sábado, 5 de enero de 2019

17 años y casi dos meses después del 11 de septiembre...

el fiscal de Estados Unidos para el distrito Sur de Nueva York envió la carta que se reproduce más abajo, en respuesta a una petición de The Lawyers' Committee for 9/11 Inquiry, que ha reunido evidencias de la comisión de delitos federales, no perseguidos hasta la fecha, en el WTC (las torres gemelas) el 11 de septiembre de 2001. Entre estos delitos podría estar la voladura con explosivos de parte de la estructura de ambas torres, lo que explicaría la total ausencia de deceleración una vez iniciado el colapso y la caída libre de la parte de las torres situada por encima del impacto de los aviones. La respuesta supone la convocatoria de un gran jurado federal para evaluar la evidencia presentada y formular, en su caso, las acusaciones pertinentes.

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1 Entrada relacionada con este asunto publicada en 2009
Architects & Engineers for 9/11 Truth

La carta

BY MAIL
Mick G. Harrison, Esq.
Executive Director
The Lawyers' Committee for 9/11
 Inquiry, Inc.
426 River Mill Road
Jersey Shore,
Pennsylvania 17740

Dear Mr. Harrison:


We have received and reviewed The Lawyers' Committee for 9/11 Inquiry, Inc.'s submissions of April 10 and July 30, 2018. We will comply with the provisions of 18 U.S.C. § 3332 as they relate to your submissions.




miércoles, 2 de enero de 2019

Una excursión a la montaña (I)


A las tres de la tarde del día de jueves santo de 1973, creo que era el mes de abril, el autobús nos dejó en Siresa, un pequeño pueblo del Valle de Hecho en el que había unas pocas casas de piedra y alguna, más reciente, con revestimientos de madera, ladrillo o mampostería, corrales en las afueras, el ayuntamiento, ya cerrado, un pequeño bar que también era una tienda en la que se vendía de todo y el cuartel de la Guardia Civil, todo ello en torno a una Iglesia que, por aquel entonces aún debía estar atendida por un cura nativo, formado en los seminarios de Barbastro, recientemente cerrado o de Zaragoza. Alguien sugirió que diéramos cuenta, en el cuartelillo, de nuestra intención de aventurarnos en la montaña, por si nos perdíamos o teníamos algún problema con una climatología que, a pesar de que ya habíamos dejado atrás el invierno, aún podía darnos algún susto. El guardia que nos atendió nos preguntó que a dónde íbamos, le respondimos con vaguedades porque no lo sabíamos muy bien, que si teníamos experiencia en la montaña, le dijimos que sí, que solíamos ir a los alrededores de San Juan de la Peña a hacer alguna costillada dominical, cosa que pareció hacerle gracia y que cuándo pensábamos volver, el domingo, le dijimos, porque el lunes había clase y yo, por ejemplo, tenía examen. Me miró con algo de sorna pero tomó nota de todo, examen incluido y de los nombres de los siete. A las chicas se lo hizo repetir dos veces, como si quisiera asegurarse de que se habían unido voluntariamente a aquellos tipos en una expedición a no se sabía dónde y nos dijo que fuéramos con cuidado, que no nos aventuráramos fuera de la carretera o de los caminos o pistas señalizados, que buscáramos un refugio en caso de tormenta y que permaneciéramos allí hasta que escampara y que pasáramos por el cuartelillo a la vuelta o llamáramos si volvíamos de noche o por otro camino.

No debían ser aún las 5 de la tarde cuando, con las mochilas absurdamente cargadas, entre otras cosas, con latas de conserva que traíamos desde Zaragoza, sin bastones ni piolets ni nada parecido pero, al menos, con buenas botas y algunos, no todos, con anoraks de plumas, emprendimos el camino hacia el norte siguiendo el curso del río Aragón Subordán y dejando a la derecha las primeras manchas de la Selva de Oza. Novatos como éramos y algo ofuscados como estábamos por lo que considerábamos una estupenda aventura, a nadie se le ocurrió que no eran horas para emprender una caminata y que hubiera sido mejor buscar en el pueblo algún sitio para pasar la noche. Apenas habíamos recorrido un par de kilómetros cuando empezó a ponerse de manifiesto lo desacertado de aquella decisión. En cuanto el Sol desapareció tras las estribaciones montañosas del oeste la temperatura bajó bruscamente y empezó a caer una llovizna helada, ligera y persistente que iba haciendo el camino, ascendente, cada vez más penoso. Alguno había traído gafas de Sol, inútiles ya a aquellas horas, pero nadie tenía nada  eficiente para proteger los ojos de la ventisca que, naturalmente, soplaba de frente y los que, por miopía u otro problema de visión usábamos gafas normales teníamos el problema adicional de tener que limpiarlas constantemente con un pañuelo cada vez más mojado. Al cabo de una hora u hora y media más de camino ya estaba claro que no íbamos a llegar muy lejos y nos paramos al borde de la carretera dejando las mochilas en el suelo. Un par de caminantes, algo mayores y mucho mejor equipados que nosotros, nos alcanzaron al poco y se detuvieron un momento mirándonos con un aire que tanto podía ser de incredulidad como de lástima. Nos dijeron que pensaban dormir en un refugio que había un poco más adelante, un poco, para ellos, era un par de horas de marcha y a su ‘marcha’ pero que había que darse prisa porque se llenaría pronto. Les agradecimos la información y cargamos de nuevo con las mochilas con poco entusiasmo. Al fin y al cabo, dijo alguien, para eso hemos venido aquí. Pero la columna que formábamos pronto empezó a alargarse, tanto que la cabeza y la cola perdieron el contacto visual, ya era casi noche cerrada y sólo llevábamos un par de linternas de escasa potencia así que fue preciso detenerse de nuevo.

A estas alturas ya resultaba evidente que la expedición adolecía de la más mínima organización, pero aun así nadie se decidía a decir lo que más de uno pensaba. Que lo mejor sería volver a Siresa o pasar la noche en cualquier borda de las que habíamos dejado por el camino. Las dos chicas, que se habían apuntado a la expedición por razones que entonces ya no debían tener nada claras, creyendo que se trataba de una versión algo más sofisticada de nuestras excursiones en el canfranero, ya se habían dado cuenta, como el resto de nosotros, de que allí nadie había previsto lo que íbamos a encontrarnos y de que en realidad toda nuestra experiencia en la montaña se reducía a aquellas divertidas excursiones domingueras. Además, los problemas, en un descampado tan inhóspito, eran mayores para ellas que para nosotros así que, por una vez, intentamos utilizar la cabeza para algo más que para llevar los gorros de lana que sí habíamos traído, que empezaban a empaparse y que con las barbas que entonces estaban de moda nos daban un aspecto poco tranquilizador. Seguir avanzando, con buena pendiente, para llegar a un refugio, del que sólo sabíamos que estaba a unas dos horas de camino a buen ritmo, con la llovizna que se había transformado en aguanieve y en la oscuridad no era una opción. Volver al pueblo parecía algo más razonable, era cuesta abajo, pero ya eran casi las 9 y teníamos otras dos horas de camino, también a oscuras, por delante, así que propuse y se aceptó con algo de entusiasmo, que retrocediéramos hasta una casa que había entrevisto en la penumbra poco antes de parar y que intentáramos conseguir allí algún refugio para pasar la noche.

El problema era encontrarla ya que, incluso con las linternas, apenas se veía lo suficiente para mantenernos en la carretera, agarrados cada uno a la mochila del que iba delante pero, al cabo de un buen rato, dimos con un portal de madera que daba acceso a un camino relativamente ancho, flanqueado por árboles de gran tamaño y empedrado, apto para el paso de vehículos. No se veía ninguna luz, pero el camino parecía llevar a alguna parte así que, tras una breve deliberación, nos metimos por allí conservando el orden y las precauciones de marcha. Al cabo de poco más de cinco minutos llegamos a un caserón que parecía deshabitado pero no abandonado y que resultó ser, según el cartel clavado en el dintel de la puerta, un cuartel, presumiblemente utilizado en verano, de la Guardia Civil. Ahora no sé, pero en 1973 no parecía buena idea que un grupo de estudiantes, que por el aspecto podían ser también cualquier otra cosa, merodeara en torno a un cuartel, por muy deshabitado que pareciera. Julián, que desde la visita a la Guardia Civil de Siresa no había abierto la boca y que militaba en uno de aquellos pequeños y ruidosos partidos de izquierda que proliferaban en los primeros y mediados 70 y de los que tan pocos quedaron después de  1979, dijo en tono nervioso y algo apremiante que lo mejor que podíamos hacer era volver a la carretera y buscar algo menos problemático. Los demás ya habíamos descargado las mochilas cerca de la puerta, aprovechando la protección de un pequeño tejadillo y algunos estábamos ya sentados con la espalda apoyada en la pared. Rosa, la más decidida de las dos chicas y la que había empujado a Susana a participar en aquella descabellada aventura, dijo alto y claro que ella no pensaba moverse de allí y que más nos valía hacer algo para que pudiéramos pasar la noche a cubierto o no volvería a dirigirnos la palabra en la vida. Susana no dijo nada pero se acercó a Rosa para dejar claro que pensaba exactamente lo mismo. Aquella era una de esas situaciones en las que uno está dispuesto a hacer cualquier cosa menos el ridículo y pasar por un cobarde o un inútil no entraba en los planes de ninguno de nosotros. Además, estábamos empapados y congelados así que, casi sin mediar palabra, nos pusimos a buscar por los alrededores algún hueco donde cobijarnos, una búsqueda seriamente limitada por nuestro desconocimiento del terreno, por la oscuridad absoluta y por la deficiente iluminación de nuestras dos únicas linternas, una de las cuales empezaba ya a dar señales de agotamiento. Eso tampoco lo habíamos previsto y nadie llevaba pilas nuevas.
(Continuará)