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No suelo tener demasiadas pesadillas, o no las recuerdo, con una pintoresca excepción que viene repitiéndose con cierta frecuencia en los últimos meses. Estoy metido en algún problema o situación complicada. Me he perdido o he perdido a alguien en alguna ciudad desconocida, el coche me ha dejado tirado en una carretera, tengo que llegar a una cita indeclinable y tengo problemas con el tráfico y cosas por el estilo. Todos esos problemas tienen algo en común: se solucionarían o se atenuarían con una llamada telefónica o consultando el mapa que ahora llevan todos los móviles, o consultando el correo o algún sistema de mensajería. Pero siempre me encuentro con dificultades insalvables para manejar el aparato. O bien no consigo marcar el número, o no encuentro la aplicación que muestra el mapa, o estoy sin batería, o… dificultades que solo se resuelven porque, al final, me despierto con una notable sensación de alivio.
Aún recuerdo cuando compré el primer aparato, en Barreu de Huesca en los primeros años 90. Me costó cinco mil pesetas (30€), y era un teléfono analógico operado por la, entonces única, compañía telefónica bajo la marca MoviLine. Un aparato que servía para efectuar y recibir llamadas y que te informaba, con una lucecita verde, si tenías alguna llamada perdida. Nada más. Era difícil hacerse adicto a semejante trasto que, además, tenía una utilidad relativa porque su cobertura era más bien limitada, probablemente por falta de repetidores suficientes. Tenían además la peculiaridad de que casi cualquiera con el receptor adecuado podía escuchar las conversaciones mantenidas a través de ellos.
A partir de la Expo y del Mundial del 92 se desplegaron los repetidores de telefonía digital, con terminales más compactos, que permitían saber quién te llamaba y mantener una agenda telefónica. Nada espectacular pero que empezó ya a crear usuarios compulsivos a los que se veía por las calles, medios de transporte, bares y casi cualquier sitio público con un terminal en la oreja y manteniendo lo que parecían ser importantísimas conversaciones que, a veces, ni siquiera existían.
Internet se estaba desarrollando al mismo tiempo y era cuestión de tiempo que ambos desarrollos convergieran, cosa que ocurrió más o menos hacia el año 1994 con los primeros teléfonos inteligentes, también entonces se atribuía inteligencia a cualquier cosa, tendencia que se consolidó con la llegada de los sistemas IOS y Android a partir de 2007.
Hoy prácticamente todo el mundo tiene uno. Un aparato que ha sustituido, habrá quien diga que con ventaja, al teléfono, al despertador, a la cámara fotográfica, a la guía de carreteras, a la agenda, al mando a distancia, al correo postal, al periódico en papel, al libro en papel, al banco, al comercio local, al mostrador de la seguridad social, al cine, a la televisión, a las reuniones con amigos, a la charla en el bar, al profesor y a muchas otras cosas. Cosas que hace apenas 20 años formaban parte de nuestra vida y a las que ahora accedemos, casi en exclusiva, a través de nuestros teléfonos móviles. Unos aparatos cuyo diseño y funcionalidades, gestionadas por los famosos algoritmos, dependen enteramente de la voluntad de unas pocas grandes compañías que han demostrado, sobradamente, su capacidad para llevarnos a donde quieren y por donde quieren.