Estamos a poco menos de
dos semanas de las elecciones municipales y regionales —o autonómicas, que
viene a ser lo mismo—. Lo que más se oye, y se lee, es a gente que se lamenta
de que, en tal o cual municipio o región, vaya a salir elegido, de nuevo, tal o
cual partido o candidato, a pesar de las abrumadoras evidencias en su contra y
de la más que cuestionable ética, y nula estética, de su comportamiento. A mí
estos lamentos me hacen cierta gracia, porque suelen venir acompañados de
protestas en favor de la democracia como remedio a todos los males que nos
aquejan. Más democracia, suelen decir, y algunos claman también por más
política, más Europa o más de cualquier otra cosa que parezca tener virtudes
terapéuticas.
Pues bien, la democracia
consiste, precisamente, en respetar escrupulosamente la voluntad popular en la
forma en que se manifiesta en lo que llamamos elecciones. Y esto parece que lo
hagamos más por imperativo legal y por falta de recursos para hacer lo contrario
que por verdadera convicción democrática. Y si no nos gusta la alcaldesa de
Valencia, por ejemplo, o la candidata —frustrada, por ahora— a presidir
Andalucía, o estamos hartos de ver siempre las mismas caras aquí y allá, pues
estaremos equivocados, porque resulta que eso, y no otra cosa, es lo que quiere
la mayoría. Y punto.
Y la política —que no
tiene mucho que ver con la democracia, ni tampoco con los más desfavorecidos,
uno de los mantras de moda, o con lo que realmente necesitan los españoles
(algo que todos los políticos creen saber)— consiste en resolver un problema irrelevante
en la situación actual del ecosistema terrestre, pero, para los afectados,
capital. Se trata, claro, de decidir cuál de los distintos partidos en liza va
a disfrutar de los privilegios del poder durante los próximos años, y de tal
manera que parezca que eso lo decidimos entre todos, votando. Ese, y no otro,
es el objetivo de las elecciones, en las que, en realidad, hacemos poco más que
ratificar lo ya elegido por las cúpulas de los distintos partidos.
Cada cuatro años, más o
menos, somos llamados a lo que los más cursis llaman "la fiesta de la
democracia", e invitados a escoger, de entre unas cuantas, una papeleta
con un conjunto inalterable de nombres y depositarla en una urna. Nombres entre
los que, de acuerdo con un algoritmo previamente pactado, se repartirán los
puestos disponibles. Hecho esto —poner la papeleta en la urna— nuestra
participación, que será convenientemente destacada como muestra inequívoca de
espíritu democrático, habrá dejado de ser necesaria y, desde luego,
conveniente. Podremos, eso sí, jalear o criticar al poder en tertulias
debidamente controladas y en tabernas, lo que tendrá el efecto de reducir la
presión cuando esta devenga excesiva, pero sin pretender nada más, y mucho menos
ningún tipo de participación ulterior en las decisiones que hayan de tomarse
por nuestro bien.
El poder será ejercido
—en nuestro nombre, por supuesto— por los elegidos, que dispondrán, durante
años, si lo hacen con la debida discreción y procurando no meter mucho la pata
ni llamar excesivamente la atención, de los recursos comunes en su propio beneficio
y en el de los que ellos consideren conveniente. Eventualmente, algunos se
pasarán de la raya y tratarán de acaparar más de lo que un entorno de recursos
limitados y las tragaderas del común permiten. Como consecuencia, el sistema
entrará en crisis de cuando en cuando, y la gente se sorprenderá —o fingirá que
se sorprende— al descubrir sus perversiones. El sistema, a su vez, aparentará
estar compungido y arrepentido, se purgará, pero poco, de los más notorios
descarriados, y todo volverá, al cabo de poco tiempo, a ser lo que era. Y así,
hasta que la burra ya no dé suficiente leche y haya que resolver las cosas de
otra manera.
Pero —como no dejarán de
recordarnos en otra de esas impagables frases hechas, como esta atribuida a W. Churchill— la democracia es el peor
de los sistemas, descartados todos los demás. Chúpate esa.