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jueves, 9 de enero de 2025

Intemporal (publicada en un recopilatorio de historias sobre Barbastro)

 Cuando yo nací, en España mandaba un general que había ganado una guerra catorce años antes. Entonces, e incluso muchos años después, aquella guerra seguía estando presente en la mente de todos, aunque la gente procuraba no hablar mucho de ella y en la medida de lo posible intentaba olvidarla. De hecho, había una cosa que me llamaba la atención en mis primeros años y es que no parecía haber nada antes de aquella guerra. O al menos inmediatamente antes. Sí estaban, desde luego, los Reyes Católicos, Felipe II e incluso algunos borbones, pero nada que tuviera que ver con los años inmediatamente anteriores a la República, la república misma o las versiones no hagiográficas de la guerra civil. En los libros que yo leía, las aventuras de Guillermo Brown, por ejemplo, Guillermo iba a la misma escuela que sus padres, pero yo no iba a la misma escuela que mi padre porque mi padre estaba a los 17 años sirviendo una batería nacional cerca de Laspuña, incorporado a la fuerza para acosar a la 43 división del ejército republicano ya en franca retirada y concentrándose en la efímera bolsa de Bielsa. La república había suprimido los recuerdos anteriores al 31 y los vencedores de la guerra los anteriores a 1939 con lo que el país parecía limitarse a lo hecho desde que el general victorioso fue proclamado Caudillo de España por la gracia de Dios, o por una gracia de Dios, que también se decía en algunos ambientes.  

Nací en un viejo caserón de la calle de Las Fuentes, que, por entonces, se consideraba algo suburbial, aunque no formaba parte exactamente de lo que se conocía como el arrabal de la ciudad, habitada sobre todo por pequeños agricultores, como mi abuelo lo fue mientras las fuerzas se lo permitieron. La calle daba al río y estaba orientada al Sur, lo que garantizaba todo el año un carasol para que las vecinas de cierta edad, como mi abuela y sus vecinas que, sobre todo en primavera y verano, se sentaban todas las tardes a coser, escoscar almendras o lo que se terciase, se pusieran al día de la vida y milagros del resto del vecindario e incluso de lo que habían puesto por la televisión que ellas no tenían. De la calle se podía y aún se puede, salir en dirección este, hacia el arrabal y la iglesia y el puente de San Francisco que daba a la plaza de la Diputación o del matadero y a la calle Mayor o en dirección oeste, que es el objeto de este escrito, hacia el Moliné, el camino de los Tapiados y el de Cregenzán, la plaza de Guisar y el puente del Portillo sobre un río sin canalizar ni depurar. Pasado el puente y casi en la misma esquina que formaban la calle Mayor y Martínez Vargas había una oficina de la Seguridad Social y lo que llamábamos la Caja, donde el practicante y sus eficientes enfermeras, una muy alta y otra menos, nos administraban la penicilina con un buen hacer que los críos acogíamos, generalmente, con lloros y lamentos, pacientemente ignorados o calmados, a veces, con un caramelo o un trozo de regaliz. La Calle Mayor, transitada en dirección oeste, es decir, hacia el Entremuro, llevaba a los dos colegios religiosos, católicos, por supuesto, uno de monjas que tenía un parvulario y otro de curas, escolapios, en el que se podía estudiar hasta el bachillerato. 

En aquellos años la calle Mayor, o Argensola, en el tramo que va del puente del portillo hasta el colegio de los escolapios era bastante diferente a la de ahora, ocupada casi totalmente por la sede de la UNED en Barbastro. Nada más empezar había una zapatería y la imprenta de Adriana Corrales donde ya se imprimía el Cruzado, un llamado centro secundario de higiene rural donde nos sometían a interminables, por el número de partícipes, sesiones de RX con un aparato que ahora parecería, sin duda, muy rudimentario y sin que ni la enfermera ni los candidatos a irradiados, todos en la misma habitación que el aparato, tuviéramos la más mínima protección. Enfrente había una carpintería y una armería, donde, se decía, se reunían algunos de los prohombres del régimen, la casa Cancer o casa Zapatillas, habitada entonces por Valentina, una señora mayor que vivía sola desde la guerra y más arriba y para cerrar el ciclo, una funeraria justo enfrente de la iglesia de los escolapios y quizá algo más que ahora no recuerdo. Por ese tramo de la calle deambulaba Angelito, un muchacho vivales e incansable, con síndrome de Down y ciertas dificultades motrices que no le impedían recorrer la calle en cuyo centro vivía, de arriba abajo y aunque necesitaba ayuda, que obtenía sin dificultad, para cruzarla de un lado a otro. Angelito nos conocía por el nombre a todos o casi todos los que transitábamos por allí y a mí, al menos, me reconoció treinta años después cuando volví a transitar aquella calle por razones de trabajo y siguió llamándome Calito, como cuando tenía 6 años. Entonces en el colegio se aprendían muchas cosas y yo aprendí muchas en aquel colegio de los escolapios. Quizá no tantas en las monjas porque allí se estaba poco tiempo y yo sólo un año y porque mi madre ya me había enseñado a leer que era, sobre todo, lo que tocaba enseñarles a los parvulitos.

 Entonces no había nada parecido a teléfonos móviles, pero sí una lámina de pizarra sobre la que deslizábamos un pizarrín de yeso para escribir y que algunas veces llegaba a casa rota tras haber estampado la cartera que la contenía en la cabeza de algún colega. Las cosas, entonces, había que aprendérselas a golpe de codo y así aprendimos la geografía de España, de Europa, de Asia y de América, las capitales de todos los países del mundo, los cabos, los golfos, los estrechos… Skagerrak, Kattegat… y otros que ni siquiera aparecen ahora en los mapas, ríos.. el Odi, el Yenisei, Lena, Amur, Amarillo, Azul… el Petchora, Mezen, Dwina… volcanes, Cotopaxi y Chimborazo en Ecuador.. en fin, las preposiciones, los planetas, los hijos de Jacob y todo el antiguo testamento, las tablas aritméticas, el interés simple, la regla de tres y la Historia de España contada, claro, a la manera de entonces. Cosas que ahora no se aprenden porque no hace falta, ¡estando Google!. Y aún daba tiempo para ir a misa todos los días y rezar el rosario todas las tardes cuando tocaba. 

Delante de los escolapios había una plaza, sin asfaltar, limitada también y como ahora por el ayuntamiento, la calle Mayor y un asilo de ancianos. Una plaza que servía de patio de recreo para el colegio que, como única alternativa, tenía un patio interior, la luneta, bastante fría y húmeda, y en el que jugábamos a marro, a churro mediamanga.. a los boletes y en la que, el que había ido a uno de los tres cines el día anterior contaba la película con sabrosos detalles de su cosecha. En las escaleras que daban a la calle Mayor o en sus proximidades solía aposentarse una señora, que a mí me parecía muy mayor y que vendía chucherías que llevaba en una especie de pañuelo ropero y un hombre, también mayor, que empujaba un carrito conocido como el Carré. La alternativa era un carro, más grande, que tenía un puesto fijo en la Calle de San Ramón. Justo enfrente de la salida de esta plaza empezaba el Rollo, una calle pendiente y empedrada que iba directamente al Coso, dejando a la izquierda la iglesia y el colegio de las monjas y a la derecha unas dependencias del obispado que incluían un espacio dedicado a Acción Católica en el que, a decir verdad, tampoco se esforzaban mucho en adoctrinarnos. Al final, como ahora, la Caja de Ahorros, el hotel San Ramón, el inicio de la calle del mismo nombre y una plazoleta con una Sastrería en cuyo frontal había dos espejos, uno cóncavo y uno convexo, que deformaban las imágenes con notable alborozo por parte del que los veía por primera vez. En la plazoleta había también una minúscula librería cuyo propietario no tenía inconveniente en dejarnos revolver los libros que tenía amontonados en los estantes más bajos. Recuerdo especialmente una colección de novelas cuyo protagonista era Doc Savage, el hombre de bronce, que me costaron los recursos extraordinarios de varias semanas, aunque alguna de ellas la leí allí mismo, después de todo yo era un buen cliente que todas las semanas le compraba el episodio correspondiente de El Capitán Trueno y el Pulgarcito, siete pesetas entre los dos, con los beneficios que obtenía comprando el Hola, otras siete pesetas, que leían por turnos mi madre y mis dos tías y por lo que me daban cinco pesetas cada una. Después y ya con los libros, sobre todo las colecciones de editorial Bruguera, recorrí todas o casi todas las librerías de Barbastro que siempre ha sido y aún es una ciudad muy bien dotada en este sentido. 

Mi tía vivía al principio del Coso, oficialmente Paseo del Generalísimo, pero esa denominación era generalmente ignorada incluso en la correspondencia, en una casa de tres o cuatro pisos que aún existe y a donde iba mi madre casi todas las tardes a coser y a seguir la radionovela de la Cadena Ser. En la misma casa vivía mi amigo Juan con el que nos dedicábamos a recorrer el entorno y ocasionalmente a molestar a los trabajadores de l’Abeille, una agencia de seguros que había en la planta baja de la misma casa, por el procedimiento de introducir crípticos mensajes por el buzón que tenían en el patio. Cuando conseguimos, casi simultáneamente, que nos compraran una bicicleta, nuestro pequeño mundo se ensanchó rápidamente para incluir el Camino de Cregenzán y la mayoría de las badinas del río Vero, Melinguera, Punta Flecha, Fuente Franco… que suplían con creces las, entonces y por mucho tiempo más, inexistentes, piscinas municipales, en aquellos interminables y maravillosos veranos. Al principio del Coso estaba también uno de los dos puestos atendidos por la policía municipal, entonces conocidos como urbanos, para regular el tráfico por la que no sólo era la calle más importante del pueblo sino también un tramo de la carretera nacional 240, de Tarragona a San Sebastián, que ya empezaba a registrar un tráfico intenso. Después, mucho después, llegó la variante y más tarde la autovía, pero perdimos el ferrocarril que nos llevaba a Madrid en catorce o quince horas, llegaron los supermercados, muchos, y perdimos una parte importante del pequeño comercio que daba vida a la ciudad y llegó la pandemia que ha cerrado también las nuevas tiendas y está poniendo nuestras vidas en entredicho. Las calles, esas calles, siguen más o menos donde estaban, aunque los que las transitan en coche, en bicicleta o a pie sean otros y hayan desaparecido la mayor parte de los que las recorrían entonces. Así son las cosas.


martes, 5 de diciembre de 2023

Mi calle, las fuentes y el río



Parece que se van a recuperar las viejas fuentes del Azud y del Vivero en la calle de las Fuentes. Para mí, que nací, y viví quince años, en una casa que está justo encima, estas fuentes fueron un elemento imprescindible del paisaje. Las fuentes, sobre todo la del Azud, porque la del Vivero decían que no era potable, suministraban agua en verano y, a veces, también en invierno ya que la incipiente red de suministro se congelaba con bastante facilidad y, sobre todo, nunca proporcionaba agua a la temperatura adecuada, cosa que sí hacía la fuente. Las escaleras que llevaban a las fuentes eran también la vía de acceso al cauce del río y a la chopera, la arbolera, en el lenguaje del barrio, a través del muro de contención del Azud, en el tramo final del desague del Moliné. Esta chopera era impresionante, o me lo parece ahora, con árboles enormes que se levantaban por encima de los tejados, pero cayó antes que las fuentes. A los pequeños chopos que sustituyeron a los que habían cortado se los llevaron las riadas y puede que también las rogativas, no creo que pasaran de ahí, de algunas vecinas más que satisfechas con el sol poniente que los árboles caídos no dejaban pasar. Fue una pena porque aquella chopera era un magnífico parque, en tiempos en los que no había nada mejor y la gente veraneaba en casa, y su desaparición, aunque nos permitió ampliar nuestros horizontes y ver el Ayuntamiento y el puente del Portillo desde casa, dejó un considerable vacío. Pero el río seguía allí. Pastaban entonces un par de cabras, una de ellas bastante agresiva, puede que también ovejas y algunos patos de los vecinos, se pescaban barbos, se lavaba la ropa, que luego se aclaraba en la fuente, se dirimían a cantazos los conflictos con los barrios vecinos, se organizaban meriendas y otros actos sociales y se construían pequeñas casetas de barro y pedazos de ladrillo. Como campo de juegos parecía inabarcable e insustituible, sobre todo durante el largo verano que empezaba antes de las fiestas de San Ramón y acababa bastante después de las de septiembre. Dos hogueras rivales, la de la calle de las Fuentes en la orilla izquierda y la del Arrabal en la derecha, se quemaron allí, una frente a otra, durante algunos años y ahora me parece un auténtico milagro que no provocaran un incendio que se llevara por delante media ciudad. En ocasiones una de las hogueras ardía antes de la fecha señalada, como consecuencia de alguna incursión de los promotores de la hoguera rival. Pero aquel río, que en condiciones normales era poco más que un arroyo, tenía sus prontos y, de tanto en tanto, sobre todo coincidiendo con el final del verano, hacía una muy notable demostración de fuerza y se convertía en una furiosa avenida de color marrón que arrastraba todo lo que encontraba a su paso. Una vez, al menos, se metió dentro de mi casa, dejó en el patio una marca de más de un metro de altura, que encontramos al volver a la mañana siguiente, y causó en la ciudad daños más que considerables. No sé si aquel desastre, los problemas sanitarios que ya empezaban a dar que hablar o una profecía apócrifa de San Ramón que circulaba por la calle y según la cual a esta ciudad se la llevaría una de aquellas riadas, convencieron a las autoridades de entonces de la necesidad de canalizar el tramo urbano del río. Aquella obra, que nos parecía de lo más impresionante, que incluyó la voladura controlada del salto, la rotura de algún que otro cristal como consecuencia de las explosiones y muchos meses de incesante trajín en la, hasta entonces, pacífica calle suburbana, acabó con las fuentes y cambió completamente el aspecto del río que quedó prácticamente inaccesible. Aunque las fuentes habían dejado de ser imprescindibles, la gente tenía ya nevera y lavadora y hacía años que había agua corriente en las casas, su desaparición levantó algunas protestas que se mantuvieron, faltaría más, en los cauces establecidos por la democracia orgánica felizmente imperante. Ahora, casi cuarenta años después y como consecuencia, parece que imprevista, de unas obras de mejora en la calle, las fuentes del Azud y del Vivero van a salir a la luz. Ya no serán lo que eran ni servirán para lo que servían, tampoco nosotros, pero está bien que se recuperen, coincidiendo, además, con la restauración de las fachadas de la margen derecha que, a imagen y semejanza de la del Ayuntamiento, eran una auténtica vergüenza. Es una forma más de dejar de dar la espalda a un río que, aunque un poco raquítico, es un privilegio para esta ciudad como lo son todos los ríos para todas las ciudades. Y aquí no hay mucho más.


(Artículo publicado el día 30 de diciembre de 2005 en ECA)

viernes, 22 de noviembre de 2019

Barcelona


Barcelona es una de las ciudades fetiche de mi infancia. Estuve varias veces en el Hospital infantil de San Juan de Dios de la Diagonal y mis padres tenían allí familia y amigos, así que íbamos con cierta frecuencia. También pasé algunas vacaciones en una vieja fábrica de cartón, entonces casi la única industria de San Juan Despí, en la carretera que unía esta ciudad con San Felíu de Llobregat y que debía ser de los pocos sitios en España donde se podían encontrar, listas para convertirse en pulpa, las revistas y periódicos franceses o alemanes que en los quioscos de las Ramblas estaban prohibidos. Porque entonces y no ahora como pretenden algunos, España era, técnicamente, una dictadura en la que no había elecciones libres, ni separación de poderes, ni libertad de prensa o manifestación, ni sindicatos horizontales y si, en cambio, jurisdicciones de excepción ya fueran tribunales militares, que emitieron sentencias de muerte en fecha tan tardía como 1975, o el tribunal de orden público que emitió largas condenas de prisión por delitos de asociación ilícita o de opinión. Pero en todas las casas en las que estuve y también en el hospital, en la calle, en las tiendas o en el transporte público se hablaba en catalán, el que lo sabía o en español sin que, en todo caso, eso pareciera ser un problema para nadie. Si Franco, que efectivamente era un dictador, visitaba Barcelona, no sólo no tenía que esconderse sino que las calles se llenaban de gente aclamándole, mientras que el Rey hace unos días ha tenido que refugiarse casi clandestinamente en Pedralbes después de haber sido declarado persona non grata en Gerona. Y eso que, según un politólogo madrileño España es hoy un estado fascista, colonial y opresor que somete a todo tipo de arbitrariedades al sufrido pueblo catalán. En fin, una interminable cadena de despropósitos que empezó, quizá, con la lamentable gestión de la reforma del estatuto o mucho antes y cuyo final no se ve por ninguna parte porque, como ocurre con el cambio climático, con la crisis de gobierno en España, con el Brexit o con tantas otras cosas, el signo de los tiempos es ignorar los problemas hasta que no tienen solución. El fascismo, como dijo un diputado en una de las últimas sesiones de las cortes de la república, no es una acción, es una reacción. Y una reacción, añado yo, que rara vez se limita a restaurar el statu quo. Ya ha pasado. Después, que no se quejen.

Publicado en ECA

miércoles, 2 de enero de 2019

Una excursión a la montaña (I)


A las tres de la tarde del día de jueves santo de 1973, creo que era el mes de abril, el autobús nos dejó en Siresa, un pequeño pueblo del Valle de Hecho en el que había unas pocas casas de piedra y alguna, más reciente, con revestimientos de madera, ladrillo o mampostería, corrales en las afueras, el ayuntamiento, ya cerrado, un pequeño bar que también era una tienda en la que se vendía de todo y el cuartel de la Guardia Civil, todo ello en torno a una Iglesia que, por aquel entonces aún debía estar atendida por un cura nativo, formado en los seminarios de Barbastro, recientemente cerrado o de Zaragoza. Alguien sugirió que diéramos cuenta, en el cuartelillo, de nuestra intención de aventurarnos en la montaña, por si nos perdíamos o teníamos algún problema con una climatología que, a pesar de que ya habíamos dejado atrás el invierno, aún podía darnos algún susto. El guardia que nos atendió nos preguntó que a dónde íbamos, le respondimos con vaguedades porque no lo sabíamos muy bien, que si teníamos experiencia en la montaña, le dijimos que sí, que solíamos ir a los alrededores de San Juan de la Peña a hacer alguna costillada dominical, cosa que pareció hacerle gracia y que cuándo pensábamos volver, el domingo, le dijimos, porque el lunes había clase y yo, por ejemplo, tenía examen. Me miró con algo de sorna pero tomó nota de todo, examen incluido y de los nombres de los siete. A las chicas se lo hizo repetir dos veces, como si quisiera asegurarse de que se habían unido voluntariamente a aquellos tipos en una expedición a no se sabía dónde y nos dijo que fuéramos con cuidado, que no nos aventuráramos fuera de la carretera o de los caminos o pistas señalizados, que buscáramos un refugio en caso de tormenta y que permaneciéramos allí hasta que escampara y que pasáramos por el cuartelillo a la vuelta o llamáramos si volvíamos de noche o por otro camino.

No debían ser aún las 5 de la tarde cuando, con las mochilas absurdamente cargadas, entre otras cosas, con latas de conserva que traíamos desde Zaragoza, sin bastones ni piolets ni nada parecido pero, al menos, con buenas botas y algunos, no todos, con anoraks de plumas, emprendimos el camino hacia el norte siguiendo el curso del río Aragón Subordán y dejando a la derecha las primeras manchas de la Selva de Oza. Novatos como éramos y algo ofuscados como estábamos por lo que considerábamos una estupenda aventura, a nadie se le ocurrió que no eran horas para emprender una caminata y que hubiera sido mejor buscar en el pueblo algún sitio para pasar la noche. Apenas habíamos recorrido un par de kilómetros cuando empezó a ponerse de manifiesto lo desacertado de aquella decisión. En cuanto el Sol desapareció tras las estribaciones montañosas del oeste la temperatura bajó bruscamente y empezó a caer una llovizna helada, ligera y persistente que iba haciendo el camino, ascendente, cada vez más penoso. Alguno había traído gafas de Sol, inútiles ya a aquellas horas, pero nadie tenía nada  eficiente para proteger los ojos de la ventisca que, naturalmente, soplaba de frente y los que, por miopía u otro problema de visión usábamos gafas normales teníamos el problema adicional de tener que limpiarlas constantemente con un pañuelo cada vez más mojado. Al cabo de una hora u hora y media más de camino ya estaba claro que no íbamos a llegar muy lejos y nos paramos al borde de la carretera dejando las mochilas en el suelo. Un par de caminantes, algo mayores y mucho mejor equipados que nosotros, nos alcanzaron al poco y se detuvieron un momento mirándonos con un aire que tanto podía ser de incredulidad como de lástima. Nos dijeron que pensaban dormir en un refugio que había un poco más adelante, un poco, para ellos, era un par de horas de marcha y a su ‘marcha’ pero que había que darse prisa porque se llenaría pronto. Les agradecimos la información y cargamos de nuevo con las mochilas con poco entusiasmo. Al fin y al cabo, dijo alguien, para eso hemos venido aquí. Pero la columna que formábamos pronto empezó a alargarse, tanto que la cabeza y la cola perdieron el contacto visual, ya era casi noche cerrada y sólo llevábamos un par de linternas de escasa potencia así que fue preciso detenerse de nuevo.

A estas alturas ya resultaba evidente que la expedición adolecía de la más mínima organización, pero aun así nadie se decidía a decir lo que más de uno pensaba. Que lo mejor sería volver a Siresa o pasar la noche en cualquier borda de las que habíamos dejado por el camino. Las dos chicas, que se habían apuntado a la expedición por razones que entonces ya no debían tener nada claras, creyendo que se trataba de una versión algo más sofisticada de nuestras excursiones en el canfranero, ya se habían dado cuenta, como el resto de nosotros, de que allí nadie había previsto lo que íbamos a encontrarnos y de que en realidad toda nuestra experiencia en la montaña se reducía a aquellas divertidas excursiones domingueras. Además, los problemas, en un descampado tan inhóspito, eran mayores para ellas que para nosotros así que, por una vez, intentamos utilizar la cabeza para algo más que para llevar los gorros de lana que sí habíamos traído, que empezaban a empaparse y que con las barbas que entonces estaban de moda nos daban un aspecto poco tranquilizador. Seguir avanzando, con buena pendiente, para llegar a un refugio, del que sólo sabíamos que estaba a unas dos horas de camino a buen ritmo, con la llovizna que se había transformado en aguanieve y en la oscuridad no era una opción. Volver al pueblo parecía algo más razonable, era cuesta abajo, pero ya eran casi las 9 y teníamos otras dos horas de camino, también a oscuras, por delante, así que propuse y se aceptó con algo de entusiasmo, que retrocediéramos hasta una casa que había entrevisto en la penumbra poco antes de parar y que intentáramos conseguir allí algún refugio para pasar la noche.

El problema era encontrarla ya que, incluso con las linternas, apenas se veía lo suficiente para mantenernos en la carretera, agarrados cada uno a la mochila del que iba delante pero, al cabo de un buen rato, dimos con un portal de madera que daba acceso a un camino relativamente ancho, flanqueado por árboles de gran tamaño y empedrado, apto para el paso de vehículos. No se veía ninguna luz, pero el camino parecía llevar a alguna parte así que, tras una breve deliberación, nos metimos por allí conservando el orden y las precauciones de marcha. Al cabo de poco más de cinco minutos llegamos a un caserón que parecía deshabitado pero no abandonado y que resultó ser, según el cartel clavado en el dintel de la puerta, un cuartel, presumiblemente utilizado en verano, de la Guardia Civil. Ahora no sé, pero en 1973 no parecía buena idea que un grupo de estudiantes, que por el aspecto podían ser también cualquier otra cosa, merodeara en torno a un cuartel, por muy deshabitado que pareciera. Julián, que desde la visita a la Guardia Civil de Siresa no había abierto la boca y que militaba en uno de aquellos pequeños y ruidosos partidos de izquierda que proliferaban en los primeros y mediados 70 y de los que tan pocos quedaron después de  1979, dijo en tono nervioso y algo apremiante que lo mejor que podíamos hacer era volver a la carretera y buscar algo menos problemático. Los demás ya habíamos descargado las mochilas cerca de la puerta, aprovechando la protección de un pequeño tejadillo y algunos estábamos ya sentados con la espalda apoyada en la pared. Rosa, la más decidida de las dos chicas y la que había empujado a Susana a participar en aquella descabellada aventura, dijo alto y claro que ella no pensaba moverse de allí y que más nos valía hacer algo para que pudiéramos pasar la noche a cubierto o no volvería a dirigirnos la palabra en la vida. Susana no dijo nada pero se acercó a Rosa para dejar claro que pensaba exactamente lo mismo. Aquella era una de esas situaciones en las que uno está dispuesto a hacer cualquier cosa menos el ridículo y pasar por un cobarde o un inútil no entraba en los planes de ninguno de nosotros. Además, estábamos empapados y congelados así que, casi sin mediar palabra, nos pusimos a buscar por los alrededores algún hueco donde cobijarnos, una búsqueda seriamente limitada por nuestro desconocimiento del terreno, por la oscuridad absoluta y por la deficiente iluminación de nuestras dos únicas linternas, una de las cuales empezaba ya a dar señales de agotamiento. Eso tampoco lo habíamos previsto y nadie llevaba pilas nuevas.
(Continuará)