domingo, 11 de octubre de 2009

Pesadilla

Al accionar el interruptor de la luz aquella mañana no ocurrió nada. El frío era mayor de lo acostumbrado a aquellas horas pero, tras pensar un poco, lo atribuyó a que, aunque la caldera funcionaba con gasoil y le constaba que había suficiente en el depósito, las bombas que movían el agua caliente por la casa funcionaban con electricidad y la caldera requería, para sus encendidos periódicos, la ayuda de un dispositivo eléctrico. Encontró, tanteando, la puerta del dormitorio y llegó al cuarto de baño. En un gesto automático conectó la radio pero de los altavoces del techo no salió ningún sonido, ni siquiera el ruido de la electricidad estática que anunciaba, otras mañanas, alguna avería en la emisora. La cisterna del inodoro hizo su trabajo, pero se quedó algo sorprendido al no oír el sonido habitual del agua rellenándola de nuevo. Abrió el grifo del lavabo y comprobó, con disgusto, que tampoco había agua corriente… Esta era una pesadilla que tenía de vez en cuando, así que se preguntó si no estaría soñando e hizo alguna de las comprobaciones habituales, un sonoro cachete en la cara y un pellizco en el brazo bastaron para confirmarle que estaba, aparentemente, despierto. No sería mala idea, pensó, llamar a la compañía distribuidora de agua y electricidad, para averiguar si la avería iba a durar mucho. Tras consultar la guía levantó el auricular del teléfono fijo y se encontró con que el aparato no emitía señal alguna. Con el móvil tampoco había nada que hacer porque la pantalla estaba apagada y el interruptor no respondía. Probablemente se había quedado sin batería durante la noche y sin electricidad no había forma de recargarlo. Naturalmente, sin electricidad ni teléfono tampoco había conexión a Internet así que, con una extraña sensación de aislamiento, decidió salir a la calle. No tenía ascensor, ni le hubiera servido tampoco para nada, así que bajó los tres pisos andando y a oscuras porque la escalera era interior. En la calle, habitualmete sin tráfico, todo parecía normal, o casi. Un grupo de obreros de la construcción se calentaba alrededor de un fuego y charlaba despreocupadamente, lo que no dejaba de ser algo extraño porque era la hora que habitualmente dedicaban a hacer todo el ruido posible antes de parar para almorzar. Sin embargo la cosa se explicaba porque, al no haber electricidad, las hormigoneras y las grúas no funcionaban, así que estarían esperando a que se solucionara el problema. La librería donde compraba habitualmente el periódico estaba abierta y el librero estaba asomado a la puerta con cara de preocupación. No había llegado ningún periódico aquella mañana y tampoco podía decir si llegaría o no. Decidieron ir a la sede de la compañía eléctrica para intentar averiguar de viva voz lo que no habían podido resolver por teléfono, pero solo encontraron a un par de empleados incapaces de dar respuestas válidas al grupo de consumidores, bastante numeroso, que se agolpaba en el mostrador de atención al público. Las líneas habituales de suministro se habían quedado muertas hacía unas horas y, con la caída de las líneas telefónicas, había resultado imposible averiguar qué pasaba. La comunicación por radio también resultaba imposible porque ni los aparatos a pilas recibían señal de ninguna emisora, así que algunos empleados habían salido a inspeccionar la línea pero aún no habían vuelto. Había otra cosa extraña y es que no circulaba ningún automóvil. Uno de los que estaban ante el mostrador, que vivía en el extrarradio y había intentado venir en su coche, contaba que le había resultado imposible poner el motor en marcha. El encendido había quedado completamente muerto y parece que no era el único caso que se había dado en la ciudad. En todo caso la ausencia total de coches en las calles más transitadas era algo que no tenía precedentes, al menos en la memoria de los presentes. De vuelta a casa intentó poner en marcha el motor de su coche, sin éxito, con lo que la sensación de alarma se incrementó muchísimo y volvió a salir a la calle para dirigirse a su trabajo. Se preguntó qué pasaría si esta situación se prolongaba dos o tres días, no quería ni pensar en una duración mayor, y no encontró ninguna respuesta razonable. Simplemente aquello era impensable. En la oficina la cosa se tomó, durante aquella primera mañana del apagón, con bastante buen humor. Las vacaciones estaban cerca y por una mañana de asueto tampoco pasaba nada. En realidad la mayoría de las oficinas del país podían suspender sus actividades durante bastante tiempo sin que de ello se derivara perjuicio alguno. Al cabo de un rato las oficinas, sobre todo las públicas, sin calefacción, ni luz ni agua, sin teléfono y sin Internet, decidieron cerrar la puerta y mandar a los trabajadores a sus casas. Además muchos trabajadores, todos los que vivían a cierta distancia y acudían al trabajo en algún medio de transporte, se habían quedado en su casa. A esas horas la ansiedad empezaba a manifestarse también en torno a las tiendas de comestibles y algunos ciudadanos, habitualmente inofensivos, exhibieron un comportamiento amenazador cuando las empleadas del supermercado les dijeron que no podían atenderles, porque las cajas no funcionaban y era imposible saber el precio de la mayoría de las mercancías sin la ayuda del sistema informático que, como todo lo que funcionaba con electricidad, se había venido abajo. El encargado del supermercado decidió que lo más prudente era cerrar las puertas, lo que hizo no sin dificultades y con la ayuda de la autoridad, que se había personado atraída por la aglomeración de presuntos compradores que, una vez cerrado el establecimiento, no se alejaron mucho de las puertas y formaron nerviosamente, grupos en los alrededores en una actitud cada vez más amenazadora. Que la cosa era aún más extraña y alarmante de lo que parecía quedó patente cuando, primero uno y luego todos los demás, se dieron cuenta de que ni los teléfonos móviles ni los relojes eléctricos ni los transistores a pilas daban ya ninguna señal de actividad. Esto empezó a generar algo parecido al pánico entre la multitud. Una cosa era un corte en el suministro de electricidad, cosa que no ocurría muchas veces pero no era del todo inusual y otra era que cualquier traza de energía estuviera desapareciendo. La policía, con órdenes tajantes de las autoridades locales, intentó dispersar a la multitud invitando a la gente a esperar noticias en sus casas, pero la falta de cualquier medio de comunicación no inducía a la gente a marcharse a casa sino, más bien, a mantenerse en contacto unos con otros para reducir la sensación de aislamiento y obtener del grupo algo de apoyo e información, que consistía, sobre todo, en rumores e ideas casi tan descabelladas como lo que estaba pasando. Una tienda cercana, famosa por la aplicación discrecional de precios en función del aspecto del comprador y por tanto, escasamente informatizada, permanecía extrañamente abierta y vacía y hacia allí se fueron moviendo algunos, con cierto sigilo e intentando no llamar la atención. Aunque el tendero, al verlos, intentó, precipitadamente, cerrar la puerta, no pudo evitar que algunos individuos, ya francamente alterados, entraran en la tienda y se sirvieran ellos mismos todo lo que pudieron transportar. Se quedó un poco sorprendido cuando le requirieron, sería la última vez, para que les hiciera la cuenta.

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