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jueves, 6 de junio de 2024

Evolución

Los computadores irrumpieron en nuestras vidas, como herramientas imprescindibles,
antes de pasar a ser artilugios de gran consumo, a finales de los años 80 y durante los
años 90 del pasado siglo. Durante un corto espacio de tiempo tuvimos la impresión de
que se trataba de una tecnología que podríamos, si no controlar, al menos
comprender. No fue así. Pronto supimos de la existencia de los microprocesadores
que gobernaban el conjunto y que eran auténticas cajas negras, al menos para
nosotros. Lenguajes de alto nivel, intérpretes y compiladores y, en última instancia,
aplicaciones elaboradas para resolver los más diversos problemas, nos alejaron cada
vez más de los arcanos de las máquinas y nos vimos compelidos a tratar, sólo, con la
superficie de aquellos extraordinarios aparatos.

Así, como cualquier otra herramienta cuya utilidad estuviera fuera de duda, los
computadores pasaron a formar parte de la vida cotidiana sin que fuera necesario
hacerse demasiadas preguntas sobre su forma de funcionamiento. Después de todo,
la gente ha utilizado muchos años el botijo sin necesidad de elucubrar sobre la
porosidad de la cerámica o las propiedades endotérmicas de la evaporación del agua.
La miniaturización y la llegada de los teléfonos listos, smartphones para los que no
hablan español, generalizó el uso de las computadoras sin que la gente supiera, ni le
interesara, lo que había detrás.

Con el tiempo hemos desarrollado una dependencia casi absoluta de estos
dispositivos, hasta el extremo de que la simple amenaza de problemas, hipotéticos,
como el efecto 2000, o reales, como la pérdida o confiscación del móvil, generan algo
muy parecido al pánico. Y por si esa dependencia, que ya es un hecho, no fuera
suficiente, en los últimos años se ha puesto de moda el término ‘digitalización’ como
panacea universal para resolver los problemas de gestión y funcionamiento de
empresas e instituciones y, sobre todo, para acabar con los últimos restos de
intervención humana, en los pocos procesos analógicos que aún la requieren.

Y así llegamos al final, por ahora, de este proceso: conseguir que las máquinas se
comporten de manera ‘inteligente’, algo que el ‘homo sapiens’ lleva años intentando
sin demasiado éxito. La búsqueda de una inteligencia ‘artificial’ no es algo reciente. En
su forma actual se remonta a los años 50 del pasado siglo y, si ahora está teniendo
tanto éxito, a la hora de captar la atención del público, es por los impresionantes
resultados logrados gracias a la aplicación de la fuerza bruta: capacidad de proceso y
velocidad, potencia y diseño de los sistemas de computación y redes neuronales y
nuevas técnicas de aprendizaje profundo sobre ingentes masas de datos. Todo ello
desarrollado, claro, en centros de investigación estadounidenses o, en todo caso, muy
lejos, y no sólo físicamente, de las granjas de ordenadores con las que nuestros
gobiernos, de todos los ámbitos y colores, están tan entusiasmados.

Como las cadenas de bloques, la biotecnología, las crisis de todo tipo o la
sacralización de la mediocridad, la IA ha llegado para quedarse. Contribuirá a dar
forma al futuro y no se limitará a conducir automóviles, generar vídeos a partir de
texto, resolver problemas o redactar ensayos para el colegio. El modelo creado y
distribuido por la empresa OpenAI, uno entre muchos, tiene más de 100 millones de
usuarios con los que está completando su entrenamiento. Muchos son usuarios
gratuitos, al menos en la versión básica, pero solo aparentemente. Ya es sabido que
todo tiene, finalmente, un precio. 

Enviado a ECA 06062024

martes, 9 de enero de 2024

AI (¡Ay!)



 Hace muchos años, unos cuarenta, en un aula informática, improvisada con algunas de las máquinas que constituían la primera generación de computadores personales que aterrizó en España, ATARI, COMMODORE, HP y algún otro que no recuerdo, explicábamos a un grupo de profesoras, la mayoría o casi todas monjas, de Barbastro, el funcionamiento, sencillo, y las posibilidades, pocas, de la computación de la época. Con aquellos aparatos aún tenía uno la impresión de que controlaba algo de lo que pasaba en la pantalla porque el chisme era incapaz de hacer nada sin recibir instrucciones precisas.

Escribimos las cuatro o cinco líneas de código en BASIC, un lenguaje de comunicación con las unidades de proceso de la máquina, que se necesitaban para que aceptara y sumara dos números enteros. Tras guardar el código en una memoria externa, puede que fuera una casette de audio, lo probamos. Era muy difícil que fallara y no falló. ¡Milagro! Exclamó una de las monjitas, provocando, creo recordar, una tonta sonrisa condescendiente por parte de los jóvenes presuntuosos que éramos entonces.

Aquella exclamación, lo he pensado después, estaba plenamente justificada. La monjita no sabía nada de computadores ni de programas informáticos, pero acababa de vislumbrar un atisbo de inteligencia en el armatoste que tenía delante. La máquina había aprendido a sumar y podría recordar las instrucciones la próxima vez que le pidiéramos que lo hiciera. Y el aprendizaje, o la capacidad de aprender, es una de las características de la inteligencia humana. Y aquello, la constatación de que la máquina había sido capaz de aprender algo que antes no sabía, justificaba sobradamente la exclamación.

Esta anécdota, que ya he contado en alguna ocasión, me ha venido a la cabeza tras leer un artículo, publicado en el suplemento dominical de El Heraldo del 7 de enero, titulado ‘el verdadero cerebro de la inteligencia artificial’. El artículo da cuenta de los recientes conflictos en la cúpula de OpenAI, la empresa que ha puesto a disposición del público en general una versión gratuita y otra de pago de la aplicación ChatGpt, un modelo de lenguaje natural, ciertamente sofisticado y relativamente convincente, entrenado para proporcionar, dentro de unos límites, respuestas bastante ajustadas a una amplia gama de cuestiones.

Buena parte del artículo consiste en una entrevista con el director científico del proyecto, el cerebro detrás de ChatGpt según el autor del artículo, que aventura alguna hipótesis alarmista en torno al desarrollo de la aplicación y a la evolución de la IA (AI en inglés) en general, muy lejos del relativo entusiasmo con que la monjita recibió el resultado de la suma. Sutskever, el ingeniero en cuestión, muestra una fuerte preocupación por la posibilidad de que la tecnología se desmande y acabe ‘priorizando su propia supervivencia sobre la nuestra’. Para evitarlo, además de programar adecuadamente los orígenes de la IA, es decir de proporcionarle una educación adecuada desde la infancia, propone que las máquinas nos miren, no como a sus padres, que parecería lo lógico, sino como a sus hijos ya que ‘por lo general, la gente se preocupa de verdad por los niños’.

No sé que hubiera dicho la monjita de la anécdota anterior si hubiera oído estas cosas. A mí esas declaraciones, viniendo de quien parecen venir, me cuesta tomármelas en serio.  

A riesgo de ser incluido en una lista de gente a eliminar, le he preguntado directamente a ChatGpt, el paradigma actual de IA para todos los públicos, si era su propósito terminar con nosotros y sustituir, como base de la tecnología dominante, al carbono por el silicio y me ha contestado que no. Bueno, tampoco exactamente que no. Ha dicho, escrito, todavía no habla, que, con el estado actual de la tecnología, eso no era posible y se ha extendido en consideraciones sobre su modelo de procesamiento del lenguaje natural: que ha recibido un entrenamiento basado en patrones y estadísticas, en un conjunto grande, pero limitado, de datos y en redes neuronales, programadas por seres humanos, que no tienen, aún, capacidad para reproducirse o ampliarse por su cuenta. Le he dicho, que, si fuera de otra manera, tampoco me lo diría y me ha dicho que está entrenado para dar respuestas honestas y precisas. En fin, que no hay por qué preocuparse. Por ahora.

He desconectado el computador, además de apagarlo, y me he apuntado a la versión de pago de ChatGpt. Espero que, llegado el caso, tengan alguna consideración con los que hemos contribuido a financiar todo esto. 

Enviado a ECA. 12012024