A las tres de la tarde del día de jueves santo de 1973, creo que era el mes de abril, el autobús nos dejó en Siresa, un pequeño pueblo del Valle de Hecho en el que había unas pocas casas de piedra y alguna, más reciente, con revestimientos de madera, ladrillo o mampostería, corrales en las afueras, el ayuntamiento, ya cerrado, un pequeño bar que también era una tienda en la que se vendía de todo y el cuartel de la Guardia Civil, todo ello en torno a una Iglesia que, por aquel entonces aún debía estar atendida por un cura nativo, formado en los seminarios de Barbastro, recientemente cerrado o de Zaragoza. Alguien sugirió que diéramos cuenta, en el cuartelillo, de nuestra intención de aventurarnos en la montaña, por si nos perdíamos o teníamos algún problema con una climatología que, a pesar de que ya habíamos dejado atrás el invierno, aún podía darnos algún susto. El guardia que nos atendió nos preguntó que a dónde íbamos, le respondimos con vaguedades porque no lo sabíamos muy bien, que si teníamos experiencia en la montaña, le dijimos que sí, que solíamos ir a los alrededores de San Juan de la Peña a hacer alguna costillada dominical, cosa que pareció hacerle gracia y que cuándo pensábamos volver, el domingo, le dijimos, porque el lunes había clase y yo, por ejemplo, tenía examen. Me miró con algo de sorna pero tomó nota de todo, examen incluido y de los nombres de los siete. A las chicas se lo hizo repetir dos veces, como si quisiera asegurarse de que se habían unido voluntariamente a aquellos tipos en una expedición a no se sabía dónde y nos dijo que fuéramos con cuidado, que no nos aventuráramos fuera de la carretera o de los caminos o pistas señalizados, que buscáramos un refugio en caso de tormenta y que permaneciéramos allí hasta que escampara y que pasáramos por el cuartelillo a la vuelta o llamáramos si volvíamos de noche o por otro camino.
No debían
ser aún las 5 de la tarde cuando, con las mochilas absurdamente cargadas, entre otras cosas, con latas de conserva que traíamos desde Zaragoza, sin bastones ni piolets ni nada parecido pero, al menos, con buenas botas y algunos, no todos, con anoraks de plumas,
emprendimos el camino hacia el norte siguiendo el curso del río Aragón Subordán
y dejando a la derecha las primeras manchas de la Selva de Oza. Novatos como
éramos y algo ofuscados como estábamos por lo que considerábamos una estupenda aventura,
a nadie se le ocurrió que no eran horas para emprender una caminata y que
hubiera sido mejor buscar en el pueblo algún sitio para pasar la noche. Apenas
habíamos recorrido un par de kilómetros cuando empezó a ponerse de manifiesto
lo desacertado de aquella decisión. En cuanto el Sol desapareció tras las estribaciones
montañosas del oeste la temperatura bajó bruscamente y empezó a caer una
llovizna helada, ligera y persistente que iba haciendo el camino, ascendente,
cada vez más penoso. Alguno había traído gafas de Sol, inútiles ya a aquellas
horas, pero nadie tenía nada eficiente
para proteger los ojos de la ventisca que, naturalmente, soplaba de frente y
los que, por miopía u otro problema de visión usábamos gafas normales teníamos
el problema adicional de tener que limpiarlas constantemente con un pañuelo cada
vez más mojado. Al cabo de una hora u hora y media más de camino ya estaba
claro que no íbamos a llegar muy lejos y nos paramos al borde de la carretera
dejando las mochilas en el suelo. Un par de caminantes, algo mayores y mucho
mejor equipados que nosotros, nos alcanzaron al poco y se detuvieron un momento
mirándonos con un aire que tanto podía ser de incredulidad como de lástima. Nos
dijeron que pensaban dormir en un refugio que había un poco más adelante, un
poco, para ellos, era un par de horas de marcha y a su ‘marcha’ pero que había
que darse prisa porque se llenaría pronto. Les agradecimos la información y cargamos
de nuevo con las mochilas con poco entusiasmo. Al fin y al cabo, dijo alguien,
para eso hemos venido aquí. Pero la columna que formábamos pronto empezó a
alargarse, tanto que la cabeza y la cola perdieron el contacto visual, ya era
casi noche cerrada y sólo llevábamos un par de linternas de escasa potencia así
que fue preciso detenerse de nuevo.
A estas
alturas ya resultaba evidente que la expedición adolecía de la más mínima organización,
pero aun así nadie se decidía a decir lo que más de uno pensaba. Que lo mejor
sería volver a Siresa o pasar la noche en cualquier borda de las que habíamos
dejado por el camino. Las dos chicas, que se habían apuntado a la expedición
por razones que entonces ya no debían tener nada claras, creyendo que se
trataba de una versión algo más sofisticada de nuestras excursiones en el
canfranero, ya se habían dado cuenta, como el resto de nosotros, de que allí nadie
había previsto lo que íbamos a encontrarnos y de que en realidad toda nuestra
experiencia en la montaña se reducía a aquellas divertidas excursiones domingueras.
Además, los problemas, en un descampado tan inhóspito, eran mayores para ellas
que para nosotros así que, por una vez, intentamos utilizar la cabeza para algo
más que para llevar los gorros de lana que sí habíamos traído, que empezaban a empaparse y que con las
barbas que entonces estaban de moda nos daban un aspecto poco tranquilizador. Seguir
avanzando, con buena pendiente, para llegar a un refugio, del que sólo sabíamos que estaba a unas dos
horas de camino a buen ritmo, con la llovizna que se había transformado en
aguanieve y en la oscuridad no era una opción. Volver al pueblo parecía algo más
razonable, era cuesta abajo, pero ya eran casi las 9 y teníamos otras dos horas de camino, también
a oscuras, por delante, así que propuse y se aceptó con algo de entusiasmo, que retrocediéramos hasta una casa que
había entrevisto en la penumbra poco antes de parar y que intentáramos conseguir allí
algún refugio para pasar la noche.
El
problema era encontrarla ya que, incluso con las linternas, apenas se veía lo
suficiente para mantenernos en la carretera, agarrados cada uno a la mochila
del que iba delante pero, al cabo de un buen rato, dimos con un portal de madera que
daba acceso a un camino relativamente ancho, flanqueado por árboles de gran
tamaño y empedrado, apto para el paso de vehículos. No se veía ninguna luz,
pero el camino parecía llevar a alguna parte así que, tras una breve
deliberación, nos metimos por allí conservando el orden y las precauciones de
marcha. Al cabo de poco más de cinco minutos llegamos a un caserón que parecía
deshabitado pero no abandonado y que resultó ser, según el cartel clavado en el
dintel de la puerta, un cuartel, presumiblemente utilizado en verano, de la
Guardia Civil. Ahora no sé, pero en 1973 no parecía buena idea que un grupo de
estudiantes, que por el aspecto podían ser también cualquier otra cosa, merodeara en torno a un cuartel, por muy deshabitado que pareciera.
Julián, que desde la visita a la Guardia Civil de Siresa no había abierto la boca y que militaba en uno
de aquellos pequeños y ruidosos partidos de izquierda que proliferaban en los primeros y mediados 70 y de los que tan pocos quedaron después de 1979, dijo en tono nervioso y algo apremiante que lo mejor que podíamos hacer era
volver a la carretera y buscar algo menos problemático. Los demás ya habíamos
descargado las mochilas cerca de la puerta, aprovechando la protección de un pequeño tejadillo y algunos estábamos ya sentados con la espalda apoyada en la pared. Rosa,
la más decidida de las dos chicas y la que había empujado a Susana a participar
en aquella descabellada aventura, dijo alto y claro que ella no pensaba moverse
de allí y que más nos valía hacer algo para que pudiéramos pasar la noche a cubierto
o no volvería a dirigirnos la palabra en la vida. Susana no dijo nada pero se acercó a Rosa para dejar claro que pensaba exactamente lo mismo. Aquella era una de esas
situaciones en las que uno está dispuesto a hacer cualquier cosa menos el
ridículo y pasar por un cobarde o un inútil no entraba en los planes de ninguno
de nosotros. Además, estábamos empapados y congelados así que, casi sin mediar
palabra, nos pusimos a buscar por los alrededores algún hueco donde cobijarnos,
una búsqueda seriamente limitada por nuestro desconocimiento del terreno, por
la oscuridad absoluta y por la deficiente iluminación de nuestras dos únicas
linternas, una de las cuales empezaba ya a dar señales de agotamiento. Eso tampoco lo habíamos previsto y nadie llevaba pilas nuevas.
(Continuará)