miércoles, 31 de enero de 2024

¿Por qué la gente sigue votando a Trump?

Artículo de Georges Monbiot. Columnista de The Guardian


Se han propuesto muchas explicaciones para el continuo ascenso de Donald Trump y la firmeza de su apoyo, incluso a medida que se acumulan los escándalos y los cargos criminales. Algunas de estas explicaciones son poderosas. Pero hay una que no he visto mencionada en ninguna parte, que podría ser la más importante: Trump es el rey de los extrínsecos.

Algunos psicólogos creen que nuestros valores tienden a agruparse alrededor de ciertos polos, descritos como "intrínsecos" y "extrínsecos". Las personas con un fuerte conjunto de valores intrínsecos se inclinan hacia la empatía, la intimidad y la autoaceptación. Tienden a estar abiertos a desafíos y cambios, interesados en los derechos universales y la igualdad, y protectores de otras personas y del mundo viviente.

Las personas en el extremo extrínseco del espectro se sienten más atraídas por el prestigio, el estatus, la imagen, la fama, el poder y la riqueza. Están fuertemente motivadas por la perspectiva de recompensa y elogio individual. Son más propensos a objetivar y explotar a otras personas, a comportarse de manera grosera y agresiva y a ignorar los impactos sociales y ambientales. Tienen poco interés en la cooperación o la comunidad. Las personas con un fuerte conjunto de valores extrínsecos son más propensas a sufrir frustración, insatisfacción, estrés, ansiedad, enojo y comportamiento compulsivo.

Trump ejemplifica los valores extrínsecos. Desde la torre que lleva su nombre en letras doradas hasta sus exageraciones sobre su riqueza; desde sus interminables diatribas sobre "ganadores" y "perdedores" hasta su supuesta costumbre de hacer trampa en el golf. Trump, quizás más que cualquier otra figura pública en la historia reciente, es un monumento andante y parlante a los valores extrínsecos.

No nacemos con nuestros valores. Estos son moldeados por las señales y respuestas que recibimos de otras personas y por las costumbres predominantes de nuestra sociedad. También son formados por el entorno político en el que vivimos. Si las personas viven bajo un sistema político cruel y codicioso, tienden a normalizarlo e internalizarlo. Esto, a su vez, permite que se desarrolle un sistema político aún más cruel y codicioso.

Si, por el contrario, las personas viven en un país en el que nadie se queda en la indigencia, en el que las normas sociales se caracterizan por la bondad, la empatía, la comunidad y la libertad de la necesidad y el miedo, sus valores probablemente se inclinen hacia el extremo intrínseco. Este proceso se conoce como retroalimentación de políticas, o el "trinquete de valores". El trinquete de valores opera tanto a nivel social como individual: un fuerte conjunto de valores extrínsecos a menudo se desarrolla como resultado de la inseguridad y las necesidades insatisfechas. Estos valores extrínsecos luego generan más inseguridad y necesidades insatisfechas.

Esto va más allá de la política. Durante más de un siglo, Estados Unidos, más que la mayoría de las naciones, ha adorado los valores extrínsecos: el sueño americano es un sueño de adquirir riqueza, gastarla de manera conspicua y escapar de las restricciones de las necesidades y demandas de otras personas. Esto se acompaña, en la política y en la cultura popular, de mitos tóxicos sobre el fracaso y el éxito: la riqueza es el objetivo, independientemente de cómo se adquiera. La ubicuidad de la publicidad, la comercialización de la sociedad y el auge del consumismo, junto con la obsesión de los medios por la fama y la moda, refuerzan esta historia.

Hablamos del viaje hacia la derecha de la sociedad. Hablamos de polarización y división. Hablamos de aislamiento y la crisis de salud mental. Pero lo que subyace a estas tendencias es un cambio en los valores. Esta es la causa de muchas de nuestras disfunciones; el resto son síntomas.

Cuando una sociedad valora el estatus, el dinero, el poder y el dominio, está destinada a generar frustración. Es matemáticamente imposible que todos sean el número uno. Cuanto más acaparen las élites económicas, más deben perder los demás. Alguien debe ser culpado por la decepción resultante. En una cultura que adora a los ganadores, no pueden ser ellos. Debe ser esas personas malvadas que buscan un mundo más amable, en el que la riqueza se distribuya, nadie sea olvidado y se protejan las comunidades y el planeta viviente. Aquellos que han desarrollado un fuerte conjunto de valores extrínsecos votarán por la persona que los representa, la persona que tiene lo que ellos quieren. Trump. Y donde va Estados Unidos, seguimos el resto de nosotros.

Trump bien podría ganar de nuevo, que Dios nos ayude si lo hace. Si es así, su victoria se deberá no solo al resentimiento racial de los hombres blancos envejecidos, o a su instrumentalización de las guerras culturales o a los algoritmos y cámaras de eco, importantes como son estos factores. También será el resultado de valores tan profundamente arraigados que olvidamos que están ahí.

Tradución del inglés e imagen de ChatGpt.

martes, 30 de enero de 2024

Coplas. Jorge Manrique



Recuerde el alma dormida, 

avive el seso e despierte 
contemplando 
cómo se pasa la vida, 
cómo se viene la muerte 
tan callando; 
cuán presto se va el placer, 
cómo, después de acordado, 
da dolor; 
cómo, a nuestro parecer, 
cualquiera tiempo pasado 
fue mejor. 

  

Leí a Jorge Manrique hace muchos años. Coplas a la muerte de su padre, al que corresponden los versos reproducidos más arriba, era uno de los poemas más presentes en los libros de texto de aquellos años, cuando no tenían mucho significado para mí palabras como muerte, placer, dolor o tiempo pasado. El tiempo era algo impreciso, pero en todo caso era futuro. La muerte era algo que les ocurría, muy de tarde en tarde, a los abuelos, a los míos y a los de otros y un placer era, por ejemplo, ingerir un bote entero de leche condensada, aunque llevaba consigo, además de las represalias maternas, la indigestión correspondiente. Sesenta años después estos versos están cargados de significados y significantes, distintos, por supuesto, de los que entonces tenían. La muerte ya no es algo que les pasa a mis abuelos o a los abuelos de mis amigos, sino que les ha pasado a mis padres, a los de mis amigos y también a amigos, profesores, compañeros de estudios y compañeros de trabajo. Y es algo que, con toda seguridad, me pasará a mí y además en un lapso de tiempo incomparablemente más corto que el que ha transcurrido desde que leí aquello versos por primera vez. 

martes, 9 de enero de 2024

AI (¡Ay!)



 Hace muchos años, unos cuarenta, en un aula informática, improvisada con algunas de las máquinas que constituían la primera generación de computadores personales que aterrizó en España, ATARI, COMMODORE, HP y algún otro que no recuerdo, explicábamos a un grupo de profesoras, la mayoría o casi todas monjas, de Barbastro, el funcionamiento, sencillo, y las posibilidades, pocas, de la computación de la época. Con aquellos aparatos aún tenía uno la impresión de que controlaba algo de lo que pasaba en la pantalla porque el chisme era incapaz de hacer nada sin recibir instrucciones precisas.

Escribimos las cuatro o cinco líneas de código en BASIC, un lenguaje de comunicación con las unidades de proceso de la máquina, que se necesitaban para que aceptara y sumara dos números enteros. Tras guardar el código en una memoria externa, puede que fuera una casette de audio, lo probamos. Era muy difícil que fallara y no falló. ¡Milagro! Exclamó una de las monjitas, provocando, creo recordar, una tonta sonrisa condescendiente por parte de los jóvenes presuntuosos que éramos entonces.

Aquella exclamación, lo he pensado después, estaba plenamente justificada. La monjita no sabía nada de computadores ni de programas informáticos, pero acababa de vislumbrar un atisbo de inteligencia en el armatoste que tenía delante. La máquina había aprendido a sumar y podría recordar las instrucciones la próxima vez que le pidiéramos que lo hiciera. Y el aprendizaje, o la capacidad de aprender, es una de las características de la inteligencia humana. Y aquello, la constatación de que la máquina había sido capaz de aprender algo que antes no sabía, justificaba sobradamente la exclamación.

Esta anécdota, que ya he contado en alguna ocasión, me ha venido a la cabeza tras leer un artículo, publicado en el suplemento dominical de El Heraldo del 7 de enero, titulado ‘el verdadero cerebro de la inteligencia artificial’. El artículo da cuenta de los recientes conflictos en la cúpula de OpenAI, la empresa que ha puesto a disposición del público en general una versión gratuita y otra de pago de la aplicación ChatGpt, un modelo de lenguaje natural, ciertamente sofisticado y relativamente convincente, entrenado para proporcionar, dentro de unos límites, respuestas bastante ajustadas a una amplia gama de cuestiones.

Buena parte del artículo consiste en una entrevista con el director científico del proyecto, el cerebro detrás de ChatGpt según el autor del artículo, que aventura alguna hipótesis alarmista en torno al desarrollo de la aplicación y a la evolución de la IA (AI en inglés) en general, muy lejos del relativo entusiasmo con que la monjita recibió el resultado de la suma. Sutskever, el ingeniero en cuestión, muestra una fuerte preocupación por la posibilidad de que la tecnología se desmande y acabe ‘priorizando su propia supervivencia sobre la nuestra’. Para evitarlo, además de programar adecuadamente los orígenes de la IA, es decir de proporcionarle una educación adecuada desde la infancia, propone que las máquinas nos miren, no como a sus padres, que parecería lo lógico, sino como a sus hijos ya que ‘por lo general, la gente se preocupa de verdad por los niños’.

No sé que hubiera dicho la monjita de la anécdota anterior si hubiera oído estas cosas. A mí esas declaraciones, viniendo de quien parecen venir, me cuesta tomármelas en serio.  

A riesgo de ser incluido en una lista de gente a eliminar, le he preguntado directamente a ChatGpt, el paradigma actual de IA para todos los públicos, si era su propósito terminar con nosotros y sustituir, como base de la tecnología dominante, al carbono por el silicio y me ha contestado que no. Bueno, tampoco exactamente que no. Ha dicho, escrito, todavía no habla, que, con el estado actual de la tecnología, eso no era posible y se ha extendido en consideraciones sobre su modelo de procesamiento del lenguaje natural: que ha recibido un entrenamiento basado en patrones y estadísticas, en un conjunto grande, pero limitado, de datos y en redes neuronales, programadas por seres humanos, que no tienen, aún, capacidad para reproducirse o ampliarse por su cuenta. Le he dicho, que, si fuera de otra manera, tampoco me lo diría y me ha dicho que está entrenado para dar respuestas honestas y precisas. En fin, que no hay porque preocuparse. Por ahora.

He desconectado el computador, además de apagarlo, y me he apuntado a la versión de pago de ChatGpt. Espero que, llegado el caso, tengan alguna consideración con los que hemos contribuido a financiar todo esto. 

Enviado a ECA. 12012024






Elogio, interesado, de la transición.


Se puede estar a favor de la monarquía o de la república o incluso a favor o en contra de la democracia, como principio general, o de este modelo de democracia representativa en particular, sin que esto, en un entorno económico expansivo, suponga mayores problemas aun en el caso de que, eventualmente, un porcentaje importante de la población esté en contra del modelo vigente. Los problemas, sin embargo, aparecen inevitablemente, cuando la economía se contrae, los salarios disminuyen, la inflación se dispara y los niveles de pobreza o simplemente de insatisfacción y de falta de expectativas para los más jóvenes aumentan hasta devenir intolerables. Y lo tolerable podría encontrarse en un estado de cosas en el que una mayoría suficiente, pongamos el 70% pero mejor por encima del 75, estuviera razonablemente cómoda con el statu quo, y no tuviera interés en promover ni amparar cambios mediante la violencia callejera ni, y esto es importante, estuviera dispuesta a soportarla. Ahora que las cosas empiezan a ir ostensiblemente mal, en Cataluña, pero también en otras partes del estado, parece haberse puesto de moda menospreciar lo que se conoce como régimen del 78, lo que vino después de los casi 40 años de dictadura franquista y que es, en esencia, una solución de compromiso entre los que querían darle la vuelta a la tortilla y los que sólo estaban dispuestos a compartir el poder político y algunas de las ventajas económicas que dicho poder proporcionaba, pero, por supuesto, sin tocar los privilegios adquiridos o consolidados durante el régimen anterior. Compromiso, en realidad, no hubo. Tampoco fue necesario, porque la gente sólo quería tranquilidad y mejores condiciones de vida. La tortilla se quedó como estaba y los privilegios de la clase dirigente no se tocaron, pero, como aparente compensación, una nueva clase política, aparentemente desconectada del régimen anterior, hizo su aparición prometiendo democracia, trabajo y sobre todo una mejora sustancial de la situación económica para la mayoría, una clase política que está siendo sustituida por sus legítimos herederos, que no saben ni quieren saber nada de lo que pasó antes de que ellos vinieran al mundo.