España: política sin proyecto, crecimiento sin desarrollo
Parte I — El síntoma y la enfermedad
1. Introducción: cuando el debate se convierte en
coartada
La política española contemporánea vive instalada en una
paradoja inquietante: nunca se ha hablado tanto de política y, sin embargo,
raramente se ha discutido tan poco sobre lo esencial. El espacio público está
saturado de declaraciones, tertulias, polémicas y enfrentamientos nominales,
pero extraordinariamente empobrecido en términos de diagnóstico estructural. El
ejemplo más visible —aunque no el único— es la obsesión casi monográfica por la
continuidad o no de Pedro Sánchez en el poder, como si la suerte del
país dependiera de un desenlace personal y no de un entramado mucho más
profundo de condicionantes históricos, económicos y territoriales.
Este fenómeno no es anecdótico ni exclusivamente español,
pero en España adquiere una intensidad particular debido a una combinación de
factores: debilidad del pensamiento estratégico, polarización mediática,
precariedad institucional y una cultura política históricamente más reactiva
que proyectiva. El resultado es un debate público que funciona como coartada:
se discute lo visible para no discutir lo decisivo.
La pregunta central — ¿qué modelo de país se está construyendo?
— ha sido sustituida por otra mucho más cómoda: ¿quién gobierna hoy y quién
podría hacerlo mañana? Esta sustitución no es inocente. Permite desplazar la
atención desde los problemas estructurales, que exigen sacrificios,
planificación y conflicto real, hacia un terreno simbólico donde basta con el
intercambio de consignas y la identificación emocional con líderes o siglas.
2. Personalismo político y degradación del análisis
La personalización extrema del conflicto político no es una
anomalía reciente, pero sí ha alcanzado en los últimos años un grado
preocupante de centralidad. La figura del presidente del Gobierno se ha
convertido en una suerte de eje absoluto del debate, concentrando adhesiones y
rechazos que, en muchos casos, sustituyen al análisis racional de políticas
públicas concretas.
Este fenómeno tiene consecuencias profundas. En primer
lugar, infantiliza el debate, reduciéndolo a una lógica de simpatía o
antipatía personal. En segundo lugar, de responsabiliza al sistema, ya
que cualquier fracaso puede atribuirse a una persona concreta, eximiendo de
crítica a las estructuras que hacen posible la repetición de los mismos errores
con actores distintos. Finalmente, impide la acumulación de conocimiento
político, porque cada ciclo electoral se vive como una ruptura total,
cuando en realidad la mayoría de las dinámicas permanecen intactas.
Conviene insistir en una idea fundamental: la crítica al
personalismo no equivale a negar la importancia del liderazgo. El liderazgo
importa, y mucho. Pero solo adquiere sentido dentro de un marco institucional y
estratégico definido. Cuando ese marco no existe, el liderazgo se convierte en
puro ejercicio de poder táctico, orientado a la supervivencia inmediata y no a
la transformación estructural.
3. El consenso implícito de la superficialidad
Uno de los rasgos más llamativos del actual panorama
político español es la existencia de un consenso implícito entre actores
aparentemente enfrentados: la renuncia a discutir lo estructural. Gobierno y
oposición se acusan mutuamente de incompetencia, corrupción o sectarismo, pero
rara vez cuestionan los fundamentos del modelo económico, territorial o
institucional sobre el que se asienta el país.
Este consenso negativo se manifiesta en varios niveles:
- En
la ausencia de debates estratégicos sobre productividad, demografía
o sostenibilidad material.
- En
la naturalización de la precariedad como rasgo inevitable del
mercado laboral.
- En
la aceptación pasiva de desequilibrios territoriales crecientes.
- En
la confusión sistemática entre crecimiento coyuntural y desarrollo
estructural.
La política se ha convertido así en una gestión del corto
plazo, donde el éxito se mide por la capacidad de resistir el siguiente ciclo
electoral y no por la coherencia de un proyecto a medio o largo plazo. Esta
lógica no es exclusiva del PSOE, pero tampoco le es ajena. Las
alternativas políticas, pese a su retórica de ruptura, operan en gran medida
dentro del mismo marco mental.
4. Gobernar no es resistir
Una de las confusiones más dañinas del discurso político
contemporáneo es la identificación de gobernar con resistir. Mantenerse en el
poder, evitar crisis inmediatas o sortear conflictos coyunturales se presenta
como prueba de eficacia política. Sin embargo, desde una perspectiva histórica
y estructural, gobernar significa algo muy distinto: definir un rumbo,
establecer prioridades, aceptar costes y ordenar el conflicto social en torno a
objetivos claros.
España lleva décadas gobernándose poco y gestionándose
mucho. Se administran inercias, se amortiguan tensiones, se negocian
equilibrios precarios, pero rara vez se toman decisiones que modifiquen de
forma sustantiva las trayectorias existentes. Esta lógica produce estabilidad
aparente, pero acumula fragilidades que emergen con violencia en cada crisis.
El debate obsesivo sobre la figura del presidente es, en
este sentido, un síntoma revelador: se discute quién ocupa el timón, pero no se
habla del rumbo ni del estado del barco.
5. El marco que falta
Todo proyecto político serio necesita un marco: una visión
compartida —o al menos explícitamente disputada— sobre qué país se quiere
construir, con qué recursos, bajo qué límites y para beneficio de quiénes. Ese
marco puede ser liberal, socialdemócrata, conservador o híbrido, pero no puede
ser inexistente.
La política española actual carece en gran medida de ese
marco. En su lugar, opera con una suma de respuestas fragmentarias a problemas
inmediatos, sin una jerarquización clara de prioridades ni una reflexión
honesta sobre los límites materiales —energéticos, demográficos, ecológicos—
que condicionan cualquier estrategia viable.
Mientras este vacío persista, el personalismo seguirá
ocupando el centro del escenario, no por su relevancia real, sino porque es lo
único que queda cuando desaparece el pensamiento estructural.
Parte II — El modelo económico como huida hacia adelante
6. Crecimiento y desarrollo: una confusión interesada
Uno de los errores más persistentes del discurso económico
español es la identificación casi automática entre crecimiento y desarrollo. Se
celebran aumentos del PIB, récords de visitantes o cifras de inversión como si
fueran indicadores suficientes de progreso estructural. Pero el crecimiento,
por sí solo, no dice nada sobre la calidad del empleo, la sostenibilidad del
modelo productivo ni la capacidad de un país para resistir crisis futuras.
El desarrollo, en cambio, exige transformaciones profundas:
aumento sostenido de la productividad, diversificación sectorial, acumulación
de capital humano, cohesión territorial y estabilidad institucional. España ha
tendido a optar por la vía más fácil: crecer cuando el contexto internacional
lo permite y gestionar las consecuencias cuando deja de hacerlo. Esta lógica
explica por qué cada ciclo expansivo se presenta como una “recuperación”
definitiva y cada crisis como un acontecimiento inesperado, cuando en realidad
ambas forman parte del mismo patrón.
La política económica no ha corregido esta confusión; la ha
institucionalizado. Se gobierna para sostener el crecimiento inmediato, no para
modificar las bases sobre las que ese crecimiento se apoya.
7. El turismo: éxito aparente, fracaso estructural
El turismo es el caso paradigmático de esta lógica. Se ha
convertido en el sustituto simbólico de un proyecto económico: allí
donde no hay industria, innovación o estrategia productiva, hay visitantes. Y
donde hay visitantes, se asume que el problema está resuelto.
Sin embargo, el turismo masivo presenta limitaciones bien
conocidas:
- Baja
productividad media, incluso en sus segmentos más rentables.
- Empleo
intensivo en mano de obra precaria, con alta temporalidad y bajos
salarios.
- Escasa
capacidad de arrastre tecnológico sobre el resto de la economía.
- Impacto
territorial y ambiental creciente, especialmente en zonas urbanas y
costeras.
Nada de esto es nuevo. Lo novedoso es la naturalización del
turismo como destino inevitable, no como opción circunstancial. Se ha dejado de
hablar de “modelo productivo” para hablar de “temporadas”, “ocupaciones” y
“afluencias”. El país no se piensa como sistema económico, sino como
infraestructura de servicios.
Este modelo tiene una consecuencia política directa: desactiva
cualquier ambición transformadora. ¿Para qué asumir los costes de una
reindustrialización compleja, de una reforma educativa exigente o de una
apuesta tecnológica sostenida, si el turismo sigue proporcionando cifras
aceptables a corto plazo? El turismo no fracasa: impide que se intente algo
distinto.
8. Inversión tecnológica sin soberanía estratégica
En los últimos años, el discurso oficial ha incorporado un
nuevo fetiche: la tecnología. Centros de datos, grandes infraestructuras
digitales y proyectos industriales “verdes” se presentan como señales de
modernización automática. Pero, de nuevo, se confunde el medio con el fin.
La instalación de centros de datos o grandes plantas
productivas no es, en sí misma, un proyecto de desarrollo. Lo decisivo no es
que la inversión llegue, sino cómo se integra, qué dependencias
genera y qué capacidades deja una vez implantada. En ausencia de una
estrategia nacional clara, la inversión tecnológica tiende a reproducir viejos
esquemas de dependencia bajo una apariencia moderna.
El caso de Aragón es ilustrativo. La región se
presenta como polo emergente de atracción tecnológica, pero rara vez se
discuten con franqueza los costes asociados: consumo intensivo de agua en un
contexto de estrés hídrico creciente, sobrecarga de redes eléctricas que requieren
inversiones públicas adicionales y generación de empleo limitado, altamente
especializado y poco redistributivo. El resultado puede ser crecimiento
estadístico sin vertebración territorial real.
La pregunta clave —¿qué gana el territorio a largo plazo? —
suele quedar relegada frente a la urgencia política del anuncio. Se celebra la
llegada de capital, pero no se discute la estructura de poder que ese capital
impone.
9. Territorio, despoblación y el espejismo industrial
Uno de los grandes fracasos del modelo económico español es
su incapacidad para articular el territorio de forma equilibrada. La
despoblación no es un fenómeno natural ni inevitable: es el resultado de
decisiones acumuladas que han concentrado oportunidades, servicios y capital
humano en determinados espacios, dejando otros como zonas de extracción de
recursos o de paso.
La política territorial ha oscilado entre dos extremos
igualmente estériles: el abandono y el anuncio grandilocuente. O bien se acepta
la despoblación como un destino irreversible, o bien se promete que una gran
inversión resolverá décadas de declive. Ambas actitudes eluden lo esencial: la
despoblación no se combate con proyectos aislados, sino con sistemas económicos
completos.
Un centro de datos no crea tejido productivo local. Una gran
planta industrial no sustituye a una red de servicios públicos, educativos y
culturales. Sin una estrategia integral, estas inversiones actúan como
enclaves: consumen recursos, generan rentas limitadas y refuerzan la
dependencia del exterior.
10. El coste político de decir la verdad
¿Por qué persiste este modelo, a pesar de sus evidentes
limitaciones? La respuesta es incómoda: porque decir la verdad tiene costes
políticos inmediatos. Reconocer que el turismo no basta, que no toda inversión
es buena y que el territorio tiene límites materiales obliga a asumir
conflictos, renuncias y prioridades claras. Y eso choca frontalmente con una
política orientada a la supervivencia electoral.
Es más fácil anunciar cifras récord que explicar por qué
esas cifras no garantizan el futuro. Más rentable políticamente celebrar
inversiones que discutir sus condiciones. Más cómodo hablar de crecimiento que
de redistribución, de transición productiva o de límites ecológicos.
La consecuencia es un modelo económico que funciona como huida
hacia adelante: mientras los indicadores aguanten, se pospone la discusión
estructural. Pero cada aplazamiento reduce el margen de maniobra futuro.
Parte III — Élites, medios y la imposibilidad de la
reforma
11. La paradoja institucional: estabilidad sin capacidad
transformadora
España presenta una paradoja llamativa: dispone de
instituciones formalmente estables —elecciones regulares, alternancia,
administración consolidada— pero muestra una capacidad extraordinariamente
baja para producir reformas estructurales sostenidas. El sistema funciona,
pero no evoluciona. Administra, pero no reconfigura.
Esta paradoja no se explica por una supuesta
“ingobernabilidad” coyuntural ni por la fragmentación parlamentaria reciente.
De hecho, incluso en etapas de mayorías amplias, la tendencia ha sido la misma:
reformas parciales, reversibles, a menudo diseñadas más para enviar señales que
para alterar dinámicas profundas.
El problema no es la falta de poder, sino la ausencia de
voluntad estratégica. Gobernar se ha reducido a gestionar equilibrios
inmediatos entre actores organizados, evitando cualquier decisión que genere
conflictos duraderos. El resultado es una política que confunde prudencia con
parálisis y consenso con inacción.
12. Élites políticas: profesionalización sin pensamiento
Una de las claves del bloqueo reformista reside en la
configuración de las élites políticas. España ha desarrollado una clase
política altamente profesionalizada, pero pobre en términos de pensamiento
estratégico. La carrera política se ha convertido en un circuito cerrado,
con incentivos claros para la lealtad interna, la disciplina discursiva y la
supervivencia personal, pero muy pocos para la reflexión a largo plazo.
Este fenómeno no responde a una supuesta inferioridad
individual, sino a un sistema de selección adversa. Pensar en términos
estructurales implica asumir riesgos, formular diagnósticos incómodos y aceptar
costes que rara vez se traducen en beneficios electorales inmediatos. El
sistema premia lo contrario: el mensaje simple, la confrontación simbólica y la
gestión táctica del conflicto.
Así, la política se llena de perfiles eficaces para el
combate mediático, pero incapaces —o desinteresados— de articular proyectos
complejos. No se trata de falta de inteligencia, sino de desalineación
radical entre incentivos y necesidades históricas.
13. Medios de comunicación: amplificadores del ruido
El papel de los medios de comunicación resulta decisivo en
esta dinámica. Lejos de actuar como espacios de elaboración crítica, los medios
generalistas han tendido a reforzar la personalización, la polarización y la
simplificación extrema del debate. El conflicto se presenta como espectáculo;
la política, como relato moral de buenos y malos.
Esta lógica no es exclusivamente ideológica, sino económica.
La competencia por la atención favorece el enfrentamiento inmediato, la frase
contundente y la polémica constante. El análisis estructural —lento, matizado,
complejo— es penalizado por un ecosistema mediático que exige estímulos
continuos.
El resultado es un empobrecimiento cognitivo del espacio
público. No porque falte información, sino porque se desincentiva
activamente la comprensión. El ciudadano se ve expuesto a una saturación de
estímulos políticos que, lejos de aumentar su capacidad crítica, la erosiona.
14. Polarización como sustituto del conflicto real
La polarización política se presenta a menudo como señal de
vitalidad democrática. Sin embargo, en el caso español, cumple una función
distinta: sustituye el conflicto estructural por conflicto identitario.
Se discute con intensidad sobre símbolos, gestos y declaraciones, mientras se
evita cuidadosamente la confrontación sobre modelos económicos, territoriales o
productivos.
Esta polarización es, en gran medida, performativa. No
expresa proyectos alternativos de país, sino estilos de comunicación
enfrentados que operan dentro de un marco compartido. Se discrepa en el tono,
no en el fondo. Se exageran las diferencias simbólicas para ocultar
coincidencias estructurales.
De este modo, la polarización actúa como mecanismo de
estabilidad: canaliza el descontento hacia enfrentamientos estériles y
desactiva la posibilidad de alianzas transversales en torno a reformas
profundas. El sistema se protege a sí mismo produciendo conflicto inocuo.
15. Cultura cívica y resignación ilustrada
Sería cómodo atribuir toda la responsabilidad a las élites
políticas y mediáticas, pero el problema es más amplio. Existe también una
forma de resignación cívica, especialmente entre los sectores más
informados de la sociedad. Se reconoce la gravedad de los problemas
estructurales, pero se asume implícitamente que son insolubles en el marco
actual.
Esta resignación se traduce en cinismo, ironía o repliegue
privado. Se critica con lucidez, pero sin expectativa real de transformación.
El pensamiento crítico se convierte en comentario, no en impulso político. El
resultado es una sociedad que entiende lo que falla, pero ha dejado de creer
que pueda cambiarse.
Esta actitud, comprensible desde el punto de vista
psicológico, es políticamente devastadora. Sin presión social sostenida, sin
demanda colectiva de coherencia estratégica, las élites no tienen incentivos
para abandonar la comodidad del corto plazo.
16. El bloqueo reformista como equilibrio estable
La suma de estos factores —élites tácticas, medios
polarizantes, ciudadanía resignada— produce un equilibrio perverso pero
estable. Un sistema que no colapsa, pero tampoco progresa. Que absorbe crisis
sin aprender de ellas. Que sobrevive, pero no se transforma.
Este equilibrio explica por qué las grandes cuestiones
—modelo productivo, despoblación, sostenibilidad material, productividad,
educación— aparecen recurrentemente en el discurso, pero raramente se traducen
en reformas coherentes y acumulativas. Cada intento aislado se diluye en la
lógica del ciclo político.
El problema no es la falta de diagnósticos parciales, sino
la incapacidad de convertir el diagnóstico en decisión. Y esa
incapacidad no es técnica, sino política y cultural.
Parte IV — Límites, escenarios y una tesis incómoda
17. Los límites que no se quieren ver
Toda política realista comienza por el reconocimiento de los
límites. No como coartada para la inacción, sino como condición para cualquier
estrategia viable. España, sin embargo, ha desarrollado una relación patológica
con la idea de límite: o bien los ignora, o bien los menciona retóricamente
para no integrarlos en la toma de decisiones.
Los límites son múltiples y acumulativos. Hay límites
demográficos, en forma de envejecimiento acelerado y pérdida de población
activa. Límites territoriales, derivados de una concentración creciente
de población y recursos en determinados espacios. Límites energéticos y
hídricos, cada vez más visibles y menos negociables. Y, finalmente, límites
institucionales, vinculados a la capacidad real del Estado para planificar,
ejecutar y sostener políticas complejas en el tiempo.
Lo característico del caso español no es la existencia de
estos límites —comunes a muchas economías avanzadas—, sino la resistencia
sistemática a integrarlos en el debate público. Se habla de transición
ecológica sin discutir consumo. De cohesión territorial sin discutir densidad.
De modernización económica sin discutir productividad real. El límite aparece
como obstáculo abstracto, no como variable concreta que obliga a elegir.
18. Escenarios posibles: inercia, ajuste o proyecto
Desde una perspectiva estructural, España se enfrenta a tres
escenarios plausibles en las próximas décadas.
El primero es el escenario de inercia: continuidad
del modelo actual, apoyado en turismo, crecimiento coyuntural, inversión
fragmentaria y gestión táctica del conflicto político. Es el escenario más
probable, porque no exige decisiones costosas a corto plazo. Su resultado no es
el colapso inmediato, sino una degradación lenta: pérdida de posiciones
relativas, mayor desigualdad territorial y creciente vulnerabilidad ante crisis
externas.
El segundo es el escenario de ajuste forzado: los
límites materiales y financieros se imponen de manera abrupta —crisis
energética, tensiones hídricas, choque fiscal— y obligan a reformas rápidas,
desordenadas y socialmente costosas. Es el escenario de la improvisación bajo
presión, históricamente el más frecuente en España. Produce cambios, pero a un
precio político y social elevado, y rara vez genera consensos duraderos.
El tercero es el escenario del proyecto:
reconocimiento explícito de límites, definición de prioridades, aceptación de
costes y construcción de una estrategia de largo plazo. Es el escenario menos
probable, no por inviabilidad técnica, sino por incompatibilidad con los
incentivos políticos actuales. Exige liderazgo no carismático, sino
estructural; menos épica discursiva y más disciplina estratégica.
19. Qué implicaría un proyecto real
Hablar de proyecto no significa formular un plan detallado
cerrado, sino establecer criterios claros de decisión. Implicaría, al
menos, cinco renuncias fundamentales:
- Renunciar
a la idea de que todo crecimiento es bueno.
- Renunciar
a la ficción de que toda inversión merece aplauso.
- Renunciar
a la promesa implícita de que nadie perderá en el proceso de
transformación.
- Renunciar
al uso del personalismo como eje del debate político.
- Renunciar
a la comodidad del corto plazo como criterio dominante de acción pública.
A cambio, un proyecto permitiría algo hoy ausente: ordenar
el conflicto. Porque gobernar no es eliminar el conflicto, sino decidir qué
conflictos merecen ser asumidos y con qué finalidad.
20. La tesis final: el problema no es el poder, es el
vacío
Llegados a este punto, la tesis central puede formularse sin
ambigüedades:
el principal problema político de España no es quién ejerce el poder, sino
el vacío de proyecto que rodea al ejercicio mismo del poder.
La obsesión por los nombres propios —por la continuidad o
caída de líderes concretos— funciona como sustituto de un debate que exigiría
mucho más: discutir límites, aceptar pérdidas, redefinir expectativas
colectivas. Mientras ese debate no se produzca, el relevo de personas no
alterará sustancialmente el rumbo.
España no está bloqueada por falta de talento, ni siquiera
por falta de recursos. Está bloqueada por una cultura política que ha
convertido la gestión de la inercia en virtud y la ausencia de proyecto en
norma. El sistema no fracasa estrepitosamente; se vacía lentamente.
21. Epílogo: una advertencia sin dramatismo
No hay en este diagnóstico ninguna profecía de catástrofe
inevitable. Lo que hay es una advertencia simple: los países que renuncian a
pensarse estratégicamente no colapsan de golpe, pero pierden capacidad de
decisión. Y cuando esa capacidad se pierde, las decisiones las toman otros —los
mercados, las crisis, los condicionantes externos— sin legitimidad democrática
ni horizonte colectivo.
El verdadero debate pendiente en España no es electoral ni
personal. Es intelectual y político en el sentido más fuerte del término.
Mientras no se afronte, cualquier victoria será provisional y cualquier
estabilidad, engañosa.
