Barcelona es una de las ciudades fetiche de mi infancia.
Estuve varias veces en el Hospital infantil de San Juan de Dios de la Diagonal
y mis padres tenían allí familia y amigos, así que íbamos con cierta
frecuencia. También pasé algunas vacaciones en una vieja fábrica de cartón,
entonces casi la única industria de San Juan Despí, en la carretera que unía
esta ciudad con San Felíu de Llobregat y que debía ser de los pocos sitios en
España donde se podían encontrar, listas para convertirse en pulpa, las
revistas y periódicos franceses o alemanes que en los quioscos de las Ramblas
estaban prohibidos. Porque entonces y no ahora como pretenden algunos, España
era, técnicamente, una dictadura en la que no había elecciones libres, ni
separación de poderes, ni libertad de prensa o manifestación, ni sindicatos horizontales
y si, en cambio, jurisdicciones de excepción ya fueran tribunales militares,
que emitieron sentencias de muerte en fecha tan tardía como 1975, o el tribunal
de orden público que emitió largas condenas de prisión por delitos de asociación
ilícita o de opinión. Pero en todas las casas en las que estuve y también en el
hospital, en la calle, en las tiendas o en el transporte público se hablaba en catalán,
el que lo sabía o en español sin que, en todo caso, eso pareciera ser un
problema para nadie. Si Franco, que efectivamente era un dictador, visitaba
Barcelona, no sólo no tenía que esconderse sino que las calles se llenaban de
gente aclamándole, mientras que el Rey hace unos días ha tenido que refugiarse
casi clandestinamente en Pedralbes después de haber sido declarado persona non grata en Gerona. Y eso que, según un
politólogo madrileño España es hoy un estado fascista, colonial y opresor que
somete a todo tipo de arbitrariedades al sufrido pueblo catalán. En fin, una
interminable cadena de despropósitos que empezó, quizá, con la lamentable
gestión de la reforma del estatuto o mucho antes y cuyo final no se ve por
ninguna parte porque, como ocurre con el cambio climático, con la crisis de
gobierno en España, con el Brexit o con tantas otras cosas, el signo de los
tiempos es ignorar los problemas hasta que no tienen solución. El fascismo,
como dijo un diputado en una de las últimas sesiones de las cortes de la
república, no es una acción, es una reacción. Y una reacción, añado yo, que
rara vez se limita a restaurar el statu
quo. Ya ha pasado. Después, que no se quejen.
Publicado en ECA