lunes, 23 de noviembre de 2020

Y llegó la vacuna... ¿o no?

 Muchos de los que se aventuraron a opinar sobre la evolución del COVID-19, a la vista de sus primeras manifestaciones, han tenido que rectificar y acomodarse, de mejor o peor grado, a las directrices de la OMS que, hay que reconocerlo, no han variado mucho desde que decidieron que nos enfrentábamos a una pandemia global que requería medidas excepcionales. Aunque esté feo citarse uno mismo, no tengo más remedio que reconocer que mi primera impresión, publicada aquí mismo en el mes de marzo o abril, fue que esto iba a durar poco, salvo que hubiera alguien interesado en mantenerlo, añadía para curarme en salud. Evidentemente no estuve muy acertado. 
Treinta y cinco semanas después seguimos con el virus bastante activo y a merced de sucesivas ocurrencias gubernamentales, recibidas, por el momento y con pocas excepciones, con singular estoicismo, que no parecen estar solucionando gran cosa, más allá de permitir a la epidemia seguir su curso apartando, de cuando en cuando, de la circulación los huéspedes necesarios para intentar evitar la saturación de un sistema sanitario cuyas deficiencias, a duras penas paliadas por el esfuerzo de sus profesionales, no resultan menos evidentes por haber reducido a una sola casi todas las patologías posibles, incluyendo aquellas, como el cáncer, que en 2019 mataron en España a más de cien mil personas y que, probablemente, están matando a muchas más en 2020.


Pero no todo son malas noticias. Ya tenemos, dicen, una vacuna a la que se atribuye un 90% de eficacia, lo que supongo que significa que 9 de cada 10 inoculados quedarán, temporalmente, al menos, inmunizados contra el COVID-19. Una vacuna basada en una tecnología relativamente nueva, es decir, que lleva ya unos años produciendo beneficios especulativos a dos empresas de biotecnología, Moderna (2010), en Estados Unidos y BioNTech (2008) en Alemania, asociada esta última a la norteamericana Pfizer, pero no, hasta ahora, un solo resultado tangible. Lo que he entendido, a partir de las explicaciones de una cualquiera de esas dos empresas, Moderna, y BioNTech es que no se trata, como en la vacunación clásica, de inocular una versión atontada del virus para estimular, sin riesgo de contraer la enfermedad, el sistema inmune del organismo, sino de construir, a partir de una cadena doble de DNA, lo que se conoce como un mensajero RNA, de aquí viene el nombre de una de las empresas moderna. Este mensajero, m RNA, contiene las instrucciones necesarias para que los ribosomas celulares construyan o activen las proteínas necesarias para combatir con éxito una determinada enfermedad. De hecho, en las páginas de estas empresas aparece el cáncer, entre otras, como objetivo a batir, por el momento sin éxito, aunque en el caso del COVID lo hayan conseguido, aparentemente, en un tiempo asombrosa y afortunadamente corto.


No es, sin embargo, demasiado tranquilizador que los directores financiero y médico de moderna y el director general de Pfizer vendieran casi todas sus acciones en esas empresas al socaire de la subida provocada por los anuncios de la vacuna, sin esperar a los mucho mayores beneficios que, sin duda, cabría esperar de su comercialización, cuando tal cosa ocurra. Que probablemente ocurrirá, aunque yo, y que el comité de la verdad recientemente constituido no me lo tenga en cuenta, sigo siendo escéptico. No creo que esto, por sí solo, acabe con la civilización y mucho menos con la especie humana, que seguramente ha superado crisis mayores, pero sí que la enfermedad y sobre todo su errática gestión nos complicará y mucho, la vida antes de que esto acabe, sobre todo a los que por edad u otras patologías ya la teníamos complicada de antemano.

Publicado en ECA el 19/11/2020