Hay gente, en general de más de 50 años, que considera necesario comparar, desfavorablemente, lo que pasa ahora con lo que pasaba en ‘sus’ tiempos. Y es verdad que las cosas han cambiado, seguramente más de lo que en ‘sus’ tiempos habían cambiado las cosas en relación con los tiempos de sus padres o de sus abuelos. El cambio es antropogénico y no viene impuesto por una civilización extraña, como les pasó a los pueblos colonizados por europeos en el resto del mundo en los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, sino por el progreso científico, cuyos efectos —sanidad, tecnología, energía— han empezado a manifestarse en el siglo XX. Este progreso ha permitido, entre otras cosas, un crecimiento exponencial de la población, a pesar de ser el XX el siglo con mayores pérdidas humanas a causa de las guerras. Por otra parte, los cambios experimentados por nuestros padres y abuelos eran generacionales. Ahora el cambio es frenético hasta el punto de que resulta difícil reconocer en el mundo actual al que teníamos solo diez o veinte años atrás.
El progreso científico ha permitido también el surgimiento
de una sociedad radicalmente distinta a la de la primera mitad del siglo XX.
Una sociedad que difícilmente reconocerían nuestros padres y de ninguna manera
nuestros abuelos, que en occidente y a partir de la Segunda Guerra Mundial conocemos como sociedad del bienestar. Pero esta sociedad es más difícil de
comprender que el modelo, casi medieval, que aún era parte integrante del
paisaje en extensas áreas de Europa en la primera mitad del siglo XX. Desde
entonces hasta ahora la complejidad, y con ella el bienestar material, ha
aumentado de una manera entonces inimaginable, aunque probablemente, no en el
sentido previsto. No tenemos aún bases en la Luna ni parece que vayamos a
establecer colonias en Marte ni a salir del Sistema Solar en cualquier futuro
previsible.
Hoy ya no quedan nuevas tierras por descubrir ni, como
consecuencia, recursos de los que echar mano a medida que
vamos agotando los que tenemos a nuestro alcance. No queda ‘Terra Incógnita’
que saquear. El bienestar material que ahora disfrutamos, y que está
basado en la transformación de energía útil y concentrada en inútil y dispersa, así como en la explotación de recursos minerales, forestales y agrícolas hasta su agotamiento,
tiene los días contados. Algo de lo que mucha gente, sobre todo de más de 60
años, es ya consciente. De ahí que algunos parezcan echar de menos aquellos tiempos en los que
casi todo, salvo el tiempo atmosférico, era previsible. Aunque lo previsible
fuera, muchas veces, el hambre, la precariedad y el miedo. Ahora hay instalada
una cierta angustia basada no en la añoranza del tiempo que se fue, sino en la sensación
de que nada de lo que ahora tenemos está garantizado. Que estamos en la cima de la colina y el resto del trayecto va a ser cuesta abajo. Para la mayoría, al menos.
