Pues mira por dónde el final de año nos ha traído un nuevo
ciclo electoral. Hace años que no soy un entusiasta de las elecciones. No me
gusta el procedimiento y, además, soy plenamente consciente de la nula
influencia que mi voto tendría en el resultado final.
Dicho así, esta afirmación suele provocar incomodidad e
incluso reacciones adversas. Los creyentes en la liturgia democrática la
interpretan como cinismo o, peor aún, como irresponsabilidad cívica. Pero no es
ni una cosa ni la otra: es simple aritmética electoral combinada con años de
observación empírica de cómo funcionan realmente las cosas.
Un voto, en una circunscripción de tamaño medio, tiene un
peso estadístico ridículo. Equivale aproximadamente a nada. Se puede objetar
que “si todo el mundo pensara así…”, pero resulta que no todo el mundo piensa
así, de modo que el argumento es irrelevante. La participación masiva, aunque levemente
decreciente, no parece estar en riesgo, el sistema se reproduce, y una papeleta
más o menos no altera absolutamente nada. Es matemática elemental, no un dilema
moral.
Además, está el problema de qué se elige exactamente. Las
opciones vienen previamente filtradas por los aparatos de los partidos, las
decisiones importantes se toman en instancias que nadie elige (Bruselas,
mercados financieros, organismos técnicos), y los programas electorales son
documentos deliberadamente ambiguos, diseñados para no comprometer a nadie con
nada concreto. Lo que llamamos elecciones es, en buena medida, un plebiscito
sobre quién administrará un marco que permanece intacto.
Pero hay algo más: ¿qué criterios guían realmente a los
electores? Está claro que no se elige a los más capaces ni a los más honrados.
Tampoco, en general, a los más inteligentes. Los que votan —que no son todos,
ni mucho menos— eligen la lista, cerrada e inalterable, de un partido basándose en prejuicios
heredados, campañas de televisión, lealtades familiares, miedos difusos o
simpatías personales. Nada en ese proceso garantiza, ni remotamente, que los
elegidos vayan a ser capaces de gestionar nada con un mínimo de competencia. El
sistema no selecciona capacidad; selecciona adhesión, visibilidad mediática y
habilidad para captar votos. Que luego algunas de esas personas resulten ser razonablemente
competentes, que todo puede pasar, es, en buena medida, fruto del azar.
No niego que el ritual tenga su función. Proporciona una
sensación subjetiva de participación, renueva periódicamente el personal
político y permite cierta rotación de élites. Pero confundir eso con poder real
del ciudadano es puro autoengaño. El sistema representativo actual se parece
más a una oligarquía electiva que a cualquier otra cosa, y las elecciones son
su mecanismo de legitimación, no de control.
Muchos encontrarán suficientes razones para participar en lo
que se ha dado en llamar la “fiesta de la democracia” —costumbre, esperanza
residual, miedo a que empeore—, y me parece respetable. Pero que nadie espere
demasiado entusiasmo por un procedimiento cuya utilidad práctica resulta,
siendo generosos, muy dudosa.