Desde que cumplió los
setenta años vivía con la sensación de
estar haciendo cosas por última vez. Algunas ya habían quedado atrás para
siempre: charlar con amigos hasta altas horas de la mañana en torno a una botella de vino; pasear por la playa; visitar alguna de sus ciudades fetiche, como
Barcelona, Londres o París, que —pensaba con una mezcla de nostalgia y desdén—
ya no son lo que fueron; o enredarse en discusiones políticas sin sentido. Esto
último, sobre todo, porque creía haber alcanzado algo parecido a la ataraxia
—así la llamaba él—, un estado en el que la opinión ajena, que nunca le había
interesado demasiado, había dejado de importarle casi por completo.
Las dificultades que
tenía para moverse, incluso con apoyo, eran cada vez más evidentes. Ciertos
desplazamientos, antes habituales, se habían convertido en excepcionales, y en
muchos casos estaban ya descartados. No siempre recordaba la última vez que
había hecho algo, pero podía precisar, por ejemplo, la última vez que estuvo
en una iglesia: el día del entierro de J; o la última vez que confió
ciegamente en alguien, o que vio de cerca el mar. Algunas de esas últimas veces
seguían el curso natural de la vida; otras nacían de decepciones; y otras —las
que más le inquietaban— tenían que ver con limitaciones físicas, más irritantes
todavía porque, por el momento, conservaba intactas, o eso creía él, sus facultades mentales. Ir
en bicicleta, por ejemplo, había dejado de ser posible hacía ya tiempo: faltaban la fuerza para superar las cuestas y, sobre todo, el equilibrio, cada vez más
precario, que podía perderse en cualquier momento.
Últimamente estaba obsesionado con una posible última vez relacionada con una de sus
pasiones: los libros. Su mujer y él habían reunido con los años una buena biblioteca. Más de 5.000 libros repartidos en
distintas ubicaciones, más o menos accesibles, aunque alcanzar los ejemplares de las baldas más altas empezara ya a ser
problemático.
El caso es que pensaba seguir subiendo y bajando mientras pudiera y dejarlo solo cuando fuera imposible. La cuestión estaba en si la
constatación de esa imposibilidad llegaría antes o después de un accidente
grave. Y en eso, y en lo inexorable de la ley de la gravedad, estaba pensando cuando, tras perder el apoyo de la
barandilla, bajó -por última vez, con la cabeza por delante y a
una velocidad que le sorprendió- al nivel inferior de la vieja biblioteca.