En marzo de 2012 escribí un texto sobre el Peak Oil
cuando el Brent cotizaba a 125 dólares el barril. Advertía sobre la caída de
stocks en Europa, la insostenibilidad del modelo energético y la ceguera
política deliberada. Mi diagnóstico entonces era sombrío, pero aparentemente
claro: la contracción de la oferta de petróleo convencional dispararía los
precios y colapsaría el sistema. Trece años después, el Brent cotiza en torno a
los 59 dólares. Menos de la mitad.
El error no estuvo en el diagnóstico estructural—el petróleo
convencional efectivamente entró en declive terminal—sino en asumir rigidez
donde hubo elasticidad. El sistema respondió de tres formas que no fui capaz de
anticipar:
Primero, el fracking estadounidense actuó como colchón
temporal, inundando el mercado con petróleo no convencional carísimo pero
funcional mientras los precios se mantuvieron altos. Es insostenible (los pozos
se agotan en 2-3 años versus 20-30 de yacimientos convencionales) pero retrasó
la crisis.
Segundo, la demanda no creció como se esperaba. China
desaceleró estructuralmente, Europa se empobreció, y la electrificación del
transporte avanzó más rápido de lo previsto. El colapso vino por el lado de la
demanda, no de la oferta.
Tercero, la OPEP perdió disciplina. La supresión de las
cuotas que hasta entonces limitaban la producción generó una carrera a la baja
suicida que aún mantiene los precios deprimidos pese a la escasez estructural.
El Peak Oil llegó, como se esperaba, pero su manifestación
no fue la espiral inflacionaria que yo anticipaba sino algo más insidioso: una
economía tan debilitada que no puede pagar ni siquiera el petróleo abundante.
Precios bajos en un contexto de decadencia, no de colapso súbito. El cadáver
sigue caminando.
Establecer cuáles de estos factores son coyunturales y
cuáles han llegado para quedarse es ahora la pregunta clave. La electrificación
del transporte parece estructural e irreversible, aunque traslada el problema
energético sin resolverlo. El agotamiento del petróleo convencional también lo
es. El cambio demográfico en Europa, China y Japón reduce el consumo energético
de forma permanente.
Pero el fracking es un parche temporal. La indisciplina de
la OPEP es geopolítica reversible. Y el estancamiento económico plantea la
cuestión fundamental: ¿es coyuntural o marca el límite estructural del
crecimiento?
La pregunta decisiva es si una economía de servicios de baja
intensidad energética es realmente sostenible o si la supuesta
"desmaterialización" es solo un espejismo. Porque una economía de
servicios sigue necesitando infraestructura física, agricultura intensiva,
logística y centros de datos que consumen energía de una manera brutal. Europa
ha externalizado la parte intensiva en energía a China y parece pretender que
eso no cuenta.
Y aquí emerge el fenómeno más inquietante: Europa se
comporta ya como país en desarrollo antes incluso de dejar de parecer
industrializada. Hemos adoptado voluntariamente el papel de periferia
extractiva.
Aragón, región no excedentaria ni en agua ni en energía,
atrae fábricas de baterías chinas y centros de datos americanos. Se vende como
"reindustrialización" cuando es exactamente lo contrario: asumir
costes ambientales (agua escasa, presión sobre la red eléctrica) a cambio de
migajas de empleo precario mientras el valor lo capturan corporaciones extranjeras.
Europa importa industria sucia de otros en las mismas condiciones que
históricamente impuso a su periferia colonial.
Hemos cerrado nuestra industria—costosa, regulada,
sindicalizada—antes de tener alternativa, y ahora aceptamos la de otros en
peores condiciones. Competimos como regiones empobrecidas ofreciendo más
subsidios, más recursos naturales baratos, menos controles. Sin haber siquiera
disfrutado de la bonanza que los países en desarrollo al menos tuvieron cuando
sus materias primas valían algo.
La clave para entender este proceso es reconocer que las
élites son globales, no nacionales. No hay "élites europeas"
compitiendo con "élites chinas". Hay una élite transnacional que
opera por encima de los estados, extrayendo valor donde sea más conveniente:
deslocalizando fábricas europeas a China cuando convenía, trayendo fábricas
chinas a Aragón cuando conviene, agotando acuíferos para centros de datos donde
sea rentable.
Para esta élite, Europa no es "su casa", algo a
preservar, sino un activo más a explotar. Los costes se externalizan a las
poblaciones locales. Los beneficios se internalizan en paraísos fiscales. Los
políticos son meros gestores locales de intereses globales, preocupados solo
por mantener la franquicia electoral mientras administran el desmantelamiento.
Si las élites son globales y las poblaciones locales (cada
vez más inmóviles, envejecidas, empobrecidas), no parece que haya un mecanismo
democrático que pueda revertir esto. Votar a otros gestores no cambia nada si
todos administran los mismos intereses. Y cualquier intento de soberanía
nacional se estrella contra la realidad de que ya no controlamos ni nuestra
cadena de suministro ni nuestra energía ni nuestra tecnología.
China necesita cada vez menos a Europa. Europa necesita cada
vez más a China. Seguiremos siendo relevantes solo mientras podamos pagar por
lo que nos venden. Nada más. Cuando no podamos pagar —cada vez fabricamos
menos, el turismo tiene límites, y la IA sustituye nuestros servicios—la
transición puede ser traumática.
El Peak Oil que anticipaba en 2012 se ha transformado en
algo más peligroso: un Peak Europa. Y para eso no parece haber fracking a la
vista.