¿De dónde venimos? ¿a dónde vamos?... son preguntas
recurrentes a las que no se les suele encontrar una respuesta convincente, por
más que una trivial, obvia y parcialmente concordante con la experiencia
aparezca ya en el Génesis 3:19: del polvo
y al polvo. No parece posible llegar mucho más lejos, sin recurrir a la fe
que es una virtud que, como es sabido, no tiene todo el mundo.
Hay otra pregunta que parece más prometedora: ¿qué hacemos
aquí?, y sobre esto hay opiniones para todos los gustos, desde los que se
empeñan en buscarle un sentido trascendental a la existencia, hasta los que creen
que esto no tiene ni pies de cabeza y también hay una respuesta que sirve para
todos los casos, aunque quizá no en la misma medida. Lo que hacemos aquí es
gastar, derrochar, malmeter como decía mi abuela. De todo, pero, en última
instancia, energía. Habrá quien crea que esto es por vicio o por ignorancia y
es posible que haya algo de eso, pero no mucho porque, en realidad, no podemos
hacer otra cosa. O gastamos energía –en este contexto gastar significa
transformar energía útil y concentrada en calor inútil y disperso- o
desaparecemos.
Así, nosotros mismos, aunque ya somos concebidos con un alto
grado de complejidad, dedicamos ingentes cantidades de energía a mantener y
acrecentar esa complejidad a lo largo de toda nuestra vida. Al final volveremos
al polvo del que, según el Génesis, salimos, pero la energía que hemos
utilizado habrá devenido inútil para cualquier finalidad práctica distinta de
elevar un poco más la temperatura media de la Tierra y el mundo estará un poco
más cerca de un estado ideal, de entropía infinita y caos absoluto en el que ya
no seremos necesarios ni posibles. Bueno, necesarios tampoco lo somos ahora. La
energía tiene otras formas de disiparse sin nuestra intervención.
El caso es que, si queremos mantener la complejidad, la
nuestra y la de nuestra civilización,
sostener el escandaloso tren de vida que llevamos en occidente y permitir una
aproximación al mismo a los pueblos que ahora mismo están aporreando la puerta,
antes de que consigan echarla abajo, necesitamos un aporte continuo y
preferiblemente creciente de energía concentrada. Energía que, como es el caso
del petróleo y en menor medida también del gas natural y del carbón, ha
necesitado cientos de miles e incluso millones de años para formarse y que vamos
a consumir en poco más de un par de cientos de años.
El reto, el problema de siempre, aunque durante unos pocos años
ha podido dar la impresión de estar superado es, precisamente, de dónde vamos a
sacar esa energía concentrada el año que viene, pero a este respecto podemos
estar tranquilos. O no, que nos va a dar igual. De acuerdo con los informes
anuales de la Agencia Internacional de la Energía, de la OPEC o de la
Administración Federal de la Energía de Estados Unidos parece que, al menos un
año más, podremos decir que los negocios seguirán como de costumbre.
En resumen, que si en el año 2015, el mix energético -casi
14.000 Mtoe[1]-
estaba formado aún por un 80% largo de
combustibles fósiles (carbón, gas y petróleo), un 2,5% de energía hidráulica,
un 9,7% de biofuel, que tiene la doble virtud de producir energía y matar de
hambre a los hipotéticos consumidores y un 2% escaso de las energías
supuestamente renovables, para el 2018 no se prevén grandes variaciones salvo
la consolidación del gas natural como combustible de transición -aún hay quién
confía en una transición tranquila a las energías renovables- y del fracking
como técnica de extracción de los últimos restos, sobre todo en Estados Unidos,
un incremento de la eficiencia en los motores de combustión interna, que no se
traducirá necesariamente en una reducción del consumo (paradoja de Jevons), una
disminución del consumo de carbón, sobre todo en China y un recurso más
decidido a la inversión en renovables. Nada nuevo bajo el Sol, suponiendo que
nos cuenten toda la verdad y que las Nuevas Políticas auspiciadas por la
agencia internacional de la energía se lleven a cabo. Que tampoco es muy
probable.