Hay, al menos, dos hipótesis posibles —y no necesariamente
excluyentes— para interpretar el momento presente. La primera es que esta
civilización ha entrado en una fase avanzada de colapso sistémico. La segunda
que nos encontramos en medio de una transformación estructural acelerada,
gestionada por formas de poder difusas y reforzada por desigualdades crecientes
en el acceso a la información, los recursos y la toma de decisiones.
La hipótesis del colapso se justifica por una constatación
histórica y ecológica: los sistemas complejos, cuando alcanzan niveles
excesivos de rigidez, interdependencia y sobreexplotación del entorno, tienden
al deterioro, provocado, según Joseph Tainter, por “la disminución del
rendimiento marginal de la complejidad”. Es decir, que su inevitable incremento
ya no resuelve problemas, sino que los agrava. Ejemplos como el Imperio romano,
la civilización mesopotámica o los mayas ilustran cómo la pérdida de legitimidad
institucional, el aumento de la desigualdad y la incapacidad de adaptación
desencadenaron desenlaces críticos.
Desde esta perspectiva, fenómenos como el progresivo
deterioro de los servicios sanitarios locales, la crisis energética —de la que el
apagón generalizado del 28 de abril, aún sin explicación, es solo un aviso—, el
descrédito de las instituciones democráticas, evidenciado por el intercambio
permanente de descalificaciones entre representantes políticos, o la
devastación ambiental reflejada en incendios e inundaciones cada vez más
violentos e incontrolables y en la deficiente respuesta gubernamental a
esos fenómenos no serían anomalías, sino síntomas tangibles de una civilización
en fase de agotamiento.
Pero hay también otra lectura, complementaria, que sugiere
que algunas de estas tensiones están siendo gestionadas —aunque no
necesariamente provocadas— para facilitar transformaciones de fondo. No se
trata de postular conspiraciones, sino de admitir que ciertos mecanismos de
gobierno operan al margen del debate público. Es lo que Naomi Klein definió
como “la estrategia del shock”: aprovechar momentos de crisis para imponer
reformas estructurales difíciles de justificar en condiciones de normalidad.
Aunque su análisis se centra en el neoliberalismo contemporáneo, la historia
muestra que ciertos acontecimientos traumáticos —como la derrota de Rusia en la
Primera Guerra Mundial o el colapso económico en Alemania tras el Tratado de
Versalles y el crack del 29— generaron vacíos de legitimidad que facilitaron el
ascenso de formas autoritarias de gobierno. No fueron estrategias deliberadas,
pero sí ejemplos de cómo el desorden puede allanar el camino a transformaciones
profundas sin participación democrática.
En contextos de crisis prolongada como el actual, es común
atribuir el deterioro institucional y social a la mediocridad, la incompetencia
y la corrupción de quienes ocupan posiciones de poder. Sin embargo, esta
lectura personalista —aunque emocionalmente comprensible— resulta insuficiente
si se quiere comprender la magnitud de los procesos en curso. La persistencia y
ubicuidad de políticos ineficaces, ignorantes y abiertamente corruptos no es
necesariamente un fallo del sistema sino, a veces, una manifestación coherente
con su lógica de funcionamiento en fase de disolución o reconfiguración. En
estructuras dominadas por incentivos perversos, opacidad decisoria y
deslegitimación ciudadana, la mediocridad y el oportunismo no son disfunciones:
son adaptaciones. La falta de visión estratégica, la polarización estéril y la
incapacidad de generar horizontes colectivos pueden interpretarse, entonces, no
como anomalías individuales, sino como síntomas de una arquitectura
institucional que ha dejado de premiar la competencia, la responsabilidad o la
deliberación democrática.
El reto, entonces, es intentar identificar las fuerzas que
están actuando mientras el sistema se descompone o se transforma. Porque si la
crisis no es un accidente sino una herramienta, y si la ineficiencia es
funcional al desorden, entonces lo que está en juego no es la restauración del
orden anterior, que ya no parece posible y quizá tampoco sea deseable, sino la
disputa por lo que vendrá. La pregunta no es si volveremos a la normalidad,
sino qué tipo de orden emergerá del caos actual.
Enviado a ECA 28 nov. 2025


