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martes, 17 de diciembre de 2024

Entrevista.

Publicada hace unos años (2009) en un blog sobre energía, hoy desaparecido. La traigo a colación porque poco ha cambiado desde entonces aunque, inexplicablemente, el sistema siga aguantando e incluso presente, a ojos de un observador poco atento, síntomas de recuperación.

Ha escrito usted mucho sobre la crisis energética, la degeneración política y el autoengaño social. ¿Es usted un pesimista?

CG:

No especialmente. Pero menos aún un optimista. Un pesimista cree que todo va a ir mal. Yo me limito a observar que ya ha ido mal. No estoy haciendo predicciones apocalípticas. Solo constato que la política se ha vaciado, que la economía se sostiene sobre humo, y que la energía barata que sostenía todo esto se ha acabado. No es una opinión: son datos.


Pero el estilo de sus textos transmite una forma de escepticismo radical. ¿No hay lugar para la esperanza?

CG:

Claro que hay lugar para la esperanza. Pero no en la política institucional, ni en el mercado, ni en las soluciones milagrosas que se anuncian cada seis meses con nombres distintos. La esperanza, si sirve para algo, debería ayudarnos a mirar con claridad, no a taparnos los ojos. Prefiero la lucidez amarga a la ilusión anestésica.


Usted critica con dureza tanto a la clase política como a los ciudadanos. ¿No teme caer en el cinismo?

CG:

No es cinismo. Es una defensa de la inteligencia. El cinismo es el escepticismo del que no quiere saber. Yo, en cambio, escribo porque creo que todavía hay quien puede —y quiere— entender. No espero una revolución. Me conformo con provocar una sospecha, una grieta en el relato. Un lector que se detenga y diga: “espera, esto no cuadra”. Con eso basta.


¿Qué lugar ocupa el humor en su escritura? A menudo hay sarcasmo, ironía, a veces burla.

CG:

El humor es la única herramienta que le queda al que no tiene poder. Si no puedo impedir que me cuenten cuentos, al menos puedo reírme de los que mienten. Y hacerlos quedar en ridículo. O intentarlo. La política actual es un esperpento. Yo me limito a ponerle un espejo delante.


Usted escribió sobre el “chiste de la senda del crecimiento”. ¿Cree que el crecimiento es un mito?

CG:

No es un mito. Es una necesidad estructural del capitalismo. Si no creces, quiebras. Pero el planeta no crece. Las reservas energéticas no crecen. Los suelos, el agua, el clima... todo eso tiene límites. El crecimiento como principio absoluto es un suicidio lento, y lo peor es que ya ni siquiera funciona. Ahora crecemos en deuda, en desigualdad, en miseria disfrazada de normalidad.


Usted ha hablado del Peak Oil como un hecho consumado. ¿Cree que la sociedad va hacia el colapso?

CG:

No hace falta dramatizar. El colapso no es una explosión. Es un proceso. Ya estamos en él. ¿O no es colapso una sociedad donde millones de personas viven peor que sus padres, trabajan más por menos, y aceptan todo eso como algo inevitable? ¿No es colapso que se debata si el planeta puede sobrevivir a nuestro modo de vida… y se resuelva que no se puede hacer nada, pero que volvamos al consumo con una sonrisa?


¿Qué opina del papel de las energías renovables en este contexto? ¿Cree que son una estafa?

CG:

Las renovables no son una estafa. Pero no son una alternativa completa al sistema fósil. Requieren materiales, infraestructuras, energía previa para obtenerlas. Y sobre todo, no resuelven el problema cultural de fondo: nuestra obsesión por mantener todo tal y como está. No se trata de sustituir una fuente por otra. Se trata de cambiar de vida. Y eso no quiere hacerlo nadie.


¿Y la izquierda? ¿Dónde está en todo esto?

CG:

La izquierda institucional ha asumido los mismos dogmas que la derecha: crecimiento, competitividad, consumo, retórica de la innovación. En lugar de cuestionar el sistema, se ha dedicado a gestionar sus ruinas con lenguaje inclusivo y sonrisas. La izquierda debería incomodar, no gestionar el espectáculo.


¿Por qué sigue escribiendo?

CG:

Por aburrimiento, supongo. Pero también porque alguien tiene que decir que el emperador está desnudo, aunque ya no haya nadie dispuesto a escuchar. Porque si renuncias a la palabra, solo te queda el silencio. Y porque aún no me he rendido. 


 

jueves, 25 de mayo de 2023

1953

El tiempo pasa más deprisa a los 70 años que a los 20 por la sencilla razón de que, inconscientemente, comparamos cada intervalo de tiempo con el tiempo vivido o del que tenemos memoria. También porque a los 20 no solemos albergar muchas dudas acerca de que después del año en curso vendrá otro, y otro después y eso hace que veamos con cierta indiferencia el paso del tiempo. Indiferencia que va desapareciendo y que, en torno a los 70 años, se transforma en algo ligeramente parecido a la angustia. A los 70 uno está, le guste o no, en la recta final de la vida, y es mejor hacerse a la idea y llevarlo con paciencia y resignación. O con orgullo y satisfacción, como diría aquél

El caso es que a esta edad ya no es posible ignorar que tenemos un tiempo limitado y que hemos agotado la mayor parte. La cuestión, una vez liberados de obligaciones laborales, es cómo pasar ese tiempo que queda de la mejor manera posible. A la larga, da igual los planes que uno haga, porque la vida y la muerte tienen su propia agenda, pero es posible elaborar proyectos, a corto o medio plazo, de cuyo cumplimiento, como si de un programa electoral se tratara, nadie va a pedirnos cuenta. Por ejemplo, intentar entender la ecuación fundamental de la relatividad general; apuntarse a alguna teoría de la conspiración; releer a Verne, a Nietzsche, a Crompton, a Lope de Vega…; viajar, mientras sea posible; ver viejas películas y cantar, o tararear viejas canciones con viejos o nuevos amigos; recopilar boutades y publicarlas en un blog; charlar al lado del fuego, en un café o debajo de un árbol... o poner una huerta… o cualquier otra cosa. Llevo 905 días ininterrumpidos, hasta ahora, aprendiendo alemán. Empecé para comunicarme con una clínica de Frankfurt en la que, finalmente, prefirieron ignorar mi esfuerzo y hablar en español. Ahora que mi nivel es ya bastante razonable, no me planteo dejarlo, pero tampoco llegar mucho más lejos. ¿Para qué?

Pues para ir pasando el tiempo. Sin agobios. Sin prisa. Tampoco el tiempo tiene prisa y a los 70 aún podemos permitirnos ir despacio. Pero eso no quiere decir que el tiempo nos olvide y de vez en cuando un tumor aquí o allá, el retorno de alguna afección infantil casi olvidada, una gripe mal llevada o una caída de la bicicleta o por una escalera, nos hace avanzar un poco más deprisa y nos recuerda que, en realidad y comparado con cómo acabaremos estando, antes estábamos perfectamente. Esa es la idea. Estábamos ayer, con una alta probabilidad, mejor que hoy y mejor de lo que estaremos en cualquier tiempo por venir.

A los 70 años el entorno más familiar, aquel en el que uno se ha movido con cierta comodidad, empieza a desdibujarse. La muerte de los padres, generalmente traumática, suele poner de manifiesto dos cosas: que morir no es fácil, ni para el que se muere ni para los que, provisionalmente, se quedan, y que entre la muerte y uno mismo ya no queda nadie. Los amigos van desapareciendo, despacio al principio y más deprisa después, muchos de los teléfonos que te han facilitado la vida ya no están operativos o no los cogen cuando llamas y tú mismo te vas volviendo transparente… No es una sensación desagradable, pero sí un poco extraña al principio. Empieza uno a ver la vida, y la vida a verle a uno, con una cierta distancia. Eres parte del pasado y también de un presente que puede alargarse. Pero no del futuro.

Ser consciente de esto no es un obstáculo para sobrevivir. Todo lo contrario. Sobrevivir y vivir con relativa intensidad el presente, es, a partir de los setenta, cuestión de salud, de compañía y de suerte. Pero también de voluntad y de capacidad de adaptación. Y de paciencia. Supongo.

Enviado a ECA 26/5/2023

jueves, 27 de septiembre de 2018

Equinoccio de Otoño

El caos no es una opción, es una consecuencia de las leyes de la física. Hacia allí vamos, como individuos pero también como especie, nosotros y nuestro habitat, el planeta que nos acoge, probablemente a pesar suyo y la estrella que nos alumbra. Todo a su debido tiempo, claro, pero, de momento, el Sol se va a poner por el mismo sitio que el año pasado en esta misma fecha, unos pocos grados al norte de El Pueyo, visto desde mi casa. Claro que subir la escalera y sobre todo bajarla me ha costado un poco más que la última vez y no estoy tan seguro como lo estaba el año pasado de que pueda volver a tomar esta foto el año que viene. Aunque tampoco tiene mucha importancia. En eso, al menos, no se esperan grandes, ni pequeños, cambios.

martes, 12 de mayo de 2015

El verdadero espíritu democrático, revisitado.

Estamos a poco menos de dos semanas de las elecciones municipales y regionales —o autonómicas, que viene a ser lo mismo—. Lo que más se oye, y se lee, es a gente que se lamenta de que, en tal o cual municipio o región, vaya a salir elegido, de nuevo, tal o cual partido o candidato, a pesar de las abrumadoras evidencias en su contra y de la más que cuestionable ética, y nula estética, de su comportamiento. A mí estos lamentos me hacen cierta gracia, porque suelen venir acompañados de protestas en favor de la democracia como remedio a todos los males que nos aquejan. Más democracia, suelen decir, y algunos claman también por más política, más Europa o más de cualquier otra cosa que parezca tener virtudes terapéuticas.

Pues bien, la democracia consiste, precisamente, en respetar escrupulosamente la voluntad popular en la forma en que se manifiesta en lo que llamamos elecciones. Y esto parece que lo hagamos más por imperativo legal y por falta de recursos para hacer lo contrario que por verdadera convicción democrática. Y si no nos gusta la alcaldesa de Valencia, por ejemplo, o la candidata —frustrada, por ahora— a presidir Andalucía, o estamos hartos de ver siempre las mismas caras aquí y allá, pues estaremos equivocados, porque resulta que eso, y no otra cosa, es lo que quiere la mayoría. Y punto.

Y la política —que no tiene mucho que ver con la democracia, ni tampoco con los más desfavorecidos, uno de los mantras de moda, o con lo que realmente necesitan los españoles (algo que todos los políticos creen saber)— consiste en resolver un problema irrelevante en la situación actual del ecosistema terrestre, pero, para los afectados, capital. Se trata, claro, de decidir cuál de los distintos partidos en liza va a disfrutar de los privilegios del poder durante los próximos años, y de tal manera que parezca que eso lo decidimos entre todos, votando. Ese, y no otro, es el objetivo de las elecciones, en las que, en realidad, hacemos poco más que ratificar lo ya elegido por las cúpulas de los distintos partidos.

Cada cuatro años, más o menos, somos llamados a lo que los más cursis llaman "la fiesta de la democracia", e invitados a escoger, de entre unas cuantas, una papeleta con un conjunto inalterable de nombres y depositarla en una urna. Nombres entre los que, de acuerdo con un algoritmo previamente pactado, se repartirán los puestos disponibles. Hecho esto —poner la papeleta en la urna— nuestra participación, que será convenientemente destacada como muestra inequívoca de espíritu democrático, habrá dejado de ser necesaria y, desde luego, conveniente. Podremos, eso sí, jalear o criticar al poder en tertulias debidamente controladas y en tabernas, lo que tendrá el efecto de reducir la presión cuando esta devenga excesiva, pero sin pretender nada más, y mucho menos ningún tipo de participación ulterior en las decisiones que hayan de tomarse por nuestro bien.

El poder será ejercido —en nuestro nombre, por supuesto— por los elegidos, que dispondrán, durante años, si lo hacen con la debida discreción y procurando no meter mucho la pata ni llamar excesivamente la atención, de los recursos comunes en su propio beneficio y en el de los que ellos consideren conveniente. Eventualmente, algunos se pasarán de la raya y tratarán de acaparar más de lo que un entorno de recursos limitados y las tragaderas del común permiten. Como consecuencia, el sistema entrará en crisis de cuando en cuando, y la gente se sorprenderá —o fingirá que se sorprende— al descubrir sus perversiones. El sistema, a su vez, aparentará estar compungido y arrepentido, se purgará, pero poco, de los más notorios descarriados, y todo volverá, al cabo de poco tiempo, a ser lo que era. Y así, hasta que la burra ya no dé suficiente leche y haya que resolver las cosas de otra manera.

Pero —como no dejarán de recordarnos en otra de esas impagables frases hechas, como esta atribuida a W. Churchill— la democracia es el peor de los sistemas, descartados todos los demás. Chúpate esa.

lunes, 4 de marzo de 2013

Todo va a ir... ¿mejor?

Hace unos años, tres o cuatro, surgió en España una curiosa iniciativa para salir de la crisis, impulsada por las Cámaras de Comercio, el Banco de Santander y Telefónica, entre otros, que constituyeron para llevarla a cabo la denominada Fundación Confianza. La iniciativa, que contaba con el apoyo del gobierno socialista y en consecuencia, también con la firme desaprobación del Partido Popular, entonces en la oposición,  cristalizó en una página web estosololoarreglamosentretodos.com en la que la se contaban historias edificantes, de superación y emprendimiento y se recogían adhesiones para devolver a los ciudadanos la confianza en nuestro país y sacarlo de la crisis. Unos pocos miles de personas mostraron su aprobación en el apartado correspondiente y unas pocas docenas escribieron en el sitio sus historias ejemplares, pero la iniciativa se apagó rápida y silenciosamente y ni de la página ni de la Fundación queda hoy el menor rastro. La iniciativa puede parecer, ahora, una tontería, pero eran tiempos en los que el entonces presidente del gobierno, Sr. Zapatero, solía decir que el pesimismo no creaba puestos de trabajo. Cabe suponer, a sensu contrario, que el buen hombre creía que el optimismo sí que los creaba pero eso no llegó a decirlo.

El conflicto entre optimistas y pesimistas, que se autodenominan realistas, es viejo y en España, supongo que también en otros países, el gobierno suele ver la realidad con optimismo, en la medida en que considera necesario aparentar que hay alguna relación causal entre esa realidad y su acción política, mientras que la oposición suele ser pesimista por las mismas razones. El optimismo, sin embargo, solía gozar, hasta no hace mucho, de mayor predicamento entre la gente que el pesimismo y no son pocos los que aún parecen creer que una visión optimista de la realidad tiene sobre ella efectos benéficos y también que los optimistas gozan, en general, de una vida más larga y saludable que los cenizos, que es la forma popular de designar a los pesimistas. Sin embargo y en relación con esta última cuestión, un trabajo firmado por el profesor Frieder R. Lang de la universidad alemana de Erlangen-Nuremberg y publicado en la revista Psychology and Aging, sostiene exactamente lo contrario, es decir, que el pesimismo ante el futuro además de, o quizá por, ser más realista en casi cualquier circunstancia, puede hacer que la gente viva más cuidadosamente y tome las debidas precauciones en relación con su salud y su seguridad y en consecuencia viva más y en mejores condiciones.

El optimismo, que tal como están las cosas suele verse defraudado con cierta frecuencia, no alarga, pues, la vida y a medio plazo tampoco parece que la haga más fácil o feliz pero, confundido, a veces, con lo que ha dado en llamarse pensamiento positivo, puede contribuir a incentivar la inversión y sobre todo, el consumo y a crear la ilusión, durante un cierto tiempo, de que se puede mantener indefinidamente un crecimiento físicamente imposible o volver a él cuando se quiera a base de trucos de funambulismo. El optimista no necesita tener en cuenta todos los aspectos de la realidad, cosa por demás complicada y le basta con fijar su atención en los que contribuyen a fortalecer su posición, algo que, por supuesto, también hacen los pesimistas o cualquiera de nosotros. La realidad actual, sin embargo, es demasiado compleja y no suele adaptarse bien a modelos simplificados en exceso o construidos para mantener prejuicios.

Así, se puede creer que una subida de la bolsa, que se produce por razones que cada vez tienen menos que ver con la marcha real de las empresas o una bajada de la prima de riesgo, que se mueve al compás de declaraciones más o menos solemnes de los responsables políticos, son síntomas de que las cosas van a ir a mejor. Acabo de leer ahora mismo que hoy,  por ejemplo, el Dow Jones ha alcanzado su máximo histórico absoluto y eso mientras la economía norteamericana sigue al borde del colapso a pesar de estar financiada por medio mundo. Ya tenemos un titular optimista. O se puede anunciar a bombo y platillo que se ha descubierto un nuevo yacimiento de petróleo tres kilómetros por debajo del fondo marino, en Brasil, sin aclarar que su contenido, suponiendo que pudiera ser extraído a coste cero, serviría escasamente para cubrir el consumo de dos días. Por supuesto no puede ser extraído a coste cero, pero la noticia optimista ya está en todos los periódicos anunciando una nueva era de abundancia. El gobierno, este y el anterior, suelen presentar cada dos o tres semanas, como un éxito, el hecho de que hayan conseguido colocar 2, 3 o 4 mil millones en bonos del tesoro o deuda pública que se incrementa, claro en la misma cantidad, pero esto sólo puede considerarse un éxito si se tiene en cuenta que la alternativa, no conseguir la financiación, podría traducirse en la imposibilidad de pagar la factura del petróleo, servicios fundamentales y el sueldo de los empleados públicos. Lo de pagar algún día la deuda no se lo plantea nadie. Cuando no nos fíen… ya se verá o ya verán los que estén. El Director, presidente o lo que sea de Bankia, Goirigolzarri, creo que se llama, decía esta mañana, muy ufano y optimista el hombre, que en 2014 o 2015 el engendro que preside empezará a ser rentable y podrá ser privatizado. Y ha añadido que, en su opinión, los niveles de corrupción en España son intolerables. No se me ocurre ningún comentario. Ustedes mismos.

 Pero si se dispone de una tribuna suficientemente alta, como la Sala de Prensa de un Ministerio o la Presidencia de un Banco que aún no se haya hundido, ni siquiera se necesita argumentar. Basta con transmitir consignas. La ministra socialista de Economía y Hacienda, Sra. Salgado y los actuales ministros de Economía y de Hacienda, Sres. Guindos y Montoro, han venido anunciando, una y otra vez y siempre para un futuro inmediato, aunque algo impreciso, la vuelta al crecimiento, imprescindible para que esta economía de casino siga funcionando, con la esperanza de que, alguna vez, se cumpla la predicción y se olviden los fiascos anteriores. El domingo pasado lo volvía a hacer el Sr. Guindos,  en declaraciones que será interesante releer en diciembre y el lunes, con el número de parados superando por primera vez los cinco millones, el gobierno se congratulaba de que las cifras indicaran, según ellos, una ralentización del incremento mensual del desempleo.

En definitiva y por resumir, esta forma positiva de ver el futuro puede ser bienintencionada o responder a los intereses, coyunturales o estratégicos, de quien la mantiene, pero de ninguna manera es inofensiva. Pretende evitar que la gente esté a la defensiva y perpetuar el statu quo ante crisis que responde, sobre todo, a los intereses económicos de determinados sectores como, por ejemplo, la banca pero también a una atávica tendencia de la especie a ignorar el peligro escondiéndose en una cueva hasta que escampe. Sin embargo, reconocer la posibilidad, al menos, de un cambio radical de modelo económico y social, antes de que el nuevo se imponga por la fuerza de los hechos, nos daría, o nos hubiera dado, la oportunidad de aprovechar los recursos aún disponibles para preparar el futuro. Sostener, contra toda evidencia, que esto es una crisis pasajera y que, para salir de ella, basta con apretarnos el cinturón para que el gobierno de turno pueda destinar nuestro dinero a  pagar una deuda que crece sin control y sin que haya la más mínima posibilidad de saldarla algún día, en el mejor de los casos, un mal chiste del que aún hay quien se ríe. Pero cada vez son menos.
Es evidente, no tienen más que preguntarle a casi cualquiera por la calle, que hay muy poca gente que se crea una sola palabra de lo que lee en los periódicos o ve en la televisión, a no ser que salga en Salsa Rosa o algún programa similar, pero la palabra tiene, en todas las religiones, efectos taumatúrgicos y basta con que cualquier autoridad, si es europea o americana, mejor, haga una declaración optimista, haré lo que sea para salvar el Euro, Draghi dixit, por ejemplo, para que la bolsa suba, la prima baje y el modelo económico actual tenga unas semanas o meses, más de vida. La cuestión es que es casi seguro que eso no es lo que nos conviene a la mayoría y desde luego no es lo que le conviene a cualquiera que tenga menos de cincuenta años.

Enviado a ECA. 7/3/2013

viernes, 16 de abril de 2010

When push comes to shove…

Los optimistas, cornucopianos, o los que dicen que esto se arregla a base de contarnos unos a otros historias más o menos edificantes e inspiradoras,  como los promotores de una curiosa iniciativa puesta en marcha, sin demasiado éxito, hace unos meses, deben ser, en general, buena gente, cargada de buenas intenciones y con un legítimo y perfectamente comprensible deseo de que las cosas les vayan bien a ellos y también a los demás, durante todo el tiempo posible.  Pero que sean buena gente no significa, necesariamente, que sean inofensivos. El optimismo injustificado es casi siempre un peligro, incluso cuando sólo trata, es el caso de la Web citada más arriba, de animar el consumo al que, en este extraño modelo económico, se le atribuyen poderes taumatúrgicos en relación con la marcha de la economía. Cuando, como es el caso de los que niegan la inminencia e incluso la posibilidad de un pico de petróleo o creen que la energía que actualmente se extrae de los combustibles fósiles se obtendrá con análoga facilidad de otras fuentes limpias o renovables, el optimismo impide o restringe la adopción, a tiempo, de determinadas medidas correctoras es, además de peligroso, suicida, aunque no por eso deja de tener cierta lógica. El optimismo es necesario para sostener el tinglado actual, en eso tienen razón los de la página Web y el actual gobierno de España, porque el optimismo es la base de la confianza, precisamente la paginita de marras está producida por una fundación denominada Fundación Confianza, y la confianza es lo que sostiene, por ejemplo,  el valor de la moneda en cualquier circunstancia, pero mucho más en una situación como esta,  en la que la deuda ha rebasado con creces los límites de lo asumible. El dinero que circula en billetes o monedas, denominado en Euros, dólares, yuanes, libras esterlinas o en lo que sea, es apenas un 4 o un 5 por ciento del total en circulación y es la parte creada por las CECAS y los bancos centrales. El resto es mayoritariamente dinero bancario, creado por los bancos privados, como deuda,  con la única garantía de la confianza en que el deudor se hará cargo de ella y la pagará.

La mayor parte del dinero en circulación, por lo tanto, está respaldado por compromisos que no se sabe si se podrán cumplir o que sólo se podrían cumplir en un entorno y en unas circunstancias muy diferentes a las actuales. El valor del dinero es lo que aparece en los billetes o monedas o lo que consta en las cuentas y depósitos, es decir, 10€ valen 10€, pero sólo mientras nos avengamos a guardar esos 10€ en el banco o en casa. Si, por el contrario, a la gente, a toda o a bastante gente,  le diera por transformar sus billetes, monedas y apuntes bancarios en cosas tangibles se encontraría con que el valor real de todos los bienes y servicios disponibles es insignificante, en comparación con la cantidad de dinero en circulación. Y eso en un momento en que la restricción de crédito amenaza con asfixiar la economía, lo que podría parecer, pero no lo es, un contrasentido. El crecimiento es lo único que puede garantizar el pago de la deuda. Sin crecimiento podríamos llegar, sólo en teoría, a pagar el principal pero el pago de los intereses exige que la producción de bienes y servicios de mañana sea superior a la de hoy. De lo contrario todo el sistema se colapsa. Y el crecimiento requiere energía, energía concentrada, abundante y barata. En definitiva, petróleo. Y petróleo de origen convencional. Nada de arenas bituminosas, petróleo enterrado varios kilómetros por debajo del fondo del mar o supuestas reservas sin confirmar. Sin esa energía adicional, hoy más que ayer pero menos que mañana, como decía una medallita que se vendía en España hace cuarenta años, no hay crecimiento y en un sistema económico que no contempla el stand by, eso pone las cosas muy difíciles. Una solución parcial o un amago de solución parcial, podría ser la reforma monetaria. Acabar con la creación del dinero como deuda y que los bancos centrales y los estados nacionales o las organizaciones supranacionales recuperen el viejo poder de los reyes de acuñar moneda de forma exclusiva, moneda que se crearía libre de deuda y podría ser puesta en circulación para  pagar las nuevas infraestructuras y otros compromisos públicos.  Hoy por hoy, si el gobierno quiere gastar dinero tiene que pedirlo prestado y pagar por él un interés y los únicos beneficiarios son los bancos que tanto han contribuido, ahora y antes de ahora, a que la economía entre de tanto en tanto en crisis cada vez más graves y más difíciles de resolver. Pero esto es sólo una solución a medias, o ni siquiera eso,  del problema de la incompatibilidad entre la finitud de los recursos minerales y energéticos del planeta y el crecimiento exponencial de la masa monetaria. Hay otros problemas, derivados del crecimiento insostenible, del agotamiento de recursos irreemplazables para los que hemos creado una necesidad insoslayable, por ejemplo en alimentos, combustible para automoción y todo lo que garantiza el mantenimiento de una economía globalizada que permite el sostenimiento de una población de casi 7.000 millones de personas en un planeta cuya capacidad de carga está en estos momento en el límite o eso, al menos, es lo que puede deducirse de las condiciones, más que precarias, en las que se desenvuelve actualmente la vida de millones de personas y de otros indicadores al alcance de cualquiera. Estos problemas no se resolverán con artificios monetarios sino con una reducción drástica del consumo y de la población del planeta. A ver si aparece algún voluntario. O voluntaria, que diría la ministra de igualdad.

miércoles, 7 de abril de 2010

Más de lo mismo

Mientras el petróleo crudo se queda, de momento, en el entorno de los 86$/b, después de haber estado esta mañana a 86.66$/b, el Sr. Presidente del actual gobierno de España nos sorprende, es un decir, con nuevas iniciativas para potenciar nuestra economía, crear puestos de trabajo y devolvernos, cuanto antes, a la senda del crecimiento. Son sus palabras, claro, no las mías. En esta ocasión se trata de subvencionar coches eléctricos y de promover obra pública, iniciativas que no son nuevas ni servirán para nada que no sea engordar, más,  las cuentas corrientes de algunos, derrochar millones de euros de dinero público y llevar la deuda a niveles más insoportables, si es que eso es posible o tiene aún alguna importancia. Como ejemplo de lo que digo y relacionado también con el manido y cada vez más insoportable tema de la sostenibilidad, basta citar lo ocurrido con una planta de producción de biodiesel, inaugurada a bombo y platillo en 2007 en la antigua azucarera de Linares (Jaén), citada como referencia europea en el campo de los biocombustibles y subvencionada, faltaría más,  con 24 millones de euros, que lleva cerrada desde diciembre pasado, fecha en la que se acabó la subvención. Esto último, lamentablemente, está dentro de la lógica de las cosas: si quieren seguir produciendo biodiesel, con el único objeto de apuntarse algún tanto en el cuento de la sostenibilidad, que lo subvencionen porque lo que es obvio es que jamás será rentable, compite directamente con la producción de alimentos,seriamente comprometida ya por múltiples razones y que su tasa de retorno, real,  no superará, en el mejor de los casos, el 1:1.

Y en cuanto a los coches eléctricos no queda gran cosa que decir que no se haya dicho. Son un experimento de laboratorio que corre razonablemente bien en pistas de pruebas. Sustituir el parque actual por esos modelos está, definitivamente,  fuera de nuestras posibilidades actuales y previsibles y eso dejando aparte que esa tecnología, como todas las tecnologías y todas las ‘energías’ actuales es totalmente dependiente del petróleo y de los combustibles fósiles sin los cuales no tendríamos ni coches eléctricos ni de hidrógeno, ni tampoco electricidad o hidrógeno que, supongo, será lo siguiente que subvencionarán. Lo de promover nueva obra pública a estas alturas ni siquiera merece comentarios y lo de que no le va a costar nada al Estado hasta 2014, Zapatero dixit,  menos aún.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Optimistas que somos.

El gobierno y la banca creen, o fingen creer, que lo que hace falta es encarar la crisis y los problemas en general, con renovadas dosis de optimismo. Porque, evidentemente, un empresario optimista será mucho más proclive a contratar trabajadores que otro, al que un, seguramente injustificado, pesimismo le lleve a no ver ningún futuro a su empresa. La economía depende, y mucho, de la capacidad del gobierno para inducir optimismo en los empresarios, para que contraten trabajadores y en los mismos trabajadores, para que abandonen prácticas de ahorro y austeridad, muy meritorias a nivel individual pero totalmente indeseables desde el punto de vista general, y se dediquen a consumir las cosas que producen o venden o transportan los empresarios.

El optimismo es, pues,  la clave, la solución, de todo este embrollo de las crisis. Si los empresarios son optimistas, en cuanto a la acogida que van a tener sus productos, contratarán trabajadores o mantendrán en sus puestos a los que ya tienen. Estos trabajadores, con el optimismo acrecentado con su nuevo puesto de trabajo o con la seguridad de conservar el viejo, consumirán lo que se les ofrezca y pedirán más, dando así lugar a un círculo virtuoso que nos alejará, por algún tiempo, al menos, de los fantasmas de la crisis, la recesión y la depresión para seguir transitando, con renovado optimismo, por la senda del crecimiento. Desgraciadamente, no es suficiente con comprar y vender para que todo marche. Como la mayor parte del dinero en circulación se ha creado como deuda, que hay que pagar con los correspondientes intereses, será necesario comprar y vender, sí, pero hoy más que ayer y menos que mañana porque, si no, quizá pudiéramos pagar el principal pero no los intereses de esa deuda.

Claro que eso no es problema porque los chinos, que son un montón, sólo tienen 10 coches por cada mil habitantes, en lugar de los 1000 que ya tienen los estadounidenses, así que nada más fácil, ni más necesario, que seguir fabricando coches para los 990 chinos que aún no tienen y que están deseando tenerlos. Los fabricantes de coches, que han pasado por una mala racha provocada, sin duda, por un déficit temporal de optimismo, pueden, deben, contratar ya a nuevos trabajadores para hacer frente a la previsible y muy elevada demanda que se avecina. De hecho una parte muy importante de la población mundial carece de casi todo lo que a nosotros nos sobra así que habrá que suministrárselo. ¿El dinero? Ningún problema: No tienen más que hacer lo que hemos hecho nosotros y encontrar a quién pedirle prestado todo lo que necesiten o crearlo de la nada, como nosotros aunque, para esto último, hay que ser bastante optimista. ¿La energía necesaria para fabricar y mover tantas cosas? Tampoco será problema: de momento tenemos petróleo suficiente para treinta o cuarenta años y después vendrá el hidrógeno, hay que ser muy pesimista para preguntarse de dónde lo sacaremos, la energía solar, el viento o algo que está por inventar pero que, sin duda, se inventará en cuanto haga falta.

Y el que diga que todo esto son tonterías es un pesimista.