Han terminado los Juegos Olímpicos de Londres sin que se haya materializado, tampoco aquí, el desastre que algunos vaticinaron tras la derrota de la selección española de fútbol y donde, finalmente, los españoles han conseguido 17 medallas de diversos metales. Mientras tanto este mes de agosto, plácido e insustancial a pesar de la crisis y de los incendios, se desliza lentamente hacia un otoño cargado de malos augurios en el que se supone que acontecerán todo tipo de catástrofes y desatinos. Es posible que así sea y es posible que no, porque en realidad nadie está interesado en un final apocalíptico del statu quo y las fuerzas que sostienen el sistema son, por el momento y al menos en apariencia, tan poderosas como las que las que están tratando de descomponerlo. A la luz de lo que ha venido ocurriendo desde que empezó todo esto, allá por el año 2007, el proceso, probablemente irreversible, será lento y con altibajos que no cambiarán significativamente la tendencia actual ni detendrán el desmantelamiento sistemático del estado del bienestar, pero que servirán, durante algún tiempo -quizá, incluso, el necesario para que olvidemos que las cosas fueron, una vez, de otra manera- para mantener una difusa esperanza en que todo mejore y vuelvan los tiempos de abundancia en los que el mundo entero parecía estar al alcance de todos los españoles, como en el NODO.