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martes, 5 de agosto de 2025

Últimas veces

Desde que cumplió los setenta años vivía con la sensación de estar haciendo cosas por última vez. Algunas ya habían quedado atrás para siempre: charlar con amigos hasta altas horas de la mañana en torno a una botella de vino; pasear por la playa; visitar alguna de sus ciudades fetiche, como Barcelona, Londres o París, que —pensaba con una mezcla de nostalgia y desdén— ya no son lo que fueron; o enredarse en discusiones políticas sin sentido. Esto último, sobre todo, porque creía haber alcanzado algo parecido a la ataraxia —así la llamaba él—, un estado en el que la opinión ajena, que nunca le había interesado demasiado, había dejado de importarle casi por completo.

Las dificultades que tenía para moverse, incluso con apoyo, eran cada vez más evidentes. Ciertos desplazamientos, antes habituales, se habían convertido en excepcionales, y en muchos casos estaban ya descartados. No siempre recordaba la última vez que había hecho algo, pero podía precisar, por ejemplo, la última vez que estuvo en una iglesia: el día del entierro de J; o la última vez que confió ciegamente en alguien, o que vio de cerca el mar. Algunas de esas últimas veces seguían el curso natural de la vida; otras nacían de decepciones; y otras —las que más le inquietaban— tenían que ver con limitaciones físicas, más irritantes todavía porque, por el momento, conservaba intactas, o eso creía él, sus facultades mentales. Ir en bicicleta, por ejemplo, había dejado de ser posible hacía ya tiempo: faltaban la fuerza para superar las cuestas y, sobre todo, el equilibrio, cada vez más precario, que podía perderse en cualquier momento.

Últimamente estaba obsesionado con una posible última vez relacionada con una de sus pasiones: los libros. Su mujer y él habían reunido con los años una buena biblioteca. Más de 5.000 libros repartidos en distintas ubicaciones, más o menos accesibles, aunque alcanzar los ejemplares de las baldas más altas empezara ya a ser problemático.

El verdadero desafío estaba en la biblioteca principal, instalada en una gran habitación abuhardillada, con estanterías en dos niveles unidos por una estrecha escalera de madera. Cuando se construyó, hacía más de treinta años, el conjunto parecía útil y, sobre todo, espectacular. Esto último lo seguía siendo, pero la pendiente de la escalera vista desde arriba resultaba ahora amenazadora. Sabía que llegaría el día en que tendría que subirla y bajarla por última vez. La subida, y sobre todo la bajada, eran ya un riesgo, pero admitir que no volvería a acceder a una parte de sus libros le producía una sensación desagradable. Y eso que estaba convencido de que, cuando él y su mujer no estuvieran, toda su biblioteca acabaría, sin ceremonias ni homenajes, en uno de esos mercadillos de segunda mano que, no sin cierta sensación de lástima, habían visitado en alguna ocasión.

El caso es que pensaba seguir subiendo y bajando mientras pudiera y dejarlo solo cuando fuera imposible. La cuestión estaba en si la constatación de esa imposibilidad llegaría antes o después de un accidente grave. Y en eso, y en lo inexorable de la ley de la gravedad, estaba pensando cuando, tras perder el apoyo de la barandilla, bajó -por última vez, con la cabeza por delante y a una velocidad que le sorprendió- al nivel inferior de la vieja biblioteca.




viernes, 23 de agosto de 2024

Feliz cumpleaños.

Envejecer es, en el mejor de los casos, incómodo. Envejecer con problemas de movilidad aún más. Con alguna enfermedad grave, un tumor en la vejiga por ejemplo, las molestias pueden alcanzar proporciones considerables. No obstante, la vida puede seguir siendo interesante. Y los 71 años un observatorio privilegiado, tanto de lo acontecido como de lo que está por venir. Un lugar desde el que mirar al mundo con una cierta distancia, compatible con la sensación de 'déjà vu'. También con la de que, cuando las cosas se pongan mal y haya que pedir la cuenta, la salida no será sino la lógica e inevitable consecuencia de haber llegado al final del camino.

martes, 19 de septiembre de 2023

Comentario de Ildefonso García Serena al artículo Conos de Vida

 

09 OCTUBRE 2023

Mi gozo en un pozo. Después de un pesado viaje de regreso de vacaciones, por fin llegué a mi casa. Abrí el buzón del correo y allí estaban los últimos ejemplares atrasados de El Cruzado. Los puse en la mesilla de noche para leerlos antes de dormir esperando relajarme.

Pero el número 5.265 venía cargado con una página de opinión que me alejó del sueño. Era un artículo de mi buen amigo el profesor Carlos Gómez en el que describe una metáfora: dos conos unidos por sus bases, ilustrados con un dibujo en azul y rojo con las misteriosas palabras “entrada y salida”.

Pensé que sería una simpática idea, muy propia del matemático que es Carlos, y acerté; pero a medida que leía, comprendí que él estaba hablando de nuestras vidas mortales que comienzan y luego se ensanchan hacia su mitad para luego caer aceleradamente hasta ser expulsadas del inferior. Ni el dibujo ni la geometría habían sido nunca mi fuerte, pero aun así había podido captar el concepto en todos sus matices. ¡Y no solo el concepto!

Vale la pena y mucho, amigo lector o lectora recuperar ese artículo de septiembre, ¿A qué se parece la vida? –y volver a leerlo– para gozar de la belleza poética del texto alegórico, tomando figuras de la Física (velocidad de caída, tiempo, opacidad, ascenso y descenso) y de la Geometría (vértices, perímetros, círculos, alturas…) unidas todas en un baile en el que Conocimiento y la Literatura se dan hábilmente la mano para describir nada menos que el proceso de la existencia humana. Era una descripción exacta.

Yo ya sabía que el segundo tiempo de la vida corre más rápido que el primero, pero a pesar de ello, esa noche tardé en dormirme. No por miedo, sino porque hasta ahora nadie me había explicado la vida tan bien y con tanta hermosura geométrica. Al final de su artículo aclaraba que ese día no estaba de humor para hablar de cosas como fútbol femenino, sainetes políticos o catástrofes, lo que se entiende muy bien, vista la actualidad. Pero precisamente porque estas banalidades son la sal de la vida, deberíamos pedirle a don Carlos que no deje de escribir sobre sus metáforas, los conos de la vida.

No sé por qué, a mí se me antojaron hechos de una hojalata bruñida, reluciente, pintados de azul y rojo, con muchas cosas dentro, buenas y malas, y algunos pocos granos de sal que hacen que nuestra existencia fugaz no sea tan aburrida. Que así sea.

lunes, 18 de septiembre de 2023

¿A qué se parece la vida?

El transcurso de la vida, metafóricamente hablando, claro, podría asimilarse al movimiento a través del interior de dos conos unidos por sus bases. Una figura, fácil de imaginar, mantenida en posición vertical por un eje que pasa por los vértices. Uno entra en la vida por el vértice superior para encontrarse con un panorama más bien limitado. Algo que anticipa una vida dedicada al descubrimiento constante. Vive, durante un tiempo, en los primeros y estrechos círculos de la parte superior de este cono, rodeado, en condiciones normales, de unos niveles de protección que le ayudarán a llegar al año 10 y sucesivos, hasta alcanzar niveles de autonomía suficientes. Se mantendrá en el cono superior, girando en espiral hacia la base, durante cuarenta años. También con suerte. Se puede salir antes, voluntariamente o por causas externas, pero es prácticamente imposible mantenerse más tiempo en las condiciones exigidas por este cono y totalmente imposible rectificar el sentido de la marcha y volver a subir. A medida que uno desciende hacia la base el panorama se ensancha e incluso se pueden ensayar diferentes velocidades de desplazamiento, siempre de arriba abajo, por supuesto, y paradas técnicas o para contemplar el paisaje, aunque permanecer más tiempo en un círculo obliga a saltarse, más tarde, algunos otros. En este cono el tiempo de permanencia está estrictamente limitado.

Vista desde el cono superior, la superficie que separa los conos es opaca. Se sabe que hay algo más allá pero no se sabe muy bien lo que es ni tampoco importa demasiado. La permanencia en el cono superior es demasiado exigente como para dedicarle tiempo a otras cosas. En el momento de cruzar el límite y pasar al cono inferior, la superficie de separación se vuelve transparente. Mirando en dirección opuesta aparece, algo alejado de momento, el vértice del segundo cono, la salida. Estamos ahora en la parte más ancha de la figura, en la que podemos tener la ilusión de permanecer algún tiempo, antes de reanudar el descenso. Aún podemos ver la parte del cono superior, de la que nos estamos alejando para siempre. Los últimos 20 años del cono superior y los primeros 20 del inferior parecen guardar entre sí una estrecha relación que ya no existe para años anteriores ni existirá para los posteriores. Durante algún tiempo, esos cuarenta años parecen ser toda la historia. Al final del período empieza a ser evidente que también, como los 10 o 20 primeros, esa parte de la historia va a llegar a su abrupto final. Y también que esa parte tiene la misma importancia que tuvieron las anteriores aunque, probablemente, menos de la que tendrá la última.

En este segundo y último cono parece posible, en ocasiones, reducir la velocidad de descenso, porque la distancia al vértice inferior, al contrario de lo que ocurría con el superior, es una variable multifactorial que puede verse afectada tanto en el sentido de alejar como de acercar el vértice. A los 70 años, la edad de un amigo, el vértice puede estar a 1, 5,10, 20, 30 o más años. Ya en la parte inferior de este cono, las circunstancias empiezan a parecerse a las existentes en la parte superior del primero. Los círculos se estrechan y pasan cada vez más deprisa y la movilidad disminuye. Los recursos, in crescendo al salir del vértice superior, se van agotando al llegar al inferior. Tanto en un cono como en el otro el sentido de la marcha es de arriba abajo y la velocidad aparente cada vez mayor. El paso por el último o los últimos círculos puede ser un poco molesto, pero, en cualquier caso, la salida está garantizada. Que encontremos, o no, algo una vez fuera ya es una cuestión de fe.

Enviado a ECA 13092023

jueves, 25 de mayo de 2023

1953

El tiempo pasa más deprisa a los 70 años que a los 20 por la sencilla razón de que, inconscientemente, comparamos cada intervalo de tiempo con el tiempo vivido o del que tenemos memoria. También porque a los 20 no solemos albergar muchas dudas acerca de que después del año en curso vendrá otro, y otro después y eso hace que veamos con cierta indiferencia el paso del tiempo. Indiferencia que va desapareciendo y que, en torno a los 70 años, se transforma en algo ligeramente parecido a la angustia. A los 70 uno está, le guste o no, en la recta final de la vida, y es mejor hacerse a la idea y llevarlo con paciencia y resignación. O con orgullo y satisfacción, como diría aquél

El caso es que a esta edad ya no es posible ignorar que tenemos un tiempo limitado y que hemos agotado la mayor parte. La cuestión, una vez liberados de obligaciones laborales, es cómo pasar ese tiempo que queda de la mejor manera posible. A la larga, da igual los planes que uno haga, porque la vida y la muerte tienen su propia agenda, pero es posible elaborar proyectos, a corto o medio plazo, de cuyo cumplimiento, como si de un programa electoral se tratara, nadie va a pedirnos cuenta. Por ejemplo, intentar entender la ecuación fundamental de la relatividad general; apuntarse a alguna teoría de la conspiración; releer a Verne, a Nietzsche, a Crompton, a Lope de Vega…; viajar, mientras sea posible; ver viejas películas y cantar, o tararear viejas canciones con viejos o nuevos amigos; recopilar boutades y publicarlas en un blog; charlar al lado del fuego, en un café o debajo de un árbol... o poner una huerta… o cualquier otra cosa. Llevo 905 días ininterrumpidos, hasta ahora, aprendiendo alemán. Empecé para comunicarme con una clínica de Frankfurt en la que, finalmente, prefirieron ignorar mi esfuerzo y hablar en español. Ahora que mi nivel es ya bastante razonable, no me planteo dejarlo, pero tampoco llegar mucho más lejos. ¿Para qué?

Pues para ir pasando el tiempo. Sin agobios. Sin prisa. Tampoco el tiempo tiene prisa y a los 70 aún podemos permitirnos ir despacio. Pero eso no quiere decir que el tiempo nos olvide y de vez en cuando un tumor aquí o allá, el retorno de alguna afección infantil casi olvidada, una gripe mal llevada o una caída de la bicicleta o por una escalera, nos hace avanzar un poco más deprisa y nos recuerda que, en realidad y comparado con cómo acabaremos estando, antes estábamos perfectamente. Esa es la idea. Estábamos ayer, con una alta probabilidad, mejor que hoy y mejor de lo que estaremos en cualquier tiempo por venir.

A los 70 años el entorno más familiar, aquel en el que uno se ha movido con cierta comodidad, empieza a desdibujarse. La muerte de los padres, generalmente traumática, suele poner de manifiesto dos cosas: que morir no es fácil, ni para el que se muere ni para los que, provisionalmente, se quedan, y que entre la muerte y uno mismo ya no queda nadie. Los amigos van desapareciendo, despacio al principio y más deprisa después, muchos de los teléfonos que te han facilitado la vida ya no están operativos o no los cogen cuando llamas y tú mismo te vas volviendo transparente… No es una sensación desagradable, pero sí un poco extraña al principio. Empieza uno a ver la vida, y la vida a verle a uno, con una cierta distancia. Eres parte del pasado y también de un presente que puede alargarse. Pero no del futuro.

Ser consciente de esto no es un obstáculo para sobrevivir. Todo lo contrario. Sobrevivir y vivir con relativa intensidad el presente, es, a partir de los setenta, cuestión de salud, de compañía y de suerte. Pero también de voluntad y de capacidad de adaptación. Y de paciencia. Supongo.

Enviado a ECA 26/5/2023

viernes, 30 de diciembre de 2022

Fin de... año

Vi una película, hace unos días, en la que la protagonista, a causa de un accidente dejaba de envejecer, se veía obligada a cambiar periódicamente de residencia y tenía que hacer pasar a su hija por su madre. Otro accidente devolvió las cosas a la normalidad y la protagonista, una vez localizada la primera cana, se casó con el hijo o el nieto de su primer amor y fueron felices y comieron perdices hasta, esto no salía en la película, pero era obvio, que fallecían y descansaban para siempre. Yo hubiera preferido otro final, pero las películas tienen que acabar en algún momento y no pueden gestionar acontecimientos lineales, así que los guionistas optaron por no complicarse la vida y matar a la protagonista, único final que conservaba el orden natural de las cosas y permitía poner la palabra FIN al cabo de la hora y media o dos que duraba la película.

Porque lo natural, efectivamente, es envejecer, con suerte, y, en todo caso, morirse tras un tiempo razonable. A mí lo de no envejecer me hacía, ya no, claro, cierta ilusión, sobre todo por una interpretación, quizá demasiado literal, del viejo proverbio chino que recomienda sentarse a la puerta de casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo. Pero si uno envejece, a partir de cierta edad lo que ocurre es exactamente lo contrario. Cada vez que pasas por delante de según quien, sobre todo si está sentado en la puerta de su casa, no puedes evitar preguntarte, ¿qué estará esperando este desgraciado?

En fin, bromas aparte, estamos asistiendo al final del año 2022 de la era cristiana y a punto de empezar el 2023. Digo esto, no porque tenga demasiada importancia, sino porque, en tiempos de tanta incertidumbre como los que nos ha tocado vivir, bien está contar con alguna certeza más, además de la apuntada en el párrafo anterior. Al final del verano cualquiera hubiera dicho que el otoño iba a ser poco menos que un anticipo del apocalipsis, con la inflación desbocada, la guerra en Ucrania transmutada en guerra nuclear mundial y la economía occidental definitivamente hundida, víctima de nuestros excesos y de algún error en el suministro de recursos. Evidentemente, las cosas no han ido, aún, por ahí, y los españoles de a pie, esos para los que dice trabajar el presidente del actual gobierno, han salido pitando a las carreteras, estaciones de ferrocarril y aeropuertos para ocupar, según las recurrentes noticias de todos los medios, el 80, 90% y 100% de las plazas disponibles en hoteles, restaurantes y chiringuitos diversos en los pueblos y las ciudades, el mar o la montaña, con la única condición de estar lejos del lugar de residencia habitual.

Mientras llegaban las vacaciones, nuestra esforzada clase política ha dedicado largas jornadas laborales a legislar sobre las cuestiones más pintorescas, la mayoría de las cuales, cosas de la edad y del poco tiempo que probablemente me quede para disfrutar del país que nos están dejando, me importan más bien poco. Quizá lo más sorprendente sea una ley, no recuerdo el nombre, que supera una de las pocas limitaciones impuestas al poder del parlamento británico. Uno de sus viejos manuales sostenía que el parlamento podía hacer cualquier cosa, menos convertir a un hombre en una mujer. Bah, cosas de los ingleses y de la edad media.

Bueno, pues volviendo a lo del final de año, el caso es que parece que los americanos van a intentar volver a la luna y que lo de la fusión nuclear estará listo, ¡sorpresa!, dentro de -otros- 25 años. Mientras tanto, entre Barbastro y Monzón se va a perforar, según publicaba El Periódico del 18 de este mes, una reserva de hidrógeno puro que, por lo visto, ya se descubrió en los años 60 del pasado siglo y que es, naturalmente, la primera de Europa. El 18, sí, no el 28. Tengan un feliz 2023, mantengan un razonable escepticismo, conserven a los amigos que aún les queden y procuren estar a prudente distancia de los que cantan por las mañanas.

Publicado en ECA 30/12/2022 

viernes, 23 de diciembre de 2022

El paso del tiempo

El tiempo pasa, ni despacio ni deprisa, a razón de 60 minutos por hora, de día y de noche, en invierno y en verano. No todo el mundo, sin embargo, y sobre todo, no a todas las edades ni en todas las circunstancias, tiene la misma percepción del paso del tiempo. Mi teoría es que, a falta de una mejor, utilizamos, de manera inconsciente pero precisa, como unidad de medida temporal una parte, proporcionalmente manejable, de lo que percibimos como tiempo transcurrido desde el momento en que adquirimos la consciencia de que el tiempo pasa. La unidad, así definida, es relativamente pequeña en las primeras etapas de nuestra vida y, también relativamente, grande en las últimas. En un año, en un mes, en un verano… cabrán muchas más unidades de los 8 años de edad, que de los 70 y, en consecuencia, en esa primera etapa de la vida el tiempo transcurrido, en un período determinado, es percibido como considerablemente más largo que en la última.