Mostrando entradas con la etiqueta guerra civil. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta guerra civil. Mostrar todas las entradas

jueves, 6 de febrero de 2025

Agosto de 1936.

 

El convento en los años 60. A la izquierda la casa de Carmen y José
Hace casi un mes del fracasado golpe de estado y del comienzo de la guerra civil. La guarnición no ha secundado el golpe y la ciudad se mantiene, por el momento, leal al régimen republicano. Decir que dentro de la legalidad es mucho decir. La legalidad republicana dejó de existir en gran parte del territorio a raíz del golpe de estado. El poder real está en manos de un comité revolucionario que pronto empieza a tomar medidas contra los que considera, en algunos casos con razón, partidarios de los militares golpistas. Uno de los estamentos más afectados es el clero. Los curas de los pueblos son perseguidos y, en muchos casos asesinados en las carreteras. Los pertenecientes a órdenes religiosas presentes en la ciudad, como los claretianos o los escolapios, están encerrados en el salón de actos de estos últimos. El obispo está encarcelado en el Ayuntamiento y muchos ciudadanos, considerados simpatizantes de los rebeldes, en el convento de las Capuchinas.

En la margen izquierda del río, cerca de la extensa huerta de la ciudad, hay un pequeño convento de monjas que se ganan la vida atendiendo enfermos y prestando pequeños servicios a la comunidad. El convento pasa, en los primeros momentos, desapercibido. Los vecinos de la calle llevan años conviviendo con las monjas que no tienen, ni han tenido, otra actividad que la asistencial, de la que viven. En la planta baja del convento hay una pequeña iglesia en la que dice, decía, misa todos los días un cura de los escolapios o de la vecina parroquia de San Francisco.

Unas puertas más abajo viven José y Carmen, en un caserón grande, destartalado y, visto desde la calle, algo inhóspito. La puerta y todos los balcones, ventanas y ventanucos de la parte delantera dan al rio Vero que, en verano, baja prácticamente seco y cuyo cauce está al otro lado de la calle, más allá de las dos fuentes que hay frente a la casa. Un portalón de madera que ajusta mal, dos balcones, uno por piso, en los dos primeros y dos pequeñas ventanas en el tercero. El balcón del primer piso es algo más grande que el del segundo y la barandilla algo más elaborada. Ninguno de los balcones tiene persianas, pero en el primero hay una tela blanca para proteger el interior del Sol que da allí prácticamente todo el día, gracias a la orientación Sur de las casas de este lado de la calle. El patio, nada más cruzar el portón, es grande, con suelo de tierra compactada y en él hay un pesebre para las caballerías, que ocupa toda la pared a la izquierda de la entrada, y dos puertas en el lado opuesto, que dan acceso a una cuadra y a una bodega, además del arranque de la escalera que da acceso a los pisos superiores. 

Subiendo la escalera y antes de llegar al primer piso, que sirve de dormitorio, hay un espacio dedicado a pisar la uva y, un poco más arriba, un pasillo a la derecha que conduce a la parte trasera de la casa donde hay una cocina, con fuego bajo de leña, bastante grande, un comedor, una antecocina y una serie de cuartos utilizados para guardar la parte de la cosecha dedicada al consumo familiar. A la entrada del comedor está el único váter de la casa y justo enfrente otra escalera que conduce a un piso algo más pequeño y a un tendedor, el terrado, que da a las huertas y al campo. El primer piso es grande, con habitaciones de techos altos. Sin posibilidad de calentarlas en invierno, y que sólo se utilizan para dormir. Son muy calurosas en verano las de la parte frontal, la que da al Sur, y más frescas, en los tres pisos, las que dan al norte, a las huertas. No hay agua corriente, pero la fuente está casi enfrente de la casa y da agua todo el año, siempre a la temperatura justa. José, que ya tiene cerca de los 60 años, baja a lavarse a la fuente como el resto de los hombres de la calle. Las mujeres se lavan en casa.

José es un pequeño agricultor. Combatió en Cuba y perdió. Con la gripe del 18 volvió a perder, esta vez a los dos hijos de su primer matrimonio. Esta guerra de ahora, él aún no lo sabe, también la va a perder sin necesidad de combatir. Ni él ni Carmen, su segunda mujer, tienen ninguna razón para simpatizar con el golpe militar, pero tampoco les entusiasman los revolucionarios que están alterando su, hasta entonces, pacífica vida de arrabal. Los hermanos de Carmen, que están afiliados a la UGT y que van por la casa de cuando en cuando, son claramente beligerantes contra los militares rebeldes. José asiente distraído cuando alguno de ellos, sobre todo Félix, le coloca alguna larga perorata revolucionaria. Alguna vez, después del golpe, les ha dicho que, probablemente, la guerra la ganarían antes en el frente que hostigando a civiles desarmados en la retaguardia, pero las cosas no han ido más lejos. En el fondo se quieren, o, al menos, se respetan. Carmen no interviene en las discusiones, pero cree, y así se lo dice a su marido alguna vez, que sus hermanos acabarán mal. Las noticias que llegan de la zona ocupada, donde la represión contra la gente de izquierdas o contra meros simpatizantes de la república está siendo durísima, y lo que están viendo todos los días en su propia zona no permiten albergar muchas esperanzas.

Entre tanto y procedentes de Barcelona, llegan a la ciudad grupos heterogéneos de gente armada, entre ellos anarquistas y otros militantes de partidos de izquierda, junto con gente sin adscripción política, muchos recién salidos de las cárceles catalanas gracias a una suerte de amnistía decretada allí por las autoridades de facto. La presión de estos grupos termina con la relativa moderación del comité local que se ha impuesto a las autoridades republicanas y fuerza el inicio de las detenciones arbitrarias y las ejecuciones sumarias. Un grupo de milicianos anarquistas ha tomado nota de la existencia del convento y ha amenazado a sus ya aterrorizadas ocupantes pero, de momento, las cosas no han pasado de ahí. Félix ha advertido a su hermana de que las cosas pueden ponerse muy feas para las monjas y que no estaría de más que abandonaran el convento y si pueden la ciudad, antes de la noche.

Pero la noche cae y las monjas siguen allí. El tumulto en el pueblo aumenta al oscurecer y los partidarios, reales o supuestos, del golpe militar se esfuerzan por pasar desapercibidos. Algunos se van de sus casas y se esconden en las de los vecinos o amigos menos sospechosos de connivencia con los rebeldes. Por la tarde se asalta un convento de claretianos y se detiene a los presentes, algunos curas y varios seminaristas muy jóvenes, que son conducidos al colegio de los escolapios donde van a pasar la noche. El coronel Villalba, al mando de la guarnición, que no ha secundado la rebelión, intenta calmar los ánimos, pero poco puede hacer. Algunos derechistas significados, que no han tenido la ‘suerte, de ir a parar a la prisión de las capuchinas, han sido asesinados in situ por elementos descontrolados.

En la casa de Carmen y José nadie duerme. Las tres hijas del matrimonio están aterrorizadas y José intenta evaluar la situación. No cree que él y su familia tengan nada que temer de los revoltosos, pero sabe que en una guerra a los civiles puede pasarles cualquier cosa sin necesidad de que haya ninguna razón para ello. En su calle, habitada sobre todo por pequeños agricultores, no hay nadie, que él sepa, que pueda atraer la atención de los revolucionarios, aunque por la mañana ha oído hablar de varios casos de detenciones arbitrarias sin otra razón que la inquina de algún miembro del comité. Por otra parte está el convento de las monjas, a cuatro puertas de su casa, y, después de lo que ha ocurrido con los claretianos, no sería de extrañar que intentaran algo contra ellas. Por la calle no se ve a nadie. Alguna sombra furtiva se mueve de una casa a otra, pero nada más. De momento parece que todo el alboroto tiene lugar al otro lado del río, sobre todo en las proximidades del ayuntamiento.

Pasada la medianoche José, que estaba sentado con la luz apagada en una silla de la sala que daba acceso a las dos alcobas del primer piso, oye abrirse la puerta del patio que no se cerraba nunca con llave, pero cuyas bisagras, faltas de aceite, delataban y más en el silencio de la noche y con la ventana abierta, cualquier intento de apertura. Se levantó y se dirigió hacia la escalera, no sin antes advertir a su mujer y sus hijas, que estaban en las alcobas sin decir palabra, que guardaran silencio. Antes de llegar se hizo con una gruesa rama de olivera que tenía en cuarto situado al final del largo pasillo que llevaba desde las alcobas al rellano. Allí se detuvo un momento, intentando ver u oír algo en la oscuridad. Al cabo de unos minutos advirtió que quienquiera que hubiera entrado en la casa intentaba cerrar la puerta haciendo menos ruido que al abrirla, pero sin poder evitar el chirrido de las viejas bisagras. Después de eso y tras unos momentos de silencio, oyó a alguien que se movía sigilosamente en el patio y una voz de mujer con acento apagado, posiblemente angustiado. 

- ¡Carmen! ¡Carmen!

José, algo más tranquilo, baja las escaleras hasta el primer rellano y, todavía sin ver de quien se trataba, pregunta.

- ¿Quién es? ¿Qué pasa?

- Soy Sor María, la superiora del convento, vengo con tres hermanas. Ha venido el sacristán de la parroquia y nos ha dicho que es mejor que no nos quedemos allí esta noche.

- ¿Sor María? ¿Y qué quiere que hagamos nosotros? Pero suban, suban…

Les hace pasar al lagar donde se pisa la uva y cierra la puerta tras ellas. En una repisa hay una palmatoria con un cabo de vela y unas cerillas con las que consigue algo de luz. Las cuatro monjas, vestidas aún con sus hábitos, están temblando a pesar del calor. El sacristán les ha dicho lo que está pasando con los escolapios y los claretianos y las monjas están aterrorizadas. José no sabe que decir. Él mismo está muy asustado. Su mujer y sus hijas están en la casa y no sabe, aunque puede intuirlo, las consecuencias que puede tener el acoger a las monjas.

La puerta del lagar se abre y entra Carmen que rápidamente pone las cosas en su sitio y despeja las dudas de su marido. Que tampoco eran muchas. Las monjas se quedan en casa esa noche y hasta que puedan marcharse a un lugar seguro. El pequeño piso de la parte de atrás, la que da a las huertas, en el que hay un par de alcobas y un conejar y desde el que se accede a un terrado que bien podría servir como vía de escape, será su refugio provisional.

Después de darles algo de ropa de cama, deja descansar a las monjas y vuelve con su marido a la sala del piso principal de la casa, donde siguen sus hijas ya sin ninguna posibilidad de conciliar el sueño. José sigue preocupado.

- Si vienen a por ellas y no las encuentran en el convento, las buscarán por la calle. No tardarán en venir aquí.

- Bueno, pues nosotros no sabemos nada. Aquí no están.

- Puede que se lo crean y puede que no. Puede que registren la casa. Puede que algún vecino las haya visto entrar y nos delate.

- No lo creo. Seguro que también hay monjas en alguna otra casa. Eran más de diez y aquí sólo han venido cuatro.

Son casi las tres de la mañana cuando se oye un fuerte alboroto en la calle. El ruido proviene del convento, dónde un grupo de hombres muy alterados parece haber irrumpido violentamente. Algunos de ellos deben estar ya dentro y fuera hay un grupo, unos cinco o seis, gesticulando y gritando. Parecen estar borrachos. Los que estaban dentro gritan algo a través de las ventanas de uno de los pisos y los que estaban abajo entran en la iglesia. Sacan algunas imágenes a la calle donde ya hay una hoguera encendida y las echan al fuego. Después preguntan, a voz en grito, que dónde están las monjas. Por el momento no se atreven a entrar en ninguna casa, pero aporrean puertas con las culatas de sus fusiles. Algunos vecinos, también José, se asoman a los balcones. Las casas más próximas al convento son objeto pronto de una atención especial. Los alborotadores se dirigen a sus habitantes y les conminan a entregar a las monjas bajo la amenaza de quemar el convento y toda la calle si es necesario.

Un grupo de vecinos ha bajado a la calle y se concentra en la calzada que separa la calle del cauce del río. Son bastantes y por un momento parecen suficientes para que el griterío de los asaltantes del convente se amortigüe un poco. Pero estos últimos van armados, y los vecinos que están con las manos vacías, son conminados a volver a sus casas bajo la amenaza de los fusiles. Los gritos se recrudecen y un grupo entra en una casa vecina al convento. Tras una tensa conversación con sus ocupantes, tiene lugar un registro infructuoso. En la casa no hay ninguna monja o no la han sabido encontrar. Empiezan entonces un registro sistemático, casa por casa, empezando por la parte de la calle más próxima a la parroquia.

Mientras tanto, las imágenes y los bancos de la pequeña iglesia del convento siguen ardiendo en la calle, en una hoguera alimentada por dos individuos armados que, de vez en cuando, hacen disparos al aire para amedrentar a los que se atreven a asomarse, impidiendo cualquier posibilidad de resistencia coordinada por parte de los vecinos. Pero el ruido está atrayendo a gente de la ciudad, no mucha, a los puentes sobre el río, sobre todo al de San Francisco, el más próximo al convento y a la iglesia del mismo nombre. El que parece ser el cabecilla de los asaltantes se dirige a los nuevos testigos para informarles de lo que está pasando allí y de lo que, según él, están haciendo los militares y los curas en los lugares en los que el golpe ha triunfado. Alguien pregunta que qué tienen que ver las monjas y los vecinos de la calle, una calle de obreros y campesinos, según el interpelante, con los militares y los curas rebeldes, pero no obtiene respuesta. No obstante, los asaltantes no parecen tan seguros, ante la pequeña concentración, y, después de proferir algunos gritos a favor de la república, de la anarquía y de la FAI, contra los militares, los banqueros, los terratenientes y los curas, y de amenazar a cualquiera que se confabule con los que ellos llaman enemigos del pueblo, deciden dejar las cosas como están y retirarse. Son más de las seis de la mañana y el Sol naciente ya ilumina la torre de la iglesia.

Con el nuevo día, las cosas parecen algo más calmadas, aunque circula el rumor de que por la noche se han producido algunas detenciones e incluso asesinatos de religiosos de los que estaban en los escolapios y también de las parroquias de los alrededores. Por otra parte la prensa republicana y sobre todo los pasquines de partido, destaca la brutalidad con que los militares rebeldes extirpaban el ‘cáncer rojo’ de las zonas que cayeron inicialmente y van cayendo en su poder. En la ciudad de Huesca, sin ir más lejos, son numerosas las ejecuciones por simples sospechas de falta de entusiasmo con la sublevación. Algunos vecinos de la calle son llamados a declarar ante el comité local a propósito de los acontecimientos de la noche anterior y aunque algunos se quejan del asalto al convento y las amenazas proferidas por los asaltantes, el comité parece más interesado en el paradero de las monjas que en mantener el orden. No obstante, se abstiene de presionar ni de amenazar y los vecinos vuelven a sus casas relativamente tranquilos.

En la casa de Carmen y José, la mañana es también tranquila. Aprovechan para dormir un poco y también para comer. Las cuatro monjas lo hacen en su refugio provisional y parecen haber recobrado un poco de serenidad. Le dicen a Carmen que creen que algunas hermanas salieron al campo por la parte de atrás y otras fueron a refugiarse en la ciudad. Ellas salieron las últimas y no se atrevieron a ir más lejos. José dice que la calle está vigilada y que es posible que esta noche vuelvan a reproducirse los alborotos y que ser ellos los únicos que han acogido a las monjas fugitivas, no les va a ayudar si las encuentran.

Con la noche llega de nuevo la oscuridad. La calle, que ya está mal iluminada en condiciones normales, no tiene ahora ningún punto de luz. En la casa nadie duerme. Carmen y sus hijas han subido por la tarde al terrado de la parte de atrás con algo de ropa para las monjas, incluyendo unos pañuelos improvisados para la cabeza. Después han quemado los hábitos en el fuego de la cocina y se han sentado a esperar. Por el momento parece demasiado arriesgado que abandonen la casa. Unas voces destempladas rompen el silencio de la calle y unos fuertes golpes en la puerta sobresaltan a los aterrorizados habitantes de la casa. José se asoma al balcón del primer piso.

- ¿Quién es? ¿qué pasa?

- Obre la porta. Sabem que amagueu feixistes a la casa..

- ¿Fascistas?, ¿Qué fascistas? Sólo estamos mi familia y yo.

- I les monges del convent. No et molestis a negar-ho. Val més que surtin per les bones o entrarem a per elles.

- Esta es mi casa. Aquí no podéis entrar.

Desde abajo le amenazan con los fusiles y un disparo impacta en la pared de la casa, por encima pero no a mucha distancia de su cabeza. José retrocede y corre por el pasillo hacia la puerta del piso y la escalera. Cuando llega al rellano oye las voces de los milicianos, ya dentro del patio y subiendo por la escalera. Algunos de ellos están bajo los efectos del alcohol, y el que parece ser el cabecilla se dirige a él en tono destemplado y agresivo.

- On son?

- ¿Qué vais a hacer? ¿Qué os han hecho esas mujeres?

- Això a tu no et fa res. Els capellans i les monges són enemics del poble i estan a favor dels militars que han traït la república 

- Estas monjas no están a favor ni en contra de nada. No han hecho mal a nadie. Id a combatir a los fascistas al frente y dejadnos en paz.

Estas palabras están a punto de costarle muy caro. Dos de los milicianos, a un gesto del cabecilla suben hacia José con los fusiles empuñados. José retrocede, dispuesto a defender como pueda el acceso al resto de la casa, pero en ese momento se oyen fuertes voces y algunos disparos en la calle. Tras un breve tumulto en el patio se ve subir por la escalera a un nuevo grupo de hombres armados y con una escarapela de la UGT en el brazo, que apuntan con sus fusiles a los que ya estaban dentro. Estos a su vez se encaran con los recién llegados sin saber muy bien a qué atenerse. Detrás sube Félix, el hermano de Carmen, que empuña una pistola, flanqueado por dos hombres con fusiles. 

Con la escalera abarrotada de hombres armados, la situación deviene potencialmente explosiva. En el piso donde están refugiadas las monjas y la familia de José están todas aterrorizadas por los gritos. Aunque han descartado una posible huida por el terrado, por estar demasiado alto, las monjas parecen dispuestas a cualquier cosa antes que caer en manos de los revolucionarios. 

Félix se dirige al jefe de los que han asaltado la casa

- ¿Qué pasa aquí? ¿Quiénes sois vosotros y qué queréis?

- Salud compañero. Hem de fer un registre. En esta casa hay enemigos del pueblo.

- Salud. Esta casa está bajo la protección de la UGT y no vais a hacer ningún registro. Y te repito la pregunta ¿quiénes sois?

- Somos de las milicias de retaguardia. Hemos venido desde Barcelona para combatir al fascismo. Y yo te repito que aquí hay fascistas escondidos.

Félix amartilla su pistola y los que vienen con el bajan los cañones de sus fusiles, apuntando a los asaltantes.

- Aquí no hay ningún fascista. Marchaos de una vez y ya resolveremos esto mañana en el comité. Abajo hay gente suficiente para solucionar esto por las malas.

-  Esto no acaba aquí. Nos veremos en el comité.

- Puedes estar seguro. Pero si volvemos a encontraros en esta calle lo resolveremos a tiros. Salud.

- Vés-te'n a l'infern. Demà arreglarem comptes.

Epílogo: Los alborotadores se retiraron, los milicianos de UGT bajaron a la calle y se acomodaron a fumar o mascar tabaco en silencio, en un pretil de mampostería que hay enfrente de la casa, sobre las escaleras de acceso a una de las fuentes. Félix intentó tranquilizar a su cuñado, pero lo consiguió sólo a medias. A partir de entonces ni siquiera la salida de las monjas sería una garantía para los habitantes de la casa, pero no obstante convinieron en que había que llevarlas a algún lugar seguro o pasarlas a la zona controlada por los rebeldes. Aunque esto último a Félix le pareció una herejía. Creía que bastaría con que fueran hacia Cataluña, con ropas civiles, y buscaran ayuda en alguna población grande. Ellos no podían hacer nada más, aunque seguirían vigilando la casa durante unos días. La presión de los milicianos sobre la ciudad fue disminuyendo como consecuendia de las demandas de la guerra de verdad. La que se libraba en los frentes. Las monjas salieron de la casa y pasaron a territorio controlado por los militares rebeldes. Allí también se fusilaba sin demasiadas formalidades, pero no a las monjas.

Las monjas, algunas de ellas, volvieron al convento una vez acabada la guerra. José y su familia también salieron de la ciudad cuando se anunció la llegada de las tropas sublevadas, ante el temor de que vinieran encabezadas por regulares africanos. Félix sobrevivió a la guerra y murió en Barbastro en los años 90. Uno de sus hermanos, Ángel, murió fusilado en Zaragoza en 1942. La familia siguió viviendo en la vieja casa hasta mediados de los años 60. Carmen murió en 1971 y José había muerto de cáncer en 1957.


miércoles, 20 de noviembre de 2024

Conversaciones al atardecer. Guerra Civil

Le he pedido a ChatGpt que se haga pasar por el general Emilio Mola Vidal, director de la conspiración militar que desembocó, en julio de 1936, en un golpe de estado fallido y en una guerra civil de tres años de duración. La hipotética conversación tiene lugar en el gobierno militar de Navarra, un día cualquiera de la primavera de ese mismo año.




Diálogo (simulado) con el General Emilio Mola

Yo: He oído que no está usted muy contento con el régimen republicano en España. ¿Es eso cierto?
General Mola: Cierto. El régimen republicano ha llevado al caos y a la anarquía. La disciplina se ha perdido, y el orden debe ser restaurado.

Yo: ¿No tendrá algo que ver también el que usted se considere marginado por las autoridades republicanas?
General Mola: No se trata de cuestiones personales. Es el deber para con España lo que me mueve. La patria está por encima de cualquier agravio personal. El régimen ha fallado en proteger la nación y mantener la unidad.

Yo: No me diga. Y ¿qué debería haber hecho, que no haya hecho según usted, para proteger la nación?
General Mola: Debería haber restablecido el orden con firmeza, contener el desorden social y frenar el avance del comunismo y el separatismo. En vez de eso, se ha dejado que la anarquía se extienda, debilitando nuestras instituciones y dividiendo al pueblo.

Yo: Bueno, pues preséntese a las próximas elecciones y trate de llegar al gobierno.
General Mola: ¿Elecciones? Esta situación no se resuelve con urnas. La política ya ha demostrado su incapacidad para preservar la nación. Es momento de actuar con determinación y rescatar a España del caos.

Yo: Pero ¿es que piensa usted sublevarse?
General Mola: Si el deber lo exige, sí. La patria necesita hombres que actúen, no que esperen. La sublevación es una opción cuando no queda otro camino para salvar a España.

Yo: Supongo que no es usted el único militar descontento que está pensando en ajustar cuentas con el gobierno.
General Mola: No, no soy el único. Hay muchos oficiales que comparten mi visión y el descontento con este desgobierno. España tiene soldados leales que no permitirán que la nación se desmorone sin luchar.

Yo: La ley que anuló los arbitrarios ascensos del régimen anterior tiene mucho que ver con ese descontento, me parece a mí. Aunque no niego que algunos de ustedes estén legítimamente descontentos con algunos aspectos de la política gubernamental.
General Mola: Puede ser. Algunos pueden sentirse afectados por esa ley, es verdad. Pero la causa es mucho más profunda. No se trata de ascensos o posiciones personales; se trata de ver cómo el país se desintegra mientras quienes deberían defenderlo miran hacia otro lado. Es un asunto de deber y de supervivencia nacional, no de rangos.

Yo: Ya hubo una sublevación encabezada por el general Sanjurjo que fracasó. ¿Por qué cree que ahora va a ser diferente?
General Mola: Porque hemos aprendido de los errores. Esta vez no habrá improvisación. Estamos organizados, con más apoyos y mejor preparados. Sabemos a lo que nos enfrentamos, y la situación del país es mucho más crítica. El pueblo está cansado, los militares estamos listos, y no repetiremos las debilidades de 1932. Esta vez no fallaremos.

Yo: Me preocupa Vd. Está hablando de salvar al país con un baño de sangre.
General Mola: Sé que el camino que planteo es duro, pero la alternativa es peor: la desintegración total de la nación. No busco la violencia, pero estoy dispuesto a aceptarla si es necesario para salvar a España. A veces, para extirpar un mal, el remedio es doloroso.

Yo: Ustedes han jurado defender el régimen republicano. Sublevarse es traición.
General Mola: Lo que juré fue defender a España, y ahora mismo el régimen es quien la está traicionando. La lealtad a la patria está por encima de cualquier juramento a un gobierno incompetente. Si el régimen no cumple con su deber, la obligación de un soldado es actuar para salvar la nación, no para obedecer ciegamente.

Yo: ¿Han intentado ustedes negociar con el gobierno?
General Mola: Las negociaciones han sido intentos inútiles. El gobierno está atrapado por intereses partidistas y extremistas, sin capacidad para entender la gravedad de la situación. No hay voluntad de escuchar ni de rectificar. Las palabras ya no sirven cuando el país está al borde del abismo.

Yo: No sé si sabe que la policía les sigue la pista. Podría acabar usted en la cárcel antes de que consiga sublevar al ejército. O a una parte, porque todos no van a estar con usted y sus compañeros.
General Mola: Soy consciente del riesgo. La policía, el gobierno, todos están alerta, pero no nos detendrán. Sabemos el peligro que corremos, y lo aceptamos. La sublevación no depende de un solo hombre. Ya es un movimiento, una determinación colectiva. Si caigo yo, habrá otros para continuar. Esto va más allá de nosotros, es por España.

Yo: Bueno. Supongamos que se sublevan ustedes y supongamos también que triunfan y derriban al gobierno. ¿Qué harán después?
General Mola: Estableceremos un gobierno de unidad nacional que restaure el orden y la disciplina. Se depurará la administración de elementos revolucionarios, se garantizará la seguridad, y se eliminará la amenaza comunista y separatista. Habrá un poder fuerte y centralizado que devuelva a España la estabilidad. Se protegerá la propiedad privada, y se promoverán valores de unidad y patriotismo. Solo así podremos reconstruir la nación.

Yo: Debe saber que los partidos de izquierdas están organizados y que ese programa no les va a convencer. ¿Piensa encerrarlos a todos?
General Mola: No todos. Pero aquellos que representen una amenaza directa a la estabilidad de España, aquellos que alienten la subversión y el caos, serán neutralizados. Habrá detenciones y medidas firmes contra quienes persistan en el desorden. No se permitirá que vuelvan a arrastrar al país a la anarquía. Si no hay lealtad hacia la nación, se actuará sin vacilación.

Yo: Neutralizarlos... ¿no querrá decir matarlos?
General Mola: Preferiría evitarlo, pero en una situación de guerra civil, lamentablemente, no siempre se puede elegir. La prioridad es asegurar la victoria y la estabilidad de España. Si algunos persisten en una resistencia violenta, se les tratará como enemigos de la patria. En tiempos de guerra, el uso de la fuerza es inevitable. No es una cuestión de deseo, sino de necesidad.

Yo: Bueno. Guerra civil habrá sólo si la cosa queda en tablas. No si triunfa su golpe. No habrá necesidad de matar a nadie.
General Mola: Eso sería lo ideal, claro está. Si el golpe tiene éxito inmediato y logramos controlar la situación sin resistencia significativa, la violencia podría minimizarse. Pero debemos ser realistas: habrá quienes no acepten el cambio y se resistan. Esas fuerzas harán todo lo posible por desencadenar un conflicto. No me engaño sobre la resistencia que encontraremos; siempre preferiría evitar el derramamiento de sangre, pero estoy preparado para lo que sea necesario.

Yo: También puede ser que ustedes fracasen. ¿Creen que el gobierno será tan magnánimo como con Sanjurjo?
General Mola: Lo dudo. Esta vez, el contexto es más tenso, y el gobierno está más alerta y menos dispuesto a perdonar. Si fracasamos, sabemos que nos espera una represalia contundente. No habrá indulgencia. Sin embargo, cada hombre involucrado es consciente del riesgo que corre y está dispuesto a asumirlo. No luchamos por indulgencia, luchamos por convicción.

Yo: Bueno. Ya veo que España, una vez más, va a ser 'salvada' le guste o no.
General Mola: Así es. No se trata de si gusta o no, se trata de lo que creemos que es necesario para preservar la nación. España ha llegado a un punto crítico y no puede permitirse caer en el caos y la división. Alguien tiene que actuar, y nosotros estamos dispuestos a hacerlo, con todas las consecuencias que eso implique.

Yo: La república ha tenido cosas buenas. ¿Piensan mantener el régimen republicano después de su 'golpe'?
General Mola: No, no lo creo. La república ha demostrado ser incapaz de mantener el orden y la unidad. Ha permitido el auge del separatismo, del comunismo y del desorden social. Nuestro propósito es establecer un régimen fuerte, capaz de garantizar la estabilidad y la integridad de España. El régimen republicano ha fracasado, y debemos sustituirlo por una estructura que asegure autoridad, orden y una visión unificada del país.

Yo: Está hablando de la vuelta de la monarquía, claro...
General Mola: Podría ser una posibilidad, pero no es el objetivo inmediato. Lo que buscamos, ante todo, es restablecer el orden y la unidad nacional. Si la monarquía resulta ser la mejor opción para garantizar estos fines y lograr la estabilidad de España, entonces sí, podría considerarse. Pero lo primero es la patria y la paz, la forma de gobierno vendrá después.

Yo: ¿No pensarán establecer una dictadura militar en pleno siglo XX?
General Mola: No se trata de una dictadura militar en el sentido clásico, sino de un gobierno fuerte y centralizado, capaz de tomar decisiones rápidas y efectivas para superar la crisis actual. España necesita disciplina y estabilidad, y eso requiere un liderazgo firme. El objetivo no es perpetuar un poder militar, sino asegurar que el país se reorganice, recupere el rumbo y luego establecer una estructura que garantice el orden y el desarrollo.

Yo: En fin. Si la sublevación es inevitable, espero que sean ustedes capaces de tomar el poder de modo inmediato y con el menor derramamiento de sangre posible. De lo contrario tendremos esa guerra civil y en mi opinión cualquier cosa es preferible a la guerra. Incluso que gobiernen ustedes.
General Mola: Lo entiendo. La guerra civil es el peor escenario, y también preferiríamos evitarla a toda costa. Nuestra intención es actuar con rapidez y determinación para evitar un conflicto prolongado. Tomar el poder de inmediato y restablecer el orden con el menor costo posible es nuestra prioridad. Ojalá no tengamos que llegar a esos extremos, pero si no queda otra opción, haremos lo necesario. Espero que la nación pueda encontrar la paz, de una forma u otra.

Yo: Muy bien. Eso es todo. Le agradezco su paciencia. No puedo, no obstante, desearle suerte.
General Mola: Lo entiendo perfectamente. Cada uno tiene su visión sobre lo que es mejor para España. Le agradezco la conversación, ha sido directa y honesta, como debe ser. Hasta otra ocasión, si es que el destino lo permite.



lunes, 17 de julio de 2006

sie werden nicht durchkommen

El 17 de julio de 1936, hace tan sólo setenta años, parte del ejército de la República, estacionado en Marruecos, inició, con un golpe de estado fracasado, una cruenta guerra civil que dió lugar a cuarenta años de dictadura militar en España. Los militares que se negaron a sublevarse fueron juzgados, y en muchos casos sumariamente ejecutados por sus compañeros, bajo la sorprendente acusación de rebelión militar. Todos los intentos de los gobiernos republicanos por modernizar el país fueron cancelados por la dictadura y España quedó de nuevo, y por muchos años, a la cola de Europa. Durante la guerra ninguno de los dos bandos respetó convencionalismo alguno y ambas partes fusilaron sin proceso a sus oponentes. Finalizada la guerra y durante bastantes años más, los militares rebeldes que contaron con el apoyo de la iglesia católica, los regímenes nazi alemán y fascista italiano y el laissez faire de las llamadas democracias occidentales, continuaron la liquidación de los que habían manifestado, o se suponía que podían manifestar, alguna simpatía por la legalidad republicana o tenían o habían tenido veleidades izquierdistas.

Foto Der Spiegel