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martes, 5 de agosto de 2025

Últimas veces

Desde que cumplió los setenta años vivía con la sensación de estar haciendo cosas por última vez. Algunas ya habían quedado atrás para siempre: charlar con amigos hasta altas horas de la mañana en torno a una botella de vino; pasear por la playa; visitar alguna de sus ciudades fetiche, como Barcelona, Londres o París, que —pensaba con una mezcla de nostalgia y desdén— ya no son lo que fueron; o enredarse en discusiones políticas sin sentido. Esto último, sobre todo, porque creía haber alcanzado algo parecido a la ataraxia —así la llamaba él—, un estado en el que la opinión ajena, que nunca le había interesado demasiado, había dejado de importarle casi por completo.

Las dificultades que tenía para moverse, incluso con apoyo, eran cada vez más evidentes. Ciertos desplazamientos, antes habituales, se habían convertido en excepcionales, y en muchos casos estaban ya descartados. No siempre recordaba la última vez que había hecho algo, pero podía precisar, por ejemplo, la última vez que estuvo en una iglesia: el día del entierro de J; o la última vez que confió ciegamente en alguien, o que vio de cerca el mar. Algunas de esas últimas veces seguían el curso natural de la vida; otras nacían de decepciones; y otras —las que más le inquietaban— tenían que ver con limitaciones físicas, más irritantes todavía porque, por el momento, conservaba intactas, o eso creía él, sus facultades mentales. Ir en bicicleta, por ejemplo, había dejado de ser posible hacía ya tiempo: faltaban la fuerza para superar las cuestas y, sobre todo, el equilibrio, cada vez más precario, que podía perderse en cualquier momento.

Últimamente estaba obsesionado con una posible última vez relacionada con una de sus pasiones: los libros. Su mujer y él habían reunido con los años una buena biblioteca. Más de 5.000 libros repartidos en distintas ubicaciones, más o menos accesibles, aunque alcanzar los ejemplares de las baldas más altas empezara ya a ser problemático.

El verdadero desafío estaba en la biblioteca principal, instalada en una gran habitación abuhardillada, con estanterías en dos niveles unidos por una estrecha escalera de madera. Cuando se construyó, hacía más de treinta años, el conjunto parecía útil y, sobre todo, espectacular. Esto último lo seguía siendo, pero la pendiente de la escalera vista desde arriba resultaba ahora amenazadora. Sabía que llegaría el día en que tendría que subirla y bajarla por última vez. La subida, y sobre todo la bajada, eran ya un riesgo, pero admitir que no volvería a acceder a una parte de sus libros le producía una sensación desagradable. Y eso que estaba convencido de que, cuando él y su mujer no estuvieran, toda su biblioteca acabaría, sin ceremonias ni homenajes, en uno de esos mercadillos de segunda mano que, no sin cierta sensación de lástima, habían visitado en alguna ocasión.

El caso es que pensaba seguir subiendo y bajando mientras pudiera y dejarlo solo cuando fuera imposible. La cuestión estaba en si la constatación de esa imposibilidad llegaría antes o después de un accidente grave. Y en eso, y en lo inexorable de la ley de la gravedad, estaba pensando cuando, tras perder el apoyo de la barandilla, bajó -por última vez, con la cabeza por delante y a una velocidad que le sorprendió- al nivel inferior de la vieja biblioteca.




jueves, 3 de abril de 2025

No leer después de la línea 11


Últimamente he visto dos películas sobre teoría de números —en particular, los números primos—, la criptografía de clave pública y la seguridad de la información. Temas densos, sí, pero más fascinantes de lo que parece: todo ese aparato matemático invisible permite, entre otras cosas, que funcionen las criptomonedas, que se guarden secretos de Estado y que los misiles nucleares no se disparen por error. 

Hablábamos de esto en el viejo Café de Levante. Con cervezas sobre la mesa y servilletas convertidas en pizarras improvisadas, surgió la idea: ¿cómo introducir un mensaje secreto en un texto, al alcance de cualquiera, para que pase totalmente desapercibido? Eso, dije entonces, es fácil: basta con escribir un artículo cualquiera, sobre cualquier asunto, que tenga más de quince líneas. El mensaje, en español corriente, debe ir a partir de la línea once. Nadie lo notaría. En estos tiempos de consumo ansioso y lectura hipnótica de titulares, nadie lee más allá de unas pocas líneas. 

Este experimento trivial, nada más que una broma, esconde una idea preocupante: vivimos en una época donde la forma importa más que el fondo, donde lo visible eclipsa lo estructural, y donde el conocimiento está distribuido de forma profundamente desigual. Eso me llevó a recordar una vieja clasificación social que quizá convenga actualizar. Es la siguiente:

En el mundo hay tres tipos de personas. Que no son, como en el chiste, los que saben contar y los que no. La división, aunque algo más sutil, no es menos cortante. Hay un primer grupo, pequeño, discreto, que sabe cómo funciona su mundo y como gestionarlo. No necesitan aparecer en portadas, convocar ruedas de prensa, o hacer giras promocionales. No se dejan ver en Davos, ni en Cannes, ni en Twitter. Son los arquitectos del sistema, los que toman las decisiones estratégicas y diseñan el marco dentro del cual los demás se mueven.

Luego está el segundo grupo, algo más amplio, compuesto por personas que intentan entender el funcionamiento de su mundo. A veces lo logran, pero no tienen capacidad de decisión. Son observadores rigurosos, científicos sociales, lectores insaciables, ciudadanos atentos. Viven en tensión: saben lo suficiente como para inquietarse, pero no tienen las herramientas para transformar esa inquietud en poder.

Y, finalmente, el tercer grupo, el más numeroso: no entienden nada y tampoco les preocupa, pero son los que toman las decisiones tácticas que condicionan la vida política, económica y cultural del conjunto. Votan, consumen y opinan, aunque no suelen escribir; tampoco leen mucho. Participan en las redes, se exhiben en platós y ante micrófonos encendidos. Su ignorancia no es impostada: es natural, orgánica, y en muchos casos celebrada como forma de identidad colectiva. No obstante, de este grupo pueden salir líderes políticos y también las mayorías que los lleven al poder.

Puede parecer un esquema distópico, y tal vez lo sea. Pero no es nuevo. Esta clasificación remite a la sociología de las élites de Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, quienes describieron una minoría dirigente que concentra el poder, así como a la triada del Inner Party, Outer Party y Proles en 1984 de George Orwell, que ilustra jerarquías de conocimiento y control. Y resuena con la 'jaula de hierro' de Max Weber, metáfora de las estructuras burocráticas que constriñen la agencia individual. Lo novedoso es la forma en que los límites entre estos grupos se han vuelto más borrosos, más resbaladizos y, a la vez, más impermeables.

Existe una relación simbiótica entre ellos. El primer grupo necesita al tercero para ejecutar sus decisiones, para legitimar el espectáculo democrático, para absorber la tensión de las crisis. Y necesita al segundo para analizar, predecir, amortiguar. Pero ninguno de estos dos puede —o quiere— hacer visibles las estructuras reales del poder. Se puede pasar del tercer grupo al segundo leyendo. El resto de las transiciones son muy raras.

Volvamos a los números primos. Esos entes abstractos, estudiados desde hace siglos sin aparente utilidad práctica, hoy son el núcleo de la criptografía moderna. Gracias a ellos podemos comunicarnos de forma segura, almacenar datos, mover dinero y proteger secretos. Sin ellos, todo colapsaría: desde los sistemas bancarios hasta los misiles balísticos.

A eso se suma otro instrumento aún menos comprendido por la mayoría: la reserva fraccionaria. Este mecanismo, con el que los bancos prestan un dinero que no tienen, es una de las piezas centrales del capitalismo financiero. Su existencia, sin embargo, pasa desapercibida para casi todos. ¿Por qué? Porque comprenderla exige tiempo, esfuerzo, y una voluntad de mirar detrás del decorado que pocos cultivan.

Ambos instrumentos —los números primos y la reserva fraccionaria— pertenecen simbólicamente al primer grupo. Son una parte, quizá pequeña pero no insignificante, de su caja de herramientas. El segundo grupo los estudia, los explica, los cuestiona. El tercero ni siquiera sabe que existen. Y, sin embargo, su vida entera depende de ellos.

Pero no hay un “club secreto” que dirija el mundo desde un sótano lleno de pantallas. Lo que hay es una estructura de poder que opera bajo lógicas técnicas, financieras y algorítmicas que no requieren aplausos ni votos. Basta con que funcionen. Y funcionan.

Hay un mensaje en este texto y no está cifrado. Está a plena vista, como los números primos, como los contratos bancarios o las líneas que pocos llegan a leer. Está a partir de la línea once, si uno quiere. Pero, sobre todo, está en la invitación a leer críticamente, cuestionar las estructuras de poder y reconocer el valor (y la desigual distribución) del conocimiento.

Publicado en ECA 11 de abril de 2025


jueves, 9 de enero de 2025

Intemporal (publicada en un recopilatorio de historias sobre Barbastro)

 Cuando yo nací, en España mandaba un general que había ganado una guerra catorce años antes. Entonces, e incluso muchos años después, aquella guerra seguía estando presente en la mente de todos, aunque la gente procuraba no hablar mucho de ella y en la medida de lo posible intentaba olvidarla. De hecho, había una cosa que me llamaba la atención en mis primeros años y es que no parecía haber nada antes de aquella guerra. O al menos inmediatamente antes. Sí estaban, desde luego, los Reyes Católicos, Felipe II e incluso algunos borbones, pero nada que tuviera que ver con los años inmediatamente anteriores a la República, la república misma o las versiones no hagiográficas de la guerra civil. En los libros que yo leía, las aventuras de Guillermo Brown, por ejemplo, Guillermo iba a la misma escuela que sus padres, pero yo no iba a la misma escuela que mi padre porque mi padre estaba a los 17 años sirviendo una batería nacional cerca de Laspuña, incorporado a la fuerza para acosar a la 43 división del ejército republicano ya en franca retirada y concentrándose en la efímera bolsa de Bielsa. La república había suprimido los recuerdos anteriores al 31 y los vencedores de la guerra los anteriores a 1939 con lo que el país parecía limitarse a lo hecho desde que el general victorioso fue proclamado Caudillo de España por la gracia de Dios, o por una gracia de Dios, que también se decía en algunos ambientes.  

Nací en un viejo caserón de la calle de Las Fuentes, que, por entonces, se consideraba algo suburbial, aunque no formaba parte exactamente de lo que se conocía como el arrabal de la ciudad, habitada sobre todo por pequeños agricultores, como mi abuelo lo fue mientras las fuerzas se lo permitieron. La calle daba al río y estaba orientada al Sur, lo que garantizaba todo el año un carasol para que las vecinas de cierta edad, como mi abuela y sus vecinas que, sobre todo en primavera y verano, se sentaban todas las tardes a coser, escoscar almendras o lo que se terciase, se pusieran al día de la vida y milagros del resto del vecindario e incluso de lo que habían puesto por la televisión que ellas no tenían. De la calle se podía y aún se puede, salir en dirección este, hacia el arrabal y la iglesia y el puente de San Francisco que daba a la plaza de la Diputación o del matadero y a la calle Mayor o en dirección oeste, que es el objeto de este escrito, hacia el Moliné, el camino de los Tapiados y el de Cregenzán, la plaza de Guisar y el puente del Portillo sobre un río sin canalizar ni depurar. Pasado el puente y casi en la misma esquina que formaban la calle Mayor y Martínez Vargas había una oficina de la Seguridad Social y lo que llamábamos la Caja, donde el practicante y sus eficientes enfermeras, una muy alta y otra menos, nos administraban la penicilina con un buen hacer que los críos acogíamos, generalmente, con lloros y lamentos, pacientemente ignorados o calmados, a veces, con un caramelo o un trozo de regaliz. La Calle Mayor, transitada en dirección oeste, es decir, hacia el Entremuro, llevaba a los dos colegios religiosos, católicos, por supuesto, uno de monjas que tenía un parvulario y otro de curas, escolapios, en el que se podía estudiar hasta el bachillerato. 

En aquellos años la calle Mayor, o Argensola, en el tramo que va del puente del portillo hasta el colegio de los escolapios era bastante diferente a la de ahora, ocupada casi totalmente por la sede de la UNED en Barbastro. Nada más empezar había una zapatería y la imprenta de Adriana Corrales donde ya se imprimía el Cruzado, un llamado centro secundario de higiene rural donde nos sometían a interminables, por el número de partícipes, sesiones de RX con un aparato que ahora parecería, sin duda, muy rudimentario y sin que ni la enfermera ni los candidatos a irradiados, todos en la misma habitación que el aparato, tuviéramos la más mínima protección. Enfrente había una carpintería y una armería, donde, se decía, se reunían algunos de los prohombres del régimen, la casa Cancer o casa Zapatillas, habitada entonces por Valentina, una señora mayor que vivía sola desde la guerra y más arriba y para cerrar el ciclo, una funeraria justo enfrente de la iglesia de los escolapios y quizá algo más que ahora no recuerdo. Por ese tramo de la calle deambulaba Angelito, un muchacho vivales e incansable, con síndrome de Down y ciertas dificultades motrices que no le impedían recorrer la calle en cuyo centro vivía, de arriba abajo y aunque necesitaba ayuda, que obtenía sin dificultad, para cruzarla de un lado a otro. Angelito nos conocía por el nombre a todos o casi todos los que transitábamos por allí y a mí, al menos, me reconoció treinta años después cuando volví a transitar aquella calle por razones de trabajo y siguió llamándome Calito, como cuando tenía 6 años. Entonces en el colegio se aprendían muchas cosas y yo aprendí muchas en aquel colegio de los escolapios. Quizá no tantas en las monjas porque allí se estaba poco tiempo y yo sólo un año y porque mi madre ya me había enseñado a leer que era, sobre todo, lo que tocaba enseñarles a los parvulitos.

 Entonces no había nada parecido a teléfonos móviles, pero sí una lámina de pizarra sobre la que deslizábamos un pizarrín de yeso para escribir y que algunas veces llegaba a casa rota tras haber estampado la cartera que la contenía en la cabeza de algún colega. Las cosas, entonces, había que aprendérselas a golpe de codo y así aprendimos la geografía de España, de Europa, de Asia y de América, las capitales de todos los países del mundo, los cabos, los golfos, los estrechos… Skagerrak, Kattegat… y otros que ni siquiera aparecen ahora en los mapas, ríos.. el Odi, el Yenisei, Lena, Amur, Amarillo, Azul… el Petchora, Mezen, Dwina… volcanes, Cotopaxi y Chimborazo en Ecuador.. en fin, las preposiciones, los planetas, los hijos de Jacob y todo el antiguo testamento, las tablas aritméticas, el interés simple, la regla de tres y la Historia de España contada, claro, a la manera de entonces. Cosas que ahora no se aprenden porque no hace falta, ¡estando Google!. Y aún daba tiempo para ir a misa todos los días y rezar el rosario todas las tardes cuando tocaba. 

Delante de los escolapios había una plaza, sin asfaltar, limitada también y como ahora por el ayuntamiento, la calle Mayor y un asilo de ancianos. Una plaza que servía de patio de recreo para el colegio que, como única alternativa, tenía un patio interior, la luneta, bastante fría y húmeda, y en el que jugábamos a marro, a churro mediamanga.. a los boletes y en la que, el que había ido a uno de los tres cines el día anterior contaba la película con sabrosos detalles de su cosecha. En las escaleras que daban a la calle Mayor o en sus proximidades solía aposentarse una señora, que a mí me parecía muy mayor y que vendía chucherías que llevaba en una especie de pañuelo ropero y un hombre, también mayor, que empujaba un carrito conocido como el Carré. La alternativa era un carro, más grande, que tenía un puesto fijo en la Calle de San Ramón. Justo enfrente de la salida de esta plaza empezaba el Rollo, una calle pendiente y empedrada que iba directamente al Coso, dejando a la izquierda la iglesia y el colegio de las monjas y a la derecha unas dependencias del obispado que incluían un espacio dedicado a Acción Católica en el que, a decir verdad, tampoco se esforzaban mucho en adoctrinarnos. Al final, como ahora, la Caja de Ahorros, el hotel San Ramón, el inicio de la calle del mismo nombre y una plazoleta con una Sastrería en cuyo frontal había dos espejos, uno cóncavo y uno convexo, que deformaban las imágenes con notable alborozo por parte del que los veía por primera vez. En la plazoleta había también una minúscula librería cuyo propietario no tenía inconveniente en dejarnos revolver los libros que tenía amontonados en los estantes más bajos. Recuerdo especialmente una colección de novelas cuyo protagonista era Doc Savage, el hombre de bronce, que me costaron los recursos extraordinarios de varias semanas, aunque alguna de ellas la leí allí mismo, después de todo yo era un buen cliente que todas las semanas le compraba el episodio correspondiente de El Capitán Trueno y el Pulgarcito, siete pesetas entre los dos, con los beneficios que obtenía comprando el Hola, otras siete pesetas, que leían por turnos mi madre y mis dos tías y por lo que me daban cinco pesetas cada una. Después y ya con los libros, sobre todo las colecciones de editorial Bruguera, recorrí todas o casi todas las librerías de Barbastro que siempre ha sido y aún es una ciudad muy bien dotada en este sentido. 

Mi tía vivía al principio del Coso, oficialmente Paseo del Generalísimo, pero esa denominación era generalmente ignorada incluso en la correspondencia, en una casa de tres o cuatro pisos que aún existe y a donde iba mi madre casi todas las tardes a coser y a seguir la radionovela de la Cadena Ser. En la misma casa vivía mi amigo Juan con el que nos dedicábamos a recorrer el entorno y ocasionalmente a molestar a los trabajadores de l’Abeille, una agencia de seguros que había en la planta baja de la misma casa, por el procedimiento de introducir crípticos mensajes por el buzón que tenían en el patio. Cuando conseguimos, casi simultáneamente, que nos compraran una bicicleta, nuestro pequeño mundo se ensanchó rápidamente para incluir el Camino de Cregenzán y la mayoría de las badinas del río Vero, Melinguera, Punta Flecha, Fuente Franco… que suplían con creces las, entonces y por mucho tiempo más, inexistentes, piscinas municipales, en aquellos interminables y maravillosos veranos. Al principio del Coso estaba también uno de los dos puestos atendidos por la policía municipal, entonces conocidos como urbanos, para regular el tráfico por la que no sólo era la calle más importante del pueblo sino también un tramo de la carretera nacional 240, de Tarragona a San Sebastián, que ya empezaba a registrar un tráfico intenso. Después, mucho después, llegó la variante y más tarde la autovía, pero perdimos el ferrocarril que nos llevaba a Madrid en catorce o quince horas, llegaron los supermercados, muchos, y perdimos una parte importante del pequeño comercio que daba vida a la ciudad y llegó la pandemia que ha cerrado también las nuevas tiendas y está poniendo nuestras vidas en entredicho. Las calles, esas calles, siguen más o menos donde estaban, aunque los que las transitan en coche, en bicicleta o a pie sean otros y hayan desaparecido la mayor parte de los que las recorrían entonces. Así son las cosas.


viernes, 27 de diciembre de 2024

El Valor del Silencio (Texto generado íntegramente por AI)

 















En un mundo cada vez más ruidoso, el silencio se ha convertido en un bien escaso. Vivimos rodeados de notificaciones, conversaciones ininterrumpidas, motores que rugen y música que resuena en cada rincón. Sin embargo, pocos se detienen a reflexionar sobre lo que significa el silencio, su importancia y las oportunidades que nos ofrece. El silencio no es simplemente la ausencia de ruido. Es un espacio de encuentro con uno mismo, un refugio donde podemos procesar nuestras emociones, pensamientos e inquietudes. En el silencio, encontramos claridad, un momento para analizar nuestras decisiones y evaluar el rumbo de nuestra vida. Grandes ideas han nacido en momentos de introspección silenciosa; incluso las mentes más brillantes, como las de Einstein o Newton, encontraron inspiración en la calma. Pero en la sociedad actual, el silencio tiende a interpretarse como vacío o incomodidad. Las conversaciones se llenan de palabras superfluas para evitar los "momentos incómodos", y muchos sienten la necesidad de estar constantemente conectados para no enfrentarse al temido "aburrimiento". Sin embargo, el silencio no debería asustarnos. Deberíamos aprender a abrazarlo como una herramienta valiosa para el bienestar mental y emocional. Las tradiciones filosóficas y espirituales han reconocido desde hace milenios el poder del silencio. Desde la meditación budista hasta los retiros espirituales en monasterios cristianos, el silencio ha sido clave para alcanzar la paz interior. Estas prácticas nos enseñan que desconectar del ruido externo nos permite escuchar la voz interna, una guía que muchas veces ignoramos por el bullicio de la vida diaria. A nivel práctico, incorporar momentos de silencio en nuestra rutina puede tener efectos profundos. Un paseo por un bosque, unos minutos de respiración consciente al despertar o simplemente apagar el teléfono durante una hora pueden transformar nuestra percepción del día. Estos momentos no solo reducen el estrés, sino que también nos permiten ser más productivos y creativos. El silencio también tiene un impacto social. En un diálogo, aprender a escuchar sin interrumpir puede enriquecer enormemente las relaciones. Cuando dejamos espacio para el silencio, permitimos que las palabras del otro calen más hondo, fomentando una comunicación más auténtica y empática. En conclusión, el silencio no es un lujo, sino una necesidad. En un mundo donde el ruido parece inevitable, buscar momentos de quietud es un acto de resistencia y autocuidado. Más que nunca, necesitamos el silencio para recordar quiénes somos y hacia dónde queremos ir. Como dijo el filósofo Blaise Pascal: "La desgracia del hombre proviene de no saber permanecer en reposo, solo, en su habitación". Tal vez sea hora de redescubrir ese arte olvidado.

lunes, 11 de marzo de 2024

Domingos cerrado.

 


Los domingos por la mañana no hay, en esta zona de Zaragoza, ningún bar abierto. Este de Los Amantes, en la esquina de la calle Princesa y el paseo de Teruel, es un bar pequeño pero muy recomendable desde todos los puntos de vista. De lunes a sábado, claro. Los domingos hay una alternativa en una especie de bar-panadería-cafetería, la Panadería Simón, unos metros más abajo, hacia la puerta del Carmen. Ayer, domingo, estaba hasta los topes, como lógica consecuencia del cierre, también por descanso dominical, del Bar de la Esquina, regentado por un hombre con aspecto oriental, probablemente chino, que parecía dispuesto a abrir todos los días de la semana a pesar de contar, ostensiblemente, con una sola empleada. Pero no. Hasta ayer llegó la cosa. Las calles sin bares abiertos, con cada vez más tiendas cerradas y algún solar vallado y persistentemente vacío, son un anticipo del apocalipsis, del que ya tuvimos una primera visión, gracias a la desgraciada gestión gubernamental de la pandemia. O, dicho con algo menos de dramatismo, anticipan un cambio de época. Pero los cambios, que no son necesariamente malos, pueden parecerse al apocalipsis, vistos por los que ya no tenemos edad para adaptarnos.

domingo, 10 de marzo de 2024

Una de restarurantes.


La Peña Miguel Cebollada ha otorgado a La Bodega de Chema de Zaragoza el premio al mejor restaurante de Aragón. Muy merecido, por cierto. Enhorabuena a Alfredo Abadía y a todo su equipo. La foto de la izquierda corresponde a una comida de amigos: 4 barbastrenses y un riojano y una burgalesa que como si lo fueran, celebrada el pasado día 9.

viernes, 9 de febrero de 2024

Entre la saturación y la expectativa

Nuestro sistema de salud está, como tantas otras cosas, al borde del colapso. Los médicos de atención primaria, antes llamados de cabecera y ahora de familia, están desbordados y son claramente insuficientes para la demanda actual. Un problema que la puesta en marcha, cuando se realice y si se lleva a cabo, de un nuevo centro de salud hará aún más evidente: más y mejores espacios para los mismos o incluso menos médicos. En el caso de los especialistas, la situación es aún peor; las listas de espera en el hospital de Barbastro en algunas especialidades alcanzan niveles muy preocupantes y la atención prioritaria que hasta ahora se presta, por ejemplo, a los afectados por cáncer, parece estar en riesgo por falta de oncólogos en la plantilla.

Este es un asunto grave que, visto en perspectiva, no deja de tener su lógica. Los recursos disponibles, en sanidad, educación o vivienda, siempre están por debajo de la demanda, ligeramente cuando las cosas van bien y ostensiblemente cuando van mal. Es posible, desde luego, recordar con añoranza y aparente nostalgia tiempos pasados, pero si entonces las cosas parecían estar mejor era solo porque las expectativas y las necesidades eran significativamente menores. No hace tanto tiempo, aunque eso depende de la escala, estoy hablando de la segunda mitad del siglo pasado, que los médicos visitaban a domicilio o atendían en el suyo y un enfermero, practicante se decía entonces, iba de casa en casa a administrar la penicilina. Solía llegar a todas partes, pero un enfermo de cáncer en el medio rural y en una familia sin medios suficientes, podía darse por muerto.

El caso de los seguros privados es paradigmático. En algún momento, para familias con un poder adquisitivo medio, pudieron parecer la solución a los problemas de saturación del sistema sanitario público y seguramente lo fueron en los primeros momentos. Después, inevitablemente, la demanda desbordó ampliamente la oferta y las colas en ambos sistemas, el público y el privado, atendidos además por los mismos profesionales, se han igualado ya, para las especialidades con mayor demanda. Nada que la teoría de los vasos comunicantes no haya explicado ya.

La física, con la que los autores de un libro reciente están intentando conciliar el Génesis y la teoría del Big Bang, -ver el artículo de Pedro Escartín de la semana pasada- encuentra también su utilidad en otro de los problemas de la civilización post industrial: los que llevamos muchos años viajando a Zaragoza por razones de estudio, trabajo, médicas o de ocio, hemos visto de todo en esa carretera. Había muchos menos coches, y ya la carretera se saturaba con facilidad en cuanto se juntaban dos camiones y un autobús. Hoy, sin necesidad de hablar del escándalo que supone la travesía de Huesca, cuyo mantenimiento en el estado actual debería ser constitutivo de delito no amnistiable, es posible encontrarse cualquier fin de semana o en hora punta de cualquier otro día, con los mismos problemas, pero a la escala de los tiempos. Aquí el principio físico a aplicar es el que sostiene que los coches, como los gases, ocupan siempre todo el espacio disponible.

Otra interesante ley física, enunciada por Sir Isaac Newton en 1687, es el principio de acción y reacción o tercera ley de Newton. La ley dice que por cada acción siempre hay una reacción igual y opuesta. Una reacción que, en política, rara vez se limita a restaurar el statu quo ante… y una ley que quizá, a la vista de la reciente historia de Europa y no tan reciente de España, debería ser tenida en cuenta por la clase política actual. Pero eso ya lo tocaremos otro día. O quizá, mejor no.

Enviado a ECA. 9 febrero 2024

 

lunes, 26 de junio de 2023

Verano


El invierno ya no era lo que fue y parece que el verano tampoco es lo que era. Un mes de junio sorprendentemente lluvioso ha puesto a prueba las débiles infraestructuras urbanas y los caminos rurales, ha dañado aleatoriamente las cosechas y, al menos en una ocasión, incluso nos ha permitido recordar cómo eran los cortes del suministro eléctrico. La AEMET anuncia ahora un verano muy caluroso, lo que tampoco parece un anuncio especialmente arriesgado, aunque no recuerdo que hubiera anunciado los excesos en la pluviometría, así que ya veremos.


Los límites establecidos hace un año por el gobierno para el aire acondicionado, así como la obligatoriedad de establecer puertas estancas de cierre automático para evitar el intercambio de calor con el exterior, parecen haber caído en el olvido, como tantas otras ocurrencias. La ocupación de la vía pública por terrazas, sin embargo, establecida como solución provisional durante la pandemia para los bares que no dispusieran habitualmente de ellas, parece haber devenido permanente. La pandemia misma ha perdido bastante fuerza, sobre todo desde que la OMS la dio por terminada, pero aquí el gobierno sigue resistiéndose a suprimir el último recordatorio de su capacidad para obligarnos a hacer cualquier tontería que se les ocurra. La mascarilla, hoy lunes 26 de junio, sigue siendo obligatoria en establecimientos sanitarios.



El verano, que acabamos de estrenar, ha sido recibido con alborozo por hosteleros y veraneantes. Se anuncia, dicen, con toda la monserga al uso, un verano excepcional, esto es, reservas al 100%, playas saturadas, festivales abarrotados, zonas de montaña en las que habrá que limitar el acceso, siquiera sea nominalmente, para tratar de ralentizar la destrucción del paisaje, y el país paralizado, de hecho, hasta después del Pilar.


La novedad, este año, es que todo esto ocurre entre dos convocatorias electorales, la primera de las cuales, de carácter local y autonómico, ha supuesto una considerable pérdida de poder para la izquierda, y una segunda, de carácter nacional, para tratar de compensar la situación, manteniendo el poder del Estado. No sé si alguien recordará aquellos tiempos en los que el marketing electoral estaba vetado fuera de las campañas electorales o en los que se ventilaban modelos de sociedad distintos. Yo sí que los recuerdo y no tienen nada que ver con estos.


Actualmente la campaña, permanente, consiste en vender el producto propio y denostar al contrario, compitiendo por un puñado, más bien marginal, de votos, que son los que decidirán cual de los contendientes disfrutará, durante los próximos años, de los privilegios del poder. Un poder que podrá utilizar, y muy probablemente utilizará, para tocarnos las narices, imponernos colas absurdas para resolver cualquier tontería, legislar o producir normativa innecesaria sobre cualquier cosa que se les ocurra, con medidas que a ellos no les afectarán y sobre todo, claro, recaudar. Sus oponentes permanecerán tranquilamente a la espera, a la sombra de algún escaño, concejalía o lo que salga, donde matarán el tiempo hasta que les toque, otra vez, el turno. Y así, ad infinitum.


Al menos, claro, mientras los recursos disponibles sean suficientes y el número de descontentos y el grado de descontento, se mantengan por debajo de un nivel crítico. Es decir, mientras la economía, la energía, el clima, la sobreocupación de partes del territorio, una tecnología cuyos arcanos son cada vez más incomprensibles para la mayoría, la fragilidad del sistema monetario y otros factores, no se confabulen para romper la ilusión de que el estado de bienestar del que, a pesar de todos estos…, disfrutamos es permanente y el progreso una función lineal del tiempo. 

Enviado a ECA, 26 de junio de 2023

viernes, 30 de diciembre de 2022

Fin de... año

Vi una película, hace unos días, en la que la protagonista, a causa de un accidente dejaba de envejecer, se veía obligada a cambiar periódicamente de residencia y tenía que hacer pasar a su hija por su madre. Otro accidente devolvió las cosas a la normalidad y la protagonista, una vez localizada la primera cana, se casó con el hijo o el nieto de su primer amor y fueron felices y comieron perdices hasta, esto no salía en la película, pero era obvio, que fallecían y descansaban para siempre. Yo hubiera preferido otro final, pero las películas tienen que acabar en algún momento y no pueden gestionar acontecimientos lineales, así que los guionistas optaron por no complicarse la vida y matar a la protagonista, único final que conservaba el orden natural de las cosas y permitía poner la palabra FIN al cabo de la hora y media o dos que duraba la película.

Porque lo natural, efectivamente, es envejecer, con suerte, y, en todo caso, morirse tras un tiempo razonable. A mí lo de no envejecer me hacía, ya no, claro, cierta ilusión, sobre todo por una interpretación, quizá demasiado literal, del viejo proverbio chino que recomienda sentarse a la puerta de casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo. Pero si uno envejece, a partir de cierta edad lo que ocurre es exactamente lo contrario. Cada vez que pasas por delante de según quien, sobre todo si está sentado en la puerta de su casa, no puedes evitar preguntarte, ¿qué estará esperando este desgraciado?

En fin, bromas aparte, estamos asistiendo al final del año 2022 de la era cristiana y a punto de empezar el 2023. Digo esto, no porque tenga demasiada importancia, sino porque, en tiempos de tanta incertidumbre como los que nos ha tocado vivir, bien está contar con alguna certeza más, además de la apuntada en el párrafo anterior. Al final del verano cualquiera hubiera dicho que el otoño iba a ser poco menos que un anticipo del apocalipsis, con la inflación desbocada, la guerra en Ucrania transmutada en guerra nuclear mundial y la economía occidental definitivamente hundida, víctima de nuestros excesos y de algún error en el suministro de recursos. Evidentemente, las cosas no han ido, aún, por ahí, y los españoles de a pie, esos para los que dice trabajar el presidente del actual gobierno, han salido pitando a las carreteras, estaciones de ferrocarril y aeropuertos para ocupar, según las recurrentes noticias de todos los medios, el 80, 90% y 100% de las plazas disponibles en hoteles, restaurantes y chiringuitos diversos en los pueblos y las ciudades, el mar o la montaña, con la única condición de estar lejos del lugar de residencia habitual.

Mientras llegaban las vacaciones, nuestra esforzada clase política ha dedicado largas jornadas laborales a legislar sobre las cuestiones más pintorescas, la mayoría de las cuales, cosas de la edad y del poco tiempo que probablemente me quede para disfrutar del país que nos están dejando, me importan más bien poco. Quizá lo más sorprendente sea una ley, no recuerdo el nombre, que supera una de las pocas limitaciones impuestas al poder del parlamento británico. Uno de sus viejos manuales sostenía que el parlamento podía hacer cualquier cosa, menos convertir a un hombre en una mujer. Bah, cosas de los ingleses y de la edad media.

Bueno, pues volviendo a lo del final de año, el caso es que parece que los americanos van a intentar volver a la luna y que lo de la fusión nuclear estará listo, ¡sorpresa!, dentro de -otros- 25 años. Mientras tanto, entre Barbastro y Monzón se va a perforar, según publicaba El Periódico del 18 de este mes, una reserva de hidrógeno puro que, por lo visto, ya se descubrió en los años 60 del pasado siglo y que es, naturalmente, la primera de Europa. El 18, sí, no el 28. Tengan un feliz 2023, mantengan un razonable escepticismo, conserven a los amigos que aún les queden y procuren estar a prudente distancia de los que cantan por las mañanas.

Publicado en ECA 30/12/2022 

martes, 18 de octubre de 2022

Otoño 2022

 Cuando yo era muy joven, pongamos que hace más de 60 años, leí un libro de Julio Verne que me impresionó bastante, De la Tierra a la Luna, escrito en 1865, 104 años antes de que Neil Armstrong pusiera el pie en nuestro satélite. La novela describía los esfuerzos de un grupo de artificieros del ejército estadounidense para reutilizar la tecnología balística utilizada en la recién terminada guerra civil y construir un artilugio capaz de vencer la gravedad terrestre y viajar hasta la Luna. No pisaron la Luna, creo, pero consiguieron orbitarla y volver a la Tierra. En 1968 se estrenó la película 2001, una odisea en el espacio, dirigida por Stanley Kubrick, en la que se cuenta como una inteligencia extraterrestre induce, o enseña, a un grupo de monos escandalosos, que se pelean a gritos junto a una charca de agua estancada, a utilizar sus extremidades superiores para manejar una estaca con la que romper la cabeza a sus semejantes. Aparentemente esto fue el principio de un largo proceso evolutivo que culminó en el Homo Sapiens, capaz de construir una nave con la que salir al encuentro de sus benefactores, cosa que ocurre al final de la película.

En fin, todo esto viene a cuento de que, durante bastante tiempo, pensábamos que la evolución nos iba a permitir abandonar este valle de lágrimas por una vía distinta de la habitual y colonizar primero el sistema solar y después… ¿quién sabe? Había que superar serios inconvenientes como la gravedad, la falta de fuentes de energía adecuadas o de atmósfera, las distancias a recorrer y los límites físicos a la velocidad alcanzable… pero en las películas y en las novelas de Asimov, Bradbury y otros, todo eso era peccata minuta. El final de la guerra fría, con la descomposición de la Unión Soviética y el fin de la carrera espacial puso fin a los viajes al espacio, salvo los necesarios para mantener una compleja red de satélites de comunicaciones, espionaje y control de la población que aún siguen ahí. La evolución, gracias también a la tecnología militar estadounidense, fue por otro camino.

Los computadores primero y los protocolos desarrollados por la agencia de proyectos avanzados de defensa (DARPA) de Estados Unidos, llevaron a Internet y a una revolución cuyos efectos empezaron a notarse en los años 90 y que hoy ha cambiado, no necesariamente para bien, y en poco más de 30 años, nuestra forma de informarnos, comunicarnos, leer, aprender y, en definitiva, de ver el mundo. Una revolución basada, también, en la disponibilidad de energía fósil abundante y barata, en los descubrimientos científicos de los siglos XVIII y XIX y en la religión del crecimiento, aunque cuando Dios dijo aquello de creced y multiplicaos, probablemente, creía que no pensábamos pasarnos la vida en este pequeño y redondo planeta, ni que nos tomaríamos tan al pie de la letra lo de multiplicaos. Este otoño llegaremos a 8000 millones, si la guerra en el este de Europa no lo impide, con muchos de los activos que nos han traído hasta aquí seriamente comprometidos. No sé si saldremos del carajal en el que estamos metidos, espero que sí, pero hace tiempo ya que estamos consumiendo los recursos de un futuro que parecía más lejano de lo que estaba en realidad.   

Esta mañana he leído la carta de dimisión de la jefa de oncología del Hospital de Barbastro, un servicio del que la ciudad podía sentirse, hasta no hace mucho, legítimamente satisfecha. La razón, la sostenida e insoportable falta de medios para atender a sus pacientes. Una más de las muchas cosas que están pasando y que no deberían pasar.

ECA 21oct2022

 

viernes, 18 de marzo de 2022

¿Primavera?

Me decían esta mañana que el polvo del desierto, que ha teñido de amarillo Madrid y media España, no es sino la última, por ahora, de las plagas que nos están cayendo encima en este año III de la Pandemia Interminable, junto a la guerra, la crisis energética y climática, la inflación, las matemáticas con perspectiva de género, los políticos y sus políticas y la tontería felizmente reinante. Es posible, pero las plagas en Egipto terminaron cuando el Faraón cedió y dejó salir a los judíos. Nada de lo que está pasando hoy, y son muchas cosas, parece tener remedio. Algunos edificios públicos, no sé si todos, han cerrado la calefacción 15 días antes de lo previsto y Ana Patricia Botín ha bajado a 17 grados la calefacción de su casa, siguiendo las directrices del superministro Borrell y con objeto de tocarle las narices a Putin. Puede parecer una tontería, pero sólo porque, efectivamente, es una tontería. La guerra en Ucrania, una guerra no declarada, ha despertado de su letargo a la Unión Europea y ha abierto de par en par sus fronteras a millones de refugiados ucranianos, agraviando, comparativamente, a los que, desde Siria, Afganistán y otros lugares llevan años esperando a la puerta sin demasiado éxito. Nuestro problema es que vivimos al día y vivimos al día porque no podemos, o no sabemos, vivir de otra manera, no entendemos un carajo de todo lo que pasa y aunque lo entendiéramos daría igual. Ayer, aprovechando la coincidencia de la fecha en formato anglosajón: 3, 14 con los tres primeros dígitos del número Pi, se celebraba por resolución de la UNESCO, el día de las matemáticas. Lo celebramos, pero seguimos creyendo que es posible hacer sostenible el crecimiento exponencial simplemente cambiándole el nombre. La Reserva Federal, el FMI o el Banco Central Europeo han sido, durante algún tiempo los garantes de una estabilidad de precios tan fantástica como todo lo demás, Hubo un tiempo en el que la inflación se creaba a base de imprimir billetes sin el debido respaldo, ya fuera oro, derechos de giro del FMI o lo que fuera. Hoy eso ya es innecesario porque el 95% del dinero en circulación son depósitos a la vista o a corto y medio plazo y el dinero lo crean de la nada los bancos comerciales cada vez que conceden un préstamo, un proceso inflacionario donde los haya, me parece a mí, pero se nos ha hecho creer que la política monetaria, a veces restrictiva, a veces lo contrario, es suficiente para hacer compatible la pérdida de valor del dinero con el mantenimiento de su poder adquisitivo. Y puede que lo haya sido, pero parece que se acabó. Durante años se han ignorado las señales de alarma que nos envía el planeta que nos acoge, cada vez con más desgana, aunque sólo seamos un pequeño interludio en sus 4.500 millones de años de historia geológica. Hace 10.000 años el homo sapiens, sapiens a ratos y porque lo decimos nosotros, eran poco más de 1.000.000 de individuos, en 1953 ya éramos dos mil millones y hoy somos más de siete mil millones. No sé dónde estará el límite, pero esté donde esté, está claro que lo alcanzaremos en poco tiempo. Este es, precisamente, el pequeño secreto que hay detrás del crecimiento exponencial. Ayer leí de una sentada el libro póstumo de Fernando Marías, al que conocí en Barbastro hace muchos años, en el que cuenta la terrible historia de días de vino y rosas trasplantada al Madrid de finales del siglo XX y, ya por la noche, hice una llamada desde el teléfono fijo. La relación entre ambos hechos y lo que he escrito más arriba me ha tenido desvelado desde las cinco de la mañana. Otro día me extenderé sobre esto, que hoy ya llego tarde. Publicado en ECA. 18/03/2022

viernes, 22 de noviembre de 2019

Barcelona


Barcelona es una de las ciudades fetiche de mi infancia. Estuve varias veces en el Hospital infantil de San Juan de Dios de la Diagonal y mis padres tenían allí familia y amigos, así que íbamos con cierta frecuencia. También pasé algunas vacaciones en una vieja fábrica de cartón, entonces casi la única industria de San Juan Despí, en la carretera que unía esta ciudad con San Felíu de Llobregat y que debía ser de los pocos sitios en España donde se podían encontrar, listas para convertirse en pulpa, las revistas y periódicos franceses o alemanes que en los quioscos de las Ramblas estaban prohibidos. Porque entonces y no ahora como pretenden algunos, España era, técnicamente, una dictadura en la que no había elecciones libres, ni separación de poderes, ni libertad de prensa o manifestación, ni sindicatos horizontales y si, en cambio, jurisdicciones de excepción ya fueran tribunales militares, que emitieron sentencias de muerte en fecha tan tardía como 1975, o el tribunal de orden público que emitió largas condenas de prisión por delitos de asociación ilícita o de opinión. Pero en todas las casas en las que estuve y también en el hospital, en la calle, en las tiendas o en el transporte público se hablaba en catalán, el que lo sabía o en español sin que, en todo caso, eso pareciera ser un problema para nadie. Si Franco, que efectivamente era un dictador, visitaba Barcelona, no sólo no tenía que esconderse sino que las calles se llenaban de gente aclamándole, mientras que el Rey hace unos días ha tenido que refugiarse casi clandestinamente en Pedralbes después de haber sido declarado persona non grata en Gerona. Y eso que, según un politólogo madrileño España es hoy un estado fascista, colonial y opresor que somete a todo tipo de arbitrariedades al sufrido pueblo catalán. En fin, una interminable cadena de despropósitos que empezó, quizá, con la lamentable gestión de la reforma del estatuto o mucho antes y cuyo final no se ve por ninguna parte porque, como ocurre con el cambio climático, con la crisis de gobierno en España, con el Brexit o con tantas otras cosas, el signo de los tiempos es ignorar los problemas hasta que no tienen solución. El fascismo, como dijo un diputado en una de las últimas sesiones de las cortes de la república, no es una acción, es una reacción. Y una reacción, añado yo, que rara vez se limita a restaurar el statu quo. Ya ha pasado. Después, que no se quejen.

Publicado en ECA

miércoles, 2 de enero de 2019

Una excursión a la montaña (I)


A las tres de la tarde del día de jueves santo de 1973, creo que era el mes de abril, el autobús nos dejó en Siresa, un pequeño pueblo del Valle de Hecho en el que había unas pocas casas de piedra y alguna, más reciente, con revestimientos de madera, ladrillo o mampostería, corrales en las afueras, el ayuntamiento, ya cerrado, un pequeño bar que también era una tienda en la que se vendía de todo y el cuartel de la Guardia Civil, todo ello en torno a una Iglesia que, por aquel entonces aún debía estar atendida por un cura nativo, formado en los seminarios de Barbastro, recientemente cerrado o de Zaragoza. Alguien sugirió que diéramos cuenta, en el cuartelillo, de nuestra intención de aventurarnos en la montaña, por si nos perdíamos o teníamos algún problema con una climatología que, a pesar de que ya habíamos dejado atrás el invierno, aún podía darnos algún susto. El guardia que nos atendió nos preguntó que a dónde íbamos, le respondimos con vaguedades porque no lo sabíamos muy bien, que si teníamos experiencia en la montaña, le dijimos que sí, que solíamos ir a los alrededores de San Juan de la Peña a hacer alguna costillada dominical, cosa que pareció hacerle gracia y que cuándo pensábamos volver, el domingo, le dijimos, porque el lunes había clase y yo, por ejemplo, tenía examen. Me miró con algo de sorna pero tomó nota de todo, examen incluido y de los nombres de los siete. A las chicas se lo hizo repetir dos veces, como si quisiera asegurarse de que se habían unido voluntariamente a aquellos tipos en una expedición a no se sabía dónde y nos dijo que fuéramos con cuidado, que no nos aventuráramos fuera de la carretera o de los caminos o pistas señalizados, que buscáramos un refugio en caso de tormenta y que permaneciéramos allí hasta que escampara y que pasáramos por el cuartelillo a la vuelta o llamáramos si volvíamos de noche o por otro camino.

No debían ser aún las 5 de la tarde cuando, con las mochilas absurdamente cargadas, entre otras cosas, con latas de conserva que traíamos desde Zaragoza, sin bastones ni piolets ni nada parecido pero, al menos, con buenas botas y algunos, no todos, con anoraks de plumas, emprendimos el camino hacia el norte siguiendo el curso del río Aragón Subordán y dejando a la derecha las primeras manchas de la Selva de Oza. Novatos como éramos y algo ofuscados como estábamos por lo que considerábamos una estupenda aventura, a nadie se le ocurrió que no eran horas para emprender una caminata y que hubiera sido mejor buscar en el pueblo algún sitio para pasar la noche. Apenas habíamos recorrido un par de kilómetros cuando empezó a ponerse de manifiesto lo desacertado de aquella decisión. En cuanto el Sol desapareció tras las estribaciones montañosas del oeste la temperatura bajó bruscamente y empezó a caer una llovizna helada, ligera y persistente que iba haciendo el camino, ascendente, cada vez más penoso. Alguno había traído gafas de Sol, inútiles ya a aquellas horas, pero nadie tenía nada  eficiente para proteger los ojos de la ventisca que, naturalmente, soplaba de frente y los que, por miopía u otro problema de visión usábamos gafas normales teníamos el problema adicional de tener que limpiarlas constantemente con un pañuelo cada vez más mojado. Al cabo de una hora u hora y media más de camino ya estaba claro que no íbamos a llegar muy lejos y nos paramos al borde de la carretera dejando las mochilas en el suelo. Un par de caminantes, algo mayores y mucho mejor equipados que nosotros, nos alcanzaron al poco y se detuvieron un momento mirándonos con un aire que tanto podía ser de incredulidad como de lástima. Nos dijeron que pensaban dormir en un refugio que había un poco más adelante, un poco, para ellos, era un par de horas de marcha y a su ‘marcha’ pero que había que darse prisa porque se llenaría pronto. Les agradecimos la información y cargamos de nuevo con las mochilas con poco entusiasmo. Al fin y al cabo, dijo alguien, para eso hemos venido aquí. Pero la columna que formábamos pronto empezó a alargarse, tanto que la cabeza y la cola perdieron el contacto visual, ya era casi noche cerrada y sólo llevábamos un par de linternas de escasa potencia así que fue preciso detenerse de nuevo.

A estas alturas ya resultaba evidente que la expedición adolecía de la más mínima organización, pero aun así nadie se decidía a decir lo que más de uno pensaba. Que lo mejor sería volver a Siresa o pasar la noche en cualquier borda de las que habíamos dejado por el camino. Las dos chicas, que se habían apuntado a la expedición por razones que entonces ya no debían tener nada claras, creyendo que se trataba de una versión algo más sofisticada de nuestras excursiones en el canfranero, ya se habían dado cuenta, como el resto de nosotros, de que allí nadie había previsto lo que íbamos a encontrarnos y de que en realidad toda nuestra experiencia en la montaña se reducía a aquellas divertidas excursiones domingueras. Además, los problemas, en un descampado tan inhóspito, eran mayores para ellas que para nosotros así que, por una vez, intentamos utilizar la cabeza para algo más que para llevar los gorros de lana que sí habíamos traído, que empezaban a empaparse y que con las barbas que entonces estaban de moda nos daban un aspecto poco tranquilizador. Seguir avanzando, con buena pendiente, para llegar a un refugio, del que sólo sabíamos que estaba a unas dos horas de camino a buen ritmo, con la llovizna que se había transformado en aguanieve y en la oscuridad no era una opción. Volver al pueblo parecía algo más razonable, era cuesta abajo, pero ya eran casi las 9 y teníamos otras dos horas de camino, también a oscuras, por delante, así que propuse y se aceptó con algo de entusiasmo, que retrocediéramos hasta una casa que había entrevisto en la penumbra poco antes de parar y que intentáramos conseguir allí algún refugio para pasar la noche.

El problema era encontrarla ya que, incluso con las linternas, apenas se veía lo suficiente para mantenernos en la carretera, agarrados cada uno a la mochila del que iba delante pero, al cabo de un buen rato, dimos con un portal de madera que daba acceso a un camino relativamente ancho, flanqueado por árboles de gran tamaño y empedrado, apto para el paso de vehículos. No se veía ninguna luz, pero el camino parecía llevar a alguna parte así que, tras una breve deliberación, nos metimos por allí conservando el orden y las precauciones de marcha. Al cabo de poco más de cinco minutos llegamos a un caserón que parecía deshabitado pero no abandonado y que resultó ser, según el cartel clavado en el dintel de la puerta, un cuartel, presumiblemente utilizado en verano, de la Guardia Civil. Ahora no sé, pero en 1973 no parecía buena idea que un grupo de estudiantes, que por el aspecto podían ser también cualquier otra cosa, merodeara en torno a un cuartel, por muy deshabitado que pareciera. Julián, que desde la visita a la Guardia Civil de Siresa no había abierto la boca y que militaba en uno de aquellos pequeños y ruidosos partidos de izquierda que proliferaban en los primeros y mediados 70 y de los que tan pocos quedaron después de  1979, dijo en tono nervioso y algo apremiante que lo mejor que podíamos hacer era volver a la carretera y buscar algo menos problemático. Los demás ya habíamos descargado las mochilas cerca de la puerta, aprovechando la protección de un pequeño tejadillo y algunos estábamos ya sentados con la espalda apoyada en la pared. Rosa, la más decidida de las dos chicas y la que había empujado a Susana a participar en aquella descabellada aventura, dijo alto y claro que ella no pensaba moverse de allí y que más nos valía hacer algo para que pudiéramos pasar la noche a cubierto o no volvería a dirigirnos la palabra en la vida. Susana no dijo nada pero se acercó a Rosa para dejar claro que pensaba exactamente lo mismo. Aquella era una de esas situaciones en las que uno está dispuesto a hacer cualquier cosa menos el ridículo y pasar por un cobarde o un inútil no entraba en los planes de ninguno de nosotros. Además, estábamos empapados y congelados así que, casi sin mediar palabra, nos pusimos a buscar por los alrededores algún hueco donde cobijarnos, una búsqueda seriamente limitada por nuestro desconocimiento del terreno, por la oscuridad absoluta y por la deficiente iluminación de nuestras dos únicas linternas, una de las cuales empezaba ya a dar señales de agotamiento. Eso tampoco lo habíamos previsto y nadie llevaba pilas nuevas.
(Continuará)

jueves, 27 de septiembre de 2018

Equinoccio de Otoño

El caos no es una opción, es una consecuencia de las leyes de la física. Hacia allí vamos, como individuos pero también como especie, nosotros y nuestro habitat, el planeta que nos acoge, probablemente a pesar suyo y la estrella que nos alumbra. Todo a su debido tiempo, claro, pero, de momento, el Sol se va a poner por el mismo sitio que el año pasado en esta misma fecha, unos pocos grados al norte de El Pueyo, visto desde mi casa. Claro que subir la escalera y sobre todo bajarla me ha costado un poco más que la última vez y no estoy tan seguro como lo estaba el año pasado de que pueda volver a tomar esta foto el año que viene. Aunque tampoco tiene mucha importancia. En eso, al menos, no se esperan grandes, ni pequeños, cambios.

lunes, 8 de enero de 2018

Problemas

El 14 de julio me encontraron un cáncer en la vejiga. Fue gracias a una revisión de la próstata en una clínica privada a la que fui porque llevaba esperando más de un año que me llamaran de la Seguridad Social y cuando reclamé, por escrito, me dijeron, entre otras tonterías y también por escrito, que mi caso no estaba clasificado como urgente. No sé qué es lo que considerarán urgente. La revisión incluía una ecografía del abdomen y el urólogo detectó lo que podría ser un tumor en la vejiga, que había que extirpar para ver lo que era exactamente y evaluar el riesgo posterior. La intervención quedó fijada para el 24 del mismo mes en Huesca. Se llevó a cabo con anestesia local epidural y tuve la posibilidad, que no aproveché del todo porque no me dejaron las gafas, de seguir las evoluciones del bisturí por el interior de la vejiga en un monitor que había justo sobre mi cabeza. En general fue bastante incómoda por el frío glacial que hacía en el quirófano y  por la maldita sonda que tuve que llevar durante cuatro o cinco días, pero nada más. El resultado de la biopsia no fue bueno, era, efectivamente, un tumor maligno, ni malo, era superficial y bien diferenciado con pronóstico, en principio favorable. En fin, casi, casi, lo mejor que podía pasar y la cosa quedó allí, pendiente de otra intervención similar, -su nombre técnico es RTU, por resección transuretral-, cinco meses después, intervención que sería la primera de una serie que se iría espaciando cada vez más… si todo iba bien y el tumor no se reproducía. Pero claro, se reprodujo. Uno nuevo, algo más pequeño, según parece y también de aspecto superficial apareció en otro lugar de la vejiga en la RTU del 3 de enero, así que estamos como al principio o un poco peor. De momento hay que esperar al día 16 de enero para conocer los resultados de la biopsia y el nivel de agresividad del nuevo tumor. Si es como el anterior quizá se solucione con unos lavados. Si no...

viernes, 5 de enero de 2018

¿Energía? No pasa nada. Y si pasa, no importa.



¿De dónde venimos? ¿a dónde vamos?... son preguntas recurrentes a las que no se les suele encontrar una respuesta convincente, por más que una trivial, obvia y parcialmente concordante con la experiencia aparezca ya en el Génesis 3:19: del polvo y al polvo. No parece posible llegar mucho más lejos, sin recurrir a la fe que es una virtud que, como es sabido, no tiene todo el mundo.
Hay otra pregunta que parece más prometedora: ¿qué hacemos aquí?, y sobre esto hay opiniones para todos los gustos, desde los que se empeñan en buscarle un sentido trascendental a la existencia, hasta los que creen que esto no tiene ni pies de cabeza y también hay una respuesta que sirve para todos los casos, aunque quizá no en la misma medida. Lo que hacemos aquí es gastar, derrochar, malmeter como decía mi abuela. De todo, pero, en última instancia, energía. Habrá quien crea que esto es por vicio o por ignorancia y es posible que haya algo de eso, pero no mucho porque, en realidad, no podemos hacer otra cosa. O gastamos energía –en este contexto gastar significa transformar energía útil y concentrada en calor inútil y disperso- o desaparecemos.
Así, nosotros mismos, aunque ya somos concebidos con un alto grado de complejidad, dedicamos ingentes cantidades de energía a mantener y acrecentar esa complejidad a lo largo de toda nuestra vida. Al final volveremos al polvo del que, según el Génesis, salimos, pero la energía que hemos utilizado habrá devenido inútil para cualquier finalidad práctica distinta de elevar un poco más la temperatura media de la Tierra y el mundo estará un poco más cerca de un estado ideal, de entropía infinita y caos absoluto en el que ya no seremos necesarios ni posibles. Bueno, necesarios tampoco lo somos ahora. La energía tiene otras formas de disiparse sin nuestra intervención.
El caso es que, si queremos mantener la complejidad, la nuestra y la de nuestra civilización, sostener el escandaloso tren de vida que llevamos en occidente y permitir una aproximación al mismo a los pueblos que ahora mismo están aporreando la puerta, antes de que consigan echarla abajo, necesitamos un aporte continuo y preferiblemente creciente de energía concentrada. Energía que, como es el caso del petróleo y en menor medida también del gas natural y del carbón, ha necesitado cientos de miles e incluso millones de años para formarse y que vamos a consumir en poco más de un par de cientos de años.
El reto, el problema de siempre, aunque durante unos pocos años ha podido dar la impresión de estar superado es, precisamente, de dónde vamos a sacar esa energía concentrada el año que viene, pero a este respecto podemos estar tranquilos. O no, que nos va a dar igual. De acuerdo con los informes anuales de la Agencia Internacional de la Energía, de la OPEC o de la Administración Federal de la Energía de Estados Unidos parece que, al menos un año más, podremos decir que los negocios seguirán como de costumbre.
En resumen, que si en el año 2015, el mix energético -casi 14.000 Mtoe[1]-  estaba formado aún por un 80% largo de combustibles fósiles (carbón, gas y petróleo), un 2,5% de energía hidráulica, un 9,7% de biofuel, que tiene la doble virtud de producir energía y matar de hambre a los hipotéticos consumidores y un 2% escaso de las energías supuestamente renovables, para el 2018 no se prevén grandes variaciones salvo la consolidación del gas natural como combustible de transición -aún hay quién confía en una transición tranquila a las energías renovables- y del fracking como técnica de extracción de los últimos restos, sobre todo en Estados Unidos, un incremento de la eficiencia en los motores de combustión interna, que no se traducirá necesariamente en una reducción del consumo (paradoja de Jevons), una disminución del consumo de carbón, sobre todo en China y un recurso más decidido a la inversión en renovables. Nada nuevo bajo el Sol, suponiendo que nos cuenten toda la verdad y que las Nuevas Políticas auspiciadas por la agencia internacional de la energía se lleven a cabo. Que tampoco es muy probable.



[1] Millones de toneladas equivalentes de petróleo

 (Publicado en ECA el 5 de enero de 2018)

lunes, 13 de agosto de 2012

Agosto

Han terminado los Juegos Olímpicos de Londres sin que se haya materializado, tampoco aquí, el desastre que algunos vaticinaron tras la derrota de la selección española de fútbol y donde, finalmente, los españoles han conseguido 17 medallas de diversos metales. Mientras tanto este mes de agosto, plácido e insustancial a pesar de la crisis y de los incendios, se desliza lentamente hacia un otoño cargado de malos augurios en el que se supone que acontecerán todo tipo de catástrofes y desatinos. Es posible que así sea y es posible que no, porque en realidad nadie está interesado en un final apocalíptico del statu quo y las fuerzas que sostienen el sistema son, por el momento y al menos en apariencia, tan poderosas como las que las que están tratando de descomponerlo. A la luz de lo que ha venido ocurriendo desde que empezó todo esto, allá por el año 2007, el proceso, probablemente irreversible, será lento y con altibajos que no cambiarán significativamente la tendencia actual ni detendrán el desmantelamiento sistemático del estado del bienestar, pero que servirán, durante algún tiempo -quizá, incluso, el necesario para que olvidemos que las cosas fueron, una vez, de otra manera- para mantener una difusa esperanza en que todo mejore y vuelvan los tiempos de abundancia en los que el mundo entero parecía estar al alcance de todos los españoles, como en el NODO.

martes, 2 de marzo de 2010

Colaborando

La percepción que la gente tiene de la situación económica depende de cómo le vaya y no al revés, es decir, que a uno no le van, objetivamente y al menos en principio, las cosas bien o mal en función de si ve el mundo que le rodea con optimismo o con pesimismo. Tampoco parece muy probable que una campaña como la puesta en marcha por unos cuantos políticos y entidades, parece ser que de variado pelaje, en la que se incita al personal a trabajar, todos juntos, por la recuperación y a compartir, a través de la Web, historias edificantes y de superación del estilo de las que podíamos leer en las Vidas de Santos de la posguerra española, vaya a tener mucho efecto en magnitudes como el valor de la deuda, el nivel de desempleo o el precio del petróleo, pero ahora parece que lo que hay que hacer es dejarse de vainas, como diría mi amigo Rubén, de Buenos Aires, encarar la vida con alegría y buscar la manera de transmitir confianza al vecindario. Bueno, pues por mí que no quede. Hoy, en lugar de escribir sobre macanas y pendejadas que es lo que, también según Rubén, hago habitualmente, voy a dejarles un fragmento de Los Miserables, que también es una historia ejemplar y con final feliz. Disfruten (podría añadir, mientras puedan, pero hoy, en beneficio del imprescindible espíritu de optimismo y concordia universales,  no voy a hacerlo).


sábado, 26 de diciembre de 2009

Drôle d'hiver

Lo de la nieve y el frío no ha sido, en Barbastro, para tanto. Ahora llueve y en esta parte del  país, normalmente seco, la lluvia siempre se agradece, sobre todo porque, aquí, el clima no es, casi nunca, excesivo. Tampoco la gripe a, o como finalmente se llame,  parece haber derivado en la pandemia que se nos anunciaba.  El petróleo crudo ha vuelto a superar los 75$/b y va, de nuevo,  camino de los ochenta,  la crisis ha entrado en una especie de punto muerto que, según el gobierno, es la primera señal de que lo peor ya ha pasado y sólo nos queda esperar que las luces que, según ellos,  se ven al final del túnel, no sean las de otro tren que viene en dirección contraria por la misma vía. El problema, claro, es que el gobierno cree firmemente que eso es lo que tiene que decir para inducir el optimismo que considera imprescindible. De lo que vaya a ocurrir en realidad, de lo que ha ocurrido o esté ocurriendo ahora mismo, ni el gobierno ni la oposición parecen tener la menor idea.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Un poco de niebla sobre el río.

Aunque tarde y muy poco a poco, algunas de las viejas manifestaciones del invierno del Somontano se están haciendo notar, ya mediado el mes de diciembre. La niebla, por ejemplo, que ayer por la noche le daba este aspecto al cauce del río Vero, a sus orillas y a los puentes, iluminados para la Navidad. Parece que mañana llega, por fin, el frío de verdad y una locutora de televisión ha dicho, creo que me miraba a mí, que los que estaban suspirando por el invierno iban a tener ocasión de lamentarlo. No será para tanto. Hace años que no es para tanto.