El empobrecimiento del debate público en España ha alcanzado tal grado que parece que el único problema político relevante es si Pedro Sánchez continúa o no en el poder. Como si el país entero estuviera suspendido de ese detalle biográfico. Como si la decadencia o la prosperidad nacional dependieran exclusivamente de la permanencia de un hombre y no de la estructura misma del sistema político, económico y territorial.
No niego que la continuidad de Sánchez importe —le importa,
desde luego, a él y a una parte del PSOE—, pero elevar esa cuestión a eje casi
exclusivo del debate es una forma de irresponsabilidad colectiva. Se discute el
relevo con pasión creciente, pero se evita cuidadosamente la discusión sobre el rumbo. Y
eso no es casual: hablar de nombres es infinitamente más cómodo que hablar de
modelos.
Mientras tanto, los problemas de fondo permanecen. No se
resuelven, no se afrontan, ni siquiera se formulan con claridad. Se los tapa
con cifras espectaculares, anuncios grandilocuentes y una sucesión de parches
que permiten ganar tiempo político a costa de perder tiempo histórico.
El turismo es el ejemplo más obsceno de esta lógica.
Celebrar ocupaciones hoteleras superiores al 90% como si fueran un indicador de
éxito estructural revela hasta qué punto se ha normalizado la mediocridad. El
turismo masivo no transforma la economía española: la anestesia. No mejora la
productividad, no genera empleo cualificado, no fija población ni reduce
desigualdades territoriales. Produce rentas rápidas, salarios bajos y
dependencia crónica. Es el opio estadístico de un país que ha renunciado a pensar
más allá de la temporada alta.
Algo similar ocurre con el entusiasmo casi infantil por
cualquier inversión que incluya las palabras “tecnología”, “datos” o
“industria”, aunque llegue sin planificación, sin integración territorial y sin
evaluación de costes reales. Que Aragón se convierta en receptora de centros de
datos o de fábricas desplazadas desde Asia no es, por sí mismo, una estrategia
de desarrollo: puede ser exactamente lo contrario. Consumo intensivo de agua en
territorios tensionados, sobrecarga de redes eléctricas ya insuficientes,
empleo limitado y altamente especializado que no combate la despoblación…
¿Dónde está el beneficio estructural? ¿Dónde el proyecto?
La respuesta suele ser el silencio o el eslogan. Porque
admitir que muchas de estas “soluciones” agravan los problemas exigiría algo
que la política española evita con especial empeño: planificación a largo
plazo, jerarquización de prioridades y aceptación de límites materiales. Mucho
más sencillo es confundir crecimiento con desarrollo y volumen con solidez.
Lo verdaderamente alarmante no es que Sánchez siga o no
siga, sino que, gobierne quien gobierne, el país continúe atrapado en la misma
inercia: ausencia de modelo productivo, desequilibrios territoriales crecientes
y una clase política obsesionada con la supervivencia inmediata. España no
fracasa por culpa de un dirigente concreto, sino por la renuncia sistemática a
pensar en términos estructurales.
Reducir el futuro del país a un relevo personal no es solo
un error analítico: es una coartada. Sirve para no hablar de lo esencial. Y
mientras se siga aceptando ese marco, el problema no será quién manda, sino que
nadie gobierna de verdad.