miércoles, 17 de diciembre de 2025

Elecciones

Pues mira por dónde el final de año nos ha traído un nuevo ciclo electoral. Hace años que no soy un entusiasta de las elecciones. No me gusta el procedimiento y, además, soy plenamente consciente de la nula influencia que mi voto tendría en el resultado final.

Dicho así, esta afirmación suele provocar incomodidad e incluso reacciones adversas. Los creyentes en la liturgia democrática la interpretan como cinismo o, peor aún, como irresponsabilidad cívica. Pero no es ni una cosa ni la otra: es simple aritmética electoral combinada con años de observación empírica de cómo funcionan realmente las cosas.

Un voto, en una circunscripción de tamaño medio, tiene un peso estadístico ridículo. Equivale aproximadamente a nada. Se puede objetar que “si todo el mundo pensara así…”, pero resulta que no todo el mundo piensa así, de modo que el argumento es irrelevante. La participación masiva, aunque levemente decreciente, no parece estar en riesgo, el sistema se reproduce, y una papeleta más o menos no altera absolutamente nada. Es matemática elemental, no un dilema moral.

Además, está el problema de qué se elige exactamente. Las opciones vienen previamente filtradas por los aparatos de los partidos, las decisiones importantes se toman en instancias que nadie elige (Bruselas, mercados financieros, organismos técnicos), y los programas electorales son documentos deliberadamente ambiguos, diseñados para no comprometer a nadie con nada concreto. Lo que llamamos elecciones es, en buena medida, un plebiscito sobre quién administrará un marco que permanece intacto.

Pero hay algo más: ¿qué criterios guían realmente a los electores? Está claro que no se elige a los más capaces ni a los más honrados. Tampoco, en general, a los más inteligentes. Los que votan —que no son todos, ni mucho menos— eligen la lista, cerrada e inalterable, de un partido basándose en prejuicios heredados, campañas de televisión, lealtades familiares, miedos difusos o simpatías personales. Nada en ese proceso garantiza, ni remotamente, que los elegidos vayan a ser capaces de gestionar nada con un mínimo de competencia. El sistema no selecciona capacidad; selecciona adhesión, visibilidad mediática y habilidad para captar votos. Que luego algunas de esas personas resulten ser razonablemente competentes, que todo puede pasar, es, en buena medida, fruto del azar.

No niego que el ritual tenga su función. Proporciona una sensación subjetiva de participación, renueva periódicamente el personal político y permite cierta rotación de élites. Pero confundir eso con poder real del ciudadano es puro autoengaño. El sistema representativo actual se parece más a una oligarquía electiva que a cualquier otra cosa, y las elecciones son su mecanismo de legitimación, no de control.

Muchos encontrarán suficientes razones para participar en lo que se ha dado en llamar la “fiesta de la democracia” —costumbre, esperanza residual, miedo a que empeore—, y me parece respetable. Pero que nadie espere demasiado entusiasmo por un procedimiento cuya utilidad práctica resulta, siendo generosos, muy dudosa.