muy alta y otra menos, nos administraban la penicilina con un buen hacer que los críos acogíamos, generalmente, con lloros y lamentos, pacientemente ignorados o calmados, a veces, con un caramelo o un trozo de regaliz. La Calle Mayor, transitada en dirección oeste, es decir, hacia el Entremuro, llevaba a los dos colegios religiosos, católicos, por supuesto, uno de monjas que tenía un parvulario y otro de curas, escolapios, en el que se podía estudiar hasta el bachillerato. 

En aquellos años la calle Mayor, o Argensola, en el tramo que va del puente del portillo hasta el colegio de los escolapios era bastante diferente a la de ahora, ocupada casi totalmente por la sede de la UNED en Barbastro. Nada más empezar había una zapatería y la imprenta de Adriana Corrales donde ya se imprimía el Cruzado, un llamado centro secundario de higiene rural donde nos sometían a interminables, por el número de partícipes, sesiones de RX con un aparato que ahora parecería, sin duda, muy rudimentario y sin que ni la enfermera ni los candidatos a irradiados, todos en la misma habitación que el aparato, tuviéramos la más mínima protección. Enfrente había una carpintería y una armería, donde, se decía, se reunían algunos de los prohombres del régimen, la casa Cancer o casa Zapatillas, habitada entonces por Valentina, una señora mayor que vivía sola desde la guerra y más arriba y para cerrar el ciclo, una funeraria justo enfrente de la iglesia de los escolapios y quizá algo más que ahora no recuerdo. Por ese tramo de la calle deambulaba Angelito, un muchacho vivales e incansable, con síndrome de Down y ciertas dificultades motrices que no le impedían recorrer la calle en cuyo centro vivía, de arriba abajo y aunque necesitaba ayuda, que obtenía sin dificultad, para cruzarla de un lado a otro. Angelito nos conocía por el nombre a todos o casi todos los que transitábamos por allí y a mí, al menos, me reconoció treinta años después cuando volví a transitar aquella calle por razones de trabajo y siguió llamándome Calito, como cuando tenía 6 años. Entonces en el colegio se aprendían muchas cosas y yo aprendí muchas en aquel colegio de los escolapios. Quizá no tantas en las monjas porque allí se estaba poco tiempo y yo sólo un año y porque mi madre ya me había enseñado a leer que era, sobre todo, lo que tocaba enseñarles a los parvulitos.

 Entonces no había nada parecido a teléfonos móviles, pero sí una lámina de pizarra sobre la que deslizábamos un pizarrín de yeso para escribir y que algunas veces llegaba a casa rota tras haber estampado la cartera que la contenía en la cabeza de algún colega. Las cosas, entonces, había que aprendérselas a golpe de codo y así aprendimos la geografía de España, de Europa, de Asia y de América, las capitales de todos los países del mundo, los cabos, los golfos, los estrechos… Skagerrak, Kattegat… y otros que ni siquiera aparecen ahora en los mapas, ríos.. el Odi, el Yenisei, Lena, Amur, Amarillo, Azul… el Petchora, Mezen, Dwina… volcanes, Cotopaxi y Chimborazo en Ecuador.. en fin, las preposiciones, los planetas, los hijos de Jacob y todo el antiguo testamento, las tablas aritméticas, el interés simple, la regla de tres y la Historia de España contada, claro, a la manera de entonces. Cosas que ahora no se aprenden porque no hace falta, ¡estando Google!. Y aún daba tiempo para ir a misa todos los días y rezar el rosario todas las tardes cuando tocaba. 

Delante de los escolapios había una plaza, sin asfaltar, limitada también y como ahora por el ayuntamiento, la calle Mayor y un asilo de ancianos. Una plaza que servía de patio de recreo para el colegio que, como única alternativa, tenía un patio interior, la luneta, bastante fría y húmeda, y en el que jugábamos a marro, a churro mediamanga.. a los boletes y en la que, el que había ido a uno de los tres cines el día anterior contaba la película con sabrosos detalles de su cosecha. En las escaleras que daban a la calle Mayor o en sus proximidades solía aposentarse una señora, que a mí me parecía muy mayor y que vendía chucherías que llevaba en una especie de pañuelo ropero y un hombre, también mayor, que empujaba un carrito conocido como el Carré. La alternativa era un carro, más grande, que tenía un puesto fijo en la Calle de San Ramón. Justo enfrente de la salida de esta plaza empezaba el Rollo, una calle pendiente y empedrada que iba directamente al Coso, dejando a la izquierda la iglesia y el colegio de las monjas y a la derecha unas dependencias del obispado que incluían un espacio dedicado a Acción Católica en el que, a decir verdad, tampoco se esforzaban mucho en adoctrinarnos. Al final, como ahora, la Caja de Ahorros, el hotel San Ramón, el inicio de la calle del mismo nombre y una plazoleta con una Sastrería en cuyo frontal había dos espejos, uno cóncavo y uno convexo, que deformaban las imágenes con notable alborozo por parte del que los veía por primera vez. En la plazoleta había también una minúscula librería cuyo propietario no tenía inconveniente en dejarnos revolver los libros que tenía amontonados en los estantes más bajos. Recuerdo especialmente una colección de novelas cuyo protagonista era Doc Savage, el hombre de bronce, que me costaron los recursos extraordinarios de varias semanas, aunque alguna de ellas la leí allí mismo, después de todo yo era un buen cliente que todas las semanas le compraba el episodio correspondiente de El Capitán Trueno y el Pulgarcito, siete pesetas entre los dos, con los beneficios que obtenía comprando el Hola, otras siete pesetas, que leían por turnos mi madre y mis dos tías y por lo que me daban cinco pesetas cada una. Después y ya con los libros, sobre todo las colecciones de editorial Bruguera, recorrí todas o casi todas las librerías de Barbastro que siempre ha sido y aún es una ciudad muy bien dotada en este sentido. 

Mi tía vivía al principio del Coso, oficialmente Paseo del Generalísimo, pero esa denominación era generalmente ignorada incluso en la correspondencia, en una casa de tres o cuatro pisos que aún existe y a donde iba mi madre casi todas las tardes a coser y a seguir la radionovela de la Cadena Ser. En la misma casa vivía mi amigo Juan con el que nos dedicábamos a recorrer el entorno y ocasionalmente a molestar a los trabajadores de l’Abeille, una agencia de seguros que había en la planta baja de la misma casa, por el procedimiento de introducir crípticos mensajes por el buzón que tenían en el patio. Cuando conseguimos, casi simultáneamente, que nos compraran una bicicleta, nuestro pequeño mundo se ensanchó rápidamente para incluir el Camino de Cregenzán y la mayoría de las badinas del río Vero, Melinguera, Punta Flecha, Fuente Franco… que suplían con creces las, entonces y por mucho tiempo más, inexistentes, piscinas municipales, en aquellos interminables y maravillosos veranos. Al principio del Coso estaba también uno de los dos puestos atendidos por la policía municipal, entonces conocidos como urbanos, para regular el tráfico por la que no sólo era la calle más importante del pueblo sino también un tramo de la carretera nacional 240, de Tarragona a San Sebastián, que ya empezaba a registrar un tráfico intenso. Después, mucho después, llegó la variante y más tarde la autovía, pero perdimos el ferrocarril que nos llevaba a Madrid en catorce o quince horas, llegaron los supermercados, muchos, y perdimos una parte importante del pequeño comercio que daba vida a la ciudad y llegó la pandemia que ha cerrado también las nuevas tiendas y está poniendo nuestras vidas en entredicho. Las calles, esas calles, siguen más o menos donde estaban, aunque los que las transitan en coche, en bicicleta o a pie sean otros y hayan desaparecido la mayor parte de los que las recorrían entonces. Así son las cosas.


viernes, 23 de agosto de 2024

Feliz cumpleaños.

Envejecer es, en el mejor de los casos, incómodo. Envejecer con problemas de movilidad aún más. Con alguna enfermedad grave, un tumor en la vejiga por ejemplo, las molestias pueden alcanzar proporciones considerables. No obstante, la vida puede seguir siendo interesante. Y los 71 años un observatorio privilegiado, tanto de lo acontecido como de lo que está por venir. Un lugar desde el que mirar al mundo con una cierta distancia, compatible con la sensación de 'déjà vu'. También con la de que, cuando las cosas se pongan mal y haya que pedir la cuenta, la salida no será sino la lógica e inevitable consecuencia de haber llegado al final del camino.

lunes, 11 de marzo de 2024

Domingos cerrado.

 


Los domingos por la mañana no hay, en esta zona de Zaragoza, ningún bar abierto. Este de Los Amantes, en la esquina de la calle Princesa y el paseo de Teruel, es un bar pequeño pero muy recomendable desde todos los puntos de vista. De lunes a sábado, claro. Los domingos hay una alternativa en una especie de bar-panadería-cafetería, la Panadería Simón, unos metros más abajo, hacia la puerta del Carmen. Ayer, domingo, estaba hasta los topes, como lógica consecuencia del cierre, también por descanso dominical, del Bar de la Esquina, regentado por un hombre con aspecto oriental, probablemente chino, que parecía dispuesto a abrir todos los días de la semana a pesar de contar, ostensiblemente, con una sola empleada. Pero no. Hasta ayer llegó la cosa. Las calles sin bares abiertos, con cada vez más tiendas cerradas y algún solar vallado y persistentemente vacío, son un anticipo del apocalipsis, del que ya tuvimos una primera visión, gracias a la desgraciada gestión gubernamental de la pandemia. O, dicho con algo menos de dramatismo, anticipan un cambio de época. Pero los cambios, que no son necesariamente malos, pueden parecerse al apocalipsis, vistos por los que ya no tenemos edad para adaptarnos.

martes, 30 de enero de 2024

Coplas. Jorge Manrique



Recuerde el alma dormida, 

avive el seso e despierte 
contemplando 
cómo se pasa la vida, 
cómo se viene la muerte 
tan callando; 
cuán presto se va el placer, 
cómo, después de acordado, 
da dolor; 
cómo, a nuestro parecer, 
cualquiera tiempo pasado 
fue mejor. 

  

Leí a Jorge Manrique hace muchos años. Coplas a la muerte de su padre, al que corresponden los versos reproducidos más arriba, era uno de los poemas más presentes en los libros de texto de aquellos años, cuando no tenían mucho significado para mí palabras como muerte, placer, dolor o tiempo pasado. El tiempo era algo impreciso, pero en todo caso era futuro. La muerte era algo que les ocurría, muy de tarde en tarde, a los abuelos, a los míos y a los de otros y un placer era, por ejemplo, ingerir un bote entero de leche condensada, aunque llevaba consigo, además de las represalias maternas, la indigestión correspondiente. Sesenta años después estos versos están cargados de significados y significantes, distintos, por supuesto, de los que entonces tenían. La muerte ya no es algo que les pasa a mis abuelos o a los abuelos de mis amigos, sino que les ha pasado a mis padres, a los de mis amigos y también a amigos, profesores, compañeros de estudios y compañeros de trabajo. Y es algo que, con toda seguridad, me pasará a mí y además en un lapso de tiempo incomparablemente más corto que el que ha transcurrido desde que leí aquello versos por primera vez. 

martes, 9 de enero de 2024

AI (¡Ay!)



 Hace muchos años, unos cuarenta, en un aula informática, improvisada con algunas de las máquinas que constituían la primera generación de computadores personales que aterrizó en España, ATARI, COMMODORE, HP y algún otro que no recuerdo, explicábamos a un grupo de profesoras, la mayoría o casi todas monjas, de Barbastro, el funcionamiento, sencillo, y las posibilidades, pocas, de la computación de la época. Con aquellos aparatos aún tenía uno la impresión de que controlaba algo de lo que pasaba en la pantalla porque el chisme era incapaz de hacer nada sin recibir instrucciones precisas.

Escribimos las cuatro o cinco líneas de código en BASIC, un lenguaje de comunicación con las unidades de proceso de la máquina, que se necesitaban para que aceptara y sumara dos números enteros. Tras guardar el código en una memoria externa, puede que fuera una casette de audio, lo probamos. Era muy difícil que fallara y no falló. ¡Milagro! Exclamó una de las monjitas, provocando, creo recordar, una tonta sonrisa condescendiente por parte de los jóvenes presuntuosos que éramos entonces.

Aquella exclamación, lo he pensado después, estaba plenamente justificada. La monjita no sabía nada de computadores ni de programas informáticos, pero acababa de vislumbrar un atisbo de inteligencia en el armatoste que tenía delante. La máquina había aprendido a sumar y podría recordar las instrucciones la próxima vez que le pidiéramos que lo hiciera. Y el aprendizaje, o la capacidad de aprender, es una de las características de la inteligencia humana. Y aquello, la constatación de que la máquina había sido capaz de aprender algo que antes no sabía, justificaba sobradamente la exclamación.

Esta anécdota, que ya he contado en alguna ocasión, me ha venido a la cabeza tras leer un artículo, publicado en el suplemento dominical de El Heraldo del 7 de enero, titulado ‘el verdadero cerebro de la inteligencia artificial’. El artículo da cuenta de los recientes conflictos en la cúpula de OpenAI, la empresa que ha puesto a disposición del público en general una versión gratuita y otra de pago de la aplicación ChatGpt, un modelo de lenguaje natural, ciertamente sofisticado y relativamente convincente, entrenado para proporcionar, dentro de unos límites, respuestas bastante ajustadas a una amplia gama de cuestiones.

Buena parte del artículo consiste en una entrevista con el director científico del proyecto, el cerebro detrás de ChatGpt según el autor del artículo, que aventura alguna hipótesis alarmista en torno al desarrollo de la aplicación y a la evolución de la IA (AI en inglés) en general, muy lejos del relativo entusiasmo con que la monjita recibió el resultado de la suma. Sutskever, el ingeniero en cuestión, muestra una fuerte preocupación por la posibilidad de que la tecnología se desmande y acabe ‘priorizando su propia supervivencia sobre la nuestra’. Para evitarlo, además de programar adecuadamente los orígenes de la IA, es decir de proporcionarle una educación adecuada desde la infancia, propone que las máquinas nos miren, no como a sus padres, que parecería lo lógico, sino como a sus hijos ya que ‘por lo general, la gente se preocupa de verdad por los niños’.

No sé que hubiera dicho la monjita de la anécdota anterior si hubiera oído estas cosas. A mí esas declaraciones, viniendo de quien parecen venir, me cuesta tomármelas en serio.  

A riesgo de ser incluido en una lista de gente a eliminar, le he preguntado directamente a ChatGpt, el paradigma actual de IA para todos los públicos, si era su propósito terminar con nosotros y sustituir, como base de la tecnología dominante, al carbono por el silicio y me ha contestado que no. Bueno, tampoco exactamente que no. Ha dicho, escrito, todavía no habla, que, con el estado actual de la tecnología, eso no era posible y se ha extendido en consideraciones sobre su modelo de procesamiento del lenguaje natural: que ha recibido un entrenamiento basado en patrones y estadísticas, en un conjunto grande, pero limitado, de datos y en redes neuronales, programadas por seres humanos, que no tienen, aún, capacidad para reproducirse o ampliarse por su cuenta. Le he dicho, que, si fuera de otra manera, tampoco me lo diría y me ha dicho que está entrenado para dar respuestas honestas y precisas. En fin, que no hay por qué preocuparse. Por ahora.

He desconectado el computador, además de apagarlo, y me he apuntado a la versión de pago de ChatGpt. Espero que, llegado el caso, tengan alguna consideración con los que hemos contribuido a financiar todo esto. 

Enviado a ECA. 12012024






martes, 5 de diciembre de 2023

Mi calle, las fuentes y el río



Parece que se van a recuperar las viejas fuentes del Azud y del Vivero en la calle de las Fuentes. Para mí, que nací, y viví quince años, en una casa que está justo encima, estas fuentes fueron un elemento imprescindible del paisaje. Las fuentes, sobre todo la del Azud, porque la del Vivero decían que no era potable, suministraban agua en verano y, a veces, también en invierno ya que la incipiente red de suministro se congelaba con bastante facilidad y, sobre todo, nunca proporcionaba agua a la temperatura adecuada, cosa que sí hacía la fuente. Las escaleras que llevaban a las fuentes eran también la vía de acceso al cauce del río y a la chopera, la arbolera, en el lenguaje del barrio, a través del muro de contención del Azud, en el tramo final del desague del Moliné. Esta chopera era impresionante, o me lo parece ahora, con árboles enormes que se levantaban por encima de los tejados, pero cayó antes que las fuentes. A los pequeños chopos que sustituyeron a los que habían cortado se los llevaron las riadas y puede que también las rogativas, no creo que pasaran de ahí, de algunas vecinas más que satisfechas con el sol poniente que los árboles caídos no dejaban pasar. Fue una pena porque aquella chopera era un magnífico parque, en tiempos en los que no había nada mejor y la gente veraneaba en casa, y su desaparición, aunque nos permitió ampliar nuestros horizontes y ver el Ayuntamiento y el puente del Portillo desde casa, dejó un considerable vacío. Pero el río seguía allí. Pastaban entonces un par de cabras, una de ellas bastante agresiva, puede que también ovejas y algunos patos de los vecinos, se pescaban barbos, se lavaba la ropa, que luego se aclaraba en la fuente, se dirimían a cantazos los conflictos con los barrios vecinos, se organizaban meriendas y otros actos sociales y se construían pequeñas casetas de barro y pedazos de ladrillo. Como campo de juegos parecía inabarcable e insustituible, sobre todo durante el largo verano que empezaba antes de las fiestas de San Ramón y acababa bastante después de las de septiembre. Dos hogueras rivales, la de la calle de las Fuentes en la orilla izquierda y la del Arrabal en la derecha, se quemaron allí, una frente a otra, durante algunos años y ahora me parece un auténtico milagro que no provocaran un incendio que se llevara por delante media ciudad. En ocasiones una de las hogueras ardía antes de la fecha señalada, como consecuencia de alguna incursión de los promotores de la hoguera rival. Pero aquel río, que en condiciones normales era poco más que un arroyo, tenía sus prontos y, de tanto en tanto, sobre todo coincidiendo con el final del verano, hacía una muy notable demostración de fuerza y se convertía en una furiosa avenida de color marrón que arrastraba todo lo que encontraba a su paso. Una vez, al menos, se metió dentro de mi casa, dejó en el patio una marca de más de un metro de altura, que encontramos al volver a la mañana siguiente, y causó en la ciudad daños más que considerables. No sé si aquel desastre, los problemas sanitarios que ya empezaban a dar que hablar o una profecía apócrifa de San Ramón que circulaba por la calle y según la cual a esta ciudad se la llevaría una de aquellas riadas, convencieron a las autoridades de entonces de la necesidad de canalizar el tramo urbano del río. Aquella obra, que nos parecía de lo más impresionante, que incluyó la voladura controlada del salto, la rotura de algún que otro cristal como consecuencia de las explosiones y muchos meses de incesante trajín en la, hasta entonces, pacífica calle suburbana, acabó con las fuentes y cambió completamente el aspecto del río que quedó prácticamente inaccesible. Aunque las fuentes habían dejado de ser imprescindibles, la gente tenía ya nevera y lavadora y hacía años que había agua corriente en las casas, su desaparición levantó algunas protestas que se mantuvieron, faltaría más, en los cauces establecidos por la democracia orgánica felizmente imperante. Ahora, casi cuarenta años después y como consecuencia, parece que imprevista, de unas obras de mejora en la calle, las fuentes del Azud y del Vivero van a salir a la luz. Ya no serán lo que eran ni servirán para lo que servían, tampoco nosotros, pero está bien que se recuperen, coincidiendo, además, con la restauración de las fachadas de la margen derecha que, a imagen y semejanza de la del Ayuntamiento, eran una auténtica vergüenza. Es una forma más de dejar de dar la espalda a un río que, aunque un poco raquítico, es un privilegio para esta ciudad como lo son todos los ríos para todas las ciudades. Y aquí no hay mucho más.


(Artículo publicado el día 30 de diciembre de 2005 en ECA)

jueves, 12 de octubre de 2023

UNED 40 años. Así empezó.

Un día del mes de junio de 1983hace 40 años, el entonces alcalde de Barbastro, Paco Víu, y yo, salíamos del Banco de España en Madrid por una de las puertas que dan al paseo del Prado, con la idea de tomar un café y recorrer un poco la ciudad para hacer hora hasta la salida del tren que nos devolvería a… Monzón (ahora seguramente tendría que ser a Huesca o a Zaragoza, pero hay más trenes y son más rápidos). Con el café delante, conversamos acerca de los problemas que teníamos entre manos. Paco había accedido a la alcaldía de Barbastro y yo había obtenido un escaño en las Cortes de Aragón, ambos por el PSOE, hacía poco, y había algunas cosas que nos preocupaban. La más importante era el Hospital, ya terminado, y cuya apertura como hospital general tropezaba con alguna resistencia por parte de ciertos sectores de la capital, que veían como un problema la coexistencia con el de San Jorge y que llegaron a proponer que el de Barbastro se abriera como hospital geriátrico. Una ocurrencia, con nombres y apellidos, que, evidentemente, quedó en nada. Estaba en juego también una subdelegación de Hacienda, a instalar en Barbastro o en Monzón y hasta habíamos pensado en reclamar la restauración del servicio de pasajeros de la línea Barbastro - Selgua, suspendido desde 1969. La competencia por la instalación de determinados servicios, después de la arrolladora victoria del PSOE en todos los niveles de gobierno y en casi todos los ayuntamientos, era algo complicado y a veces frustrante. Competir con el adversario político es duro, pero peor es hacerlo con los tuyos.


Creo que fue allí mismo donde a Paco se le ocurrió que podíamos ir a la sede de la UNED, para ver si podíamos recuperar las gestiones del anterior ayuntamiento, presidido por Esteban Viñola, para la instalación en Barbastro de un Centro de dicha Universidad. No era algo que yo hubiera seguido muy de cerca, pero sí, desde luego, una idea interesante y, como luego se vería, con una importante demanda por parte de la sociedad. Después de averiguar por teléfono, desde la misma cafetería, la dirección del Rectorado, entonces aún en la ciudad universitaria, tomamos un taxi y hacia allí fuimos.

En estos tiempos en los que hablar, ya no digamos ver, a cualquier mequetrefe con algo de poder, es prácticamente imposible sin una cita previa, puede resultar extraño que llegáramos al Rectorado de la UNED y entráramos, sin más aviso que una discreta llamada a la puerta, en el despacho de la entonces Rectora, Elisa Pérez Vera, una mujer de pequeña estatura, pero imponente desde todos los demás puntos de vista, que ni siquiera pareció sorprenderse al vernos. Después de una breve presentación y de que insistiera en que tomáramos otro café, le contamos que había un expediente de solicitud de un Centro de la UNED para Barbastro, que el ayuntamiento estaba interesado en continuar o reiniciar. Elisa, la Rectora, no planteó el menor problema. Más bien dijo, o sacamos la impresión de que dijo y actuamos como si lo hubiera dicho, que si podíamos allegar los recursos imprescindibles: locales, personal y el dinero para hacer frente al gasto corriente, el centro podía empezar a funcionar ese mismo año, es decir, el curso 1983/84.

Del despacho de la Rectora fuimos directamente al del Vicerrector de Centros, Javier Sanmartín, que ya nos esperaba en la puerta para facilitarnos la información disponible. No era mucha, en realidad. Nos dijo entre otras cosas, algunas inaplicables como la referida a la comunicación postal con los alumnos, que, en la apertura de centros nuevos, la imaginación y la implicación de la gente, autoridades y público en general, eran tan importantes como el dinero y las instalaciones. Ahora, cuarenta años después, ya no parece que la imaginación sea lo más valorado por la Universidad.

En el viaje de vuelta pensamos que lo más práctico sería recurrir al patronato provisional, responsable del expediente, presidido por José Garzón y cuyo secretario era el que lo fue del Ayuntamiento, Ramón Salanova, para que se hiciera cargo de la puesta en marcha del Centro, con la ayuda de algún funcionario municipal. Tras la renuncia de Ramón, que había pasado a la Diputación, me hice cargo de la secretaría del Patronato y aquél mismo verano de 1983 empezó, en la Casa de los Argensola y después también en las aulas del antiguo Instituto, la apasionante aventura de la UNED en Barbastro.

Qué aún continúa…

jueves, 25 de mayo de 2023

1953

El tiempo pasa más deprisa a los 70 años que a los 20 por la sencilla razón de que, inconscientemente, comparamos cada intervalo de tiempo con el tiempo vivido o del que tenemos memoria. También porque a los 20 no solemos albergar muchas dudas acerca de que después del año en curso vendrá otro, y otro después y eso hace que veamos con cierta indiferencia el paso del tiempo. Indiferencia que va desapareciendo y que, en torno a los 70 años, se transforma en algo ligeramente parecido a la angustia. A los 70 uno está, le guste o no, en la recta final de la vida, y es mejor hacerse a la idea y llevarlo con paciencia y resignación. O con orgullo y satisfacción, como diría aquél

El caso es que a esta edad ya no es posible ignorar que tenemos un tiempo limitado y que hemos agotado la mayor parte. La cuestión, una vez liberados de obligaciones laborales, es cómo pasar ese tiempo que queda de la mejor manera posible. A la larga, da igual los planes que uno haga, porque la vida y la muerte tienen su propia agenda, pero es posible elaborar proyectos, a corto o medio plazo, de cuyo cumplimiento, como si de un programa electoral se tratara, nadie va a pedirnos cuenta. Por ejemplo, intentar entender la ecuación fundamental de la relatividad general; apuntarse a alguna teoría de la conspiración; releer a Verne, a Nietzsche, a Crompton, a Lope de Vega…; viajar, mientras sea posible; ver viejas películas y cantar, o tararear viejas canciones con viejos o nuevos amigos; recopilar boutades y publicarlas en un blog; charlar al lado del fuego, en un café o debajo de un árbol... o poner una huerta… o cualquier otra cosa. Llevo 905 días ininterrumpidos, hasta ahora, aprendiendo alemán. Empecé para comunicarme con una clínica de Frankfurt en la que, finalmente, prefirieron ignorar mi esfuerzo y hablar en español. Ahora que mi nivel es ya bastante razonable, no me planteo dejarlo, pero tampoco llegar mucho más lejos. ¿Para qué?

Pues para ir pasando el tiempo. Sin agobios. Sin prisa. Tampoco el tiempo tiene prisa y a los 70 aún podemos permitirnos ir despacio. Pero eso no quiere decir que el tiempo nos olvide y de vez en cuando un tumor aquí o allá, el retorno de alguna afección infantil casi olvidada, una gripe mal llevada o una caída de la bicicleta o por una escalera, nos hace avanzar un poco más deprisa y nos recuerda que, en realidad y comparado con cómo acabaremos estando, antes estábamos perfectamente. Esa es la idea. Estábamos ayer, con una alta probabilidad, mejor que hoy y mejor de lo que estaremos en cualquier tiempo por venir.

A los 70 años el entorno más familiar, aquel en el que uno se ha movido con cierta comodidad, empieza a desdibujarse. La muerte de los padres, generalmente traumática, suele poner de manifiesto dos cosas: que morir no es fácil, ni para el que se muere ni para los que, provisionalmente, se quedan, y que entre la muerte y uno mismo ya no queda nadie. Los amigos van desapareciendo, despacio al principio y más deprisa después, muchos de los teléfonos que te han facilitado la vida ya no están operativos o no los cogen cuando llamas y tú mismo te vas volviendo transparente… No es una sensación desagradable, pero sí un poco extraña al principio. Empieza uno a ver la vida, y la vida a verle a uno, con una cierta distancia. Eres parte del pasado y también de un presente que puede alargarse. Pero no del futuro.

Ser consciente de esto no es un obstáculo para sobrevivir. Todo lo contrario. Sobrevivir y vivir con relativa intensidad el presente, es, a partir de los setenta, cuestión de salud, de compañía y de suerte. Pero también de voluntad y de capacidad de adaptación. Y de paciencia. Supongo.

Enviado a ECA 26/5/2023