domingo, 16 de mayo de 2010

Crisis, crecimiento y petróleo

El gobierno ha extendido, de golpe y por sorpresa, los efectos de la crisis a un colectivo que , hasta ahora, se consideraba al margen de este tipo de problemas. Me refiero, claro, a los funcionarios y por extensión a todo aquel que percibe una remuneración legal con cargo a los presupuestos del Estado como, por ejemplo, los pensionistas. El caso es que el  gobierno socialista ha optado por, o se ha visto abocado a, el suicidio político. Lo de los funcionarios puede tener un pase con una parte del electorado, harta de la administración pública en general y que cree que un funcionario es, en el mejor de los casos, un señor con manguitos que cobra, demasiado, por aparecer, alguna vez, por una oficina a rellenar crucigramas y en el peor, un paniaguado de la política, pero lo de las pensiones afecta a todo el mundo y el argumentario del PP ha dado en el clavo, porque coincide con lo que piensa la mayoría  ¿por qué no cerrar un par de ministerios inútiles en lugar de tocar las pensiones? El efecto más notorio de estas medidas no son, pues, los cuatro o cinco mil millones que el gobierno cree, o finge creer,  que va a ahorrar sino el hecho de que la gente, incluso la que se creía inmune, ha empezado a considerar que la crisis ha dejado de ser un problema abstracto que afecta, sólo, a los de siempre, para ser un problema general que le afecta directamente y además algo que no va a acabar, ni de lejos, tan pronto como prometía el gobierno, lo que, sin duda, va a tener serias consecuencias en el consumo interno, que ha sido el principal motor de una economía como la nuestra.

Los dispendios de los últimos años, empezando por los 400 euros que Zapatero prometió en la última campaña electoral, las subvenciones a partidos y sindicatos, la corrupción rampante, las ayudas a la compra de vehículos y los 8000 millones de Euros del plan E del año pasado, a los que hay que sumar, si no me equivoco, otros 5000 este año, ampliamente publicitados con carteles, y otros medios,  que también han costado una fortuna, aunque las inversiones fueran jaleadas como un necesario estímulo para la economía del ladrillo, que pasaba sin solución de continuidad del sueño a la pesadilla, se considerarán ahora, no sin razón, como una muestra clara de que el gobierno, que no ha entedido en ningún momento la verdadera naturaleza del problema, es el principal responsable de todos los males actuales.

Eso, sin embargo, es mucho decir. En todo caso, lo que sí es cierto es que la presente crisis no es fácil de abordar con los mecanismos clásicos –keynesianos-,  como, a estas alturas, ya debería ser  evidente hasta para ZP. Nada más empezar todo este desastre, se nos vendió, desde Estados Unidos pero convenientemente jaleado por los expertos locales,  la idea de que los culpables eran unos desaprensivos que habían dejado, de repente, de pagar sus hipotecas, hipotecas que habían sido previamente empaquetadas y vendidas a inversores de todo el mundo por un valor que, a causa del incumplimiento de sus obligaciones por parte de los ya citados, ya no tenían. En fin, dejando aparte las evidentes lagunas de esta historia, aunque unos cuantos hicieron fortuna contándola por ahí, lo que se nos estaba diciendo es que se trataba de una sencilla crisis financiera y las crisis financieras, más tarde o más temprano, se arreglan. Pero ¿y si no se trata de una crisis financiera?

En octubre de 1929 la bolsa de valores de Nueva York se vino abajo con notable estrépito, dando así carta de naturaleza a una crisis que duró más de diez años, cambió el mapa del mundo y dió lugar a la más terrible, hasta entonces, de las guerras. Pero Estados Unidos, en 1929, nadaba en petróleo y contaba con todo tipo de recursos y con una mano de obra dispuesta a trabajar y deseando hacerlo, así que, aunque la sobreproducción y otros factores jugaron su papel, el origen de la crisis tenía bastante que ver con la ingeniería financiera, la especulación y la formación de burbujas. Ahora, 80 años después, las circunstancias no son las mismas. Desde finales de la segunda guerra mundial la prosperidad,  impulsada por el petróleo abundante y barato y su principal indicador, el PIB, han crecido ininterrumpidamente en todos los países del primer mundo. Un crecimiento que damos por garantizado y que ha devenido imprescindible para sostener la compatibilidad entre nuestra cultura monetaria, basada en el interés compuesto y en la deuda, y el sistema, finito, materia energía. Un crecimiento que depende de un flujo contínuo y creciente de energía de calidad, una energía que nos ha venido proporcionando el petróleo para el que, hoy, no hay ningún sustituto válido ni sostenible ni insostenible.

Y como el mantenimiento de este flujo creciente de energía es imprescindible, una eventual interrupción de ese suministro creciente, cada vez son más los que sostienen que el Peak Oil ha ocurrido ya, conducirá, inevitablemente,  a una crisis mucho más grave –una crisis sistémica, en realidad- que las que hemos sufrido hasta ahora. El sistema funciona, exclusivamente, en crecimiento. Ni el stand by ni el decrecimiento programado son posibles. El sistema es demasiado complejo y está demasiado interconectado como para andar manipulando cualquiera de sus resortes.

Es verdad que el petróleo está bajando, en mi opinión sin otra razón para ello que la caída de consumo industrial, el cierre de posiciones cortas y el pesimismo que se ha instalado en todos los mercados, incluidos los de materias primas, pero, por el momento, ni el precio del petróleo, China sigue consumiendo cada vez más, ni el de las acciones de los grandes bancos españoles, por ejemplo, tienen mucho que ver con la demanda ni con la oferta real y previsible de crudo o con los beneficios obtenidos por los bancos y sí con el estado de ánimo de inversores, traders y especuladores y su particular percepción del futuro inmediato. Y me temo que, cuando llegue el momento de conciliar los mercados con la realidad, el precio será lo de menos.