En la mesa más apartada del viejo café discutíamos acerca de la viabilidad del modelo capitalista de sociedad, el único, dije al introducir el tema, que ha sobrevivido al convulso siglo XX. Alguien aventuró que el modelo chino también lo había hecho y de forma espectacular, para admitir, después de una breve disputa, que China es un país tan capitalista como Estados Unidos. Su economía funciona con lógica de mercado, aunque el país esté gobernado por un régimen de partido único que mantiene, por conveniencia política, la etiqueta comunista.
Un elemento clave del modelo en la actualidad es la
omnipresencia de las redes sociales, cuya influencia podría matizarse —o
intensificarse— con la eclosión de la inteligencia artificial generativa (IAG)
que, se quiera o no, ya forma parte del debate. Además, dijo otro, las redes
sociales, aunque hay quien las considera una alternativa política a los
actuales sistemas de representación, son sobre todo recursos del sistema. Tanto
es así, convine, que su supervivencia está condicionada a su rentabilidad
económica y, en el caso de la IAG, a su consolidación como herramienta insustituible
mediante la creación y mantenimiento de un público cautivo.
A alguien le pareció sorprendente la velocidad con la que se está produciendo la penetración de la IA, que no tiene comparación, dijo, con la de cualquier otra herramienta informática desplegada hasta la fecha. Eso puede atribuirse, convinimos, a que se trata de una tecnología cuya principal característica no es la inteligencia —algo que ya exhibían, desde hace tiempo, los sistemas dedicados al análisis de datos y la toma de decisiones en el ámbito industrial— sino el hecho de que habla y es, por tanto, capaz de comunicarse, en lenguaje natural y con fluidez, con cualquiera, independientemente de su formación, ideología o idioma.
Después se mencionó que hoy compiten más de veinte modelos
de IAG por la captación de ese mercado cautivo. El procedimiento para imponerse,
salvo por cuestiones de escala, accesibilidad y precio, podría ser similar al
que utilizó Microsoft en los 80 y 90 para imponer primero DOS y luego Windows:
una suscripción gratuita, complementada con mejoras considerables para los
usuarios de pago, que acaba generando una dependencia creciente, capaz de
enganchar y moldear el pensamiento de un público cada vez más amplio.
Claro que, se dijo, Windows y DOS eran,
comparativamente, inofensivos. Su precio y su costo operacional eran muy
inferiores y siempre existía la posibilidad —más bien la obligación— de tener
una copia local a la que recurrir. Con la IA eso no existe. La infraestructura
necesaria para entrenar y ejecutar un modelo está al alcance de unas pocas
grandes empresas. Las excepciones —como Llama o Mistral— existen, pero sus
resultados son limitados. Con Windows uno tenía la aplicación. Ahora sólo tiene
el acceso y no hay copia local a la que volver si tu proveedor corta el acceso
al sistema. Windows era, en alguna medida, prescindible. En los años 80 una
máquina de escribir y una calculadora podían salvarte el día. La IA generativa no
tendrá alternativa en un futuro previsible y está contribuyendo, como pocas
antes, a la expansión del poder corporativo de algunas empresas tecnológicas.
Finalmente convinimos en que la combinación de las
redes sociales con la posibilidad que ofrece la IAG de asumir el papel de un
erudito siendo un imbécil, o de crear con poco esfuerzo imágenes y sonidos que
representen situaciones creíbles ha llevado nuestro gastado sistema y su
representación virtual a los límites de la realidad. Posiblemente los haya
sobrepasado con creces, y la ficción domine ya el escenario, pero el poder del
dinero —el capital— real o imaginario, sigue siendo la clave de bóveda de todo
el sistema.
Hablando, hablando, nos dieron las ocho de la
tarde. Al salir pagamos con el móvil.
Enviado a ECA 31oct2025


