martes, 23 de noviembre de 2010

Desde Kiev: Vigésimo día (S)

Último día, de momento. Llueve bastante. Hay poco que hacer: recoger, cambiar dinero para pagar el apartamento y comer con Mila y la traductora de la asociación para concretar lo que hay que hacer a la vuelta, el 1 de diciembre, que no es poco.  Aunque no he repasado  estas crónicas, narradas en tono periodístico rápido, sin revisar ni pulir, creo que me he detenido en lo negativo y, acaso, he podido dar una visión excesivamente gris de este pedazo de Kiev que he recorrido.  Me dice N, por ejemplo, que la Primavera es preciosa, que hay muchos castaños de indias, ahora desnudos, que se cuajan de flores de un blanco rosado y las avenidas tienen entonces un encanto especial.  Dando una vuelta el pasado fin de semana por los alrededores de la catedral de Santa Sofía también percibí un espacio más cálido y acogedor. Y es que  esta ciudad enorme tiene muchos contrastes: hay barrios y más barrios deprimidos y  zonas exclusivas y hoteles de lujo y cochazos y limusinas a cada paso. Yo, que no suelo fijarme en los coches, aquí giro la vista a veces porque me sorprende ver tantos todoterrenos negros, enormes, de cristales tintados.Lo de las limusinas es también increíble, las hay negras, rosas, blancas, las más, algunas tienen ruedas casi como de tractor. Por nuestra calle pasan a menudo, camino de la iglesia, porque los novios las alquilan para su boda: la pequeña corría como loca tras ellas para fotografiarlas, este fin de semana era reportera.  La avenida Kresatik está llena de comercios de lujo, de marcas exclusivas, tiendas enormes muy europeas, nada que ver con los mercados al aire libre, claro está, Son tiendas caras con productos de importación. Bajo tierra hay también tiendas y más tiendas, algo muy apropiado en este país frío, algunas, según las zonas, también  son de lujo, otras sencillas, muy de mercadillo, a buen precio. Hay Macdonalds por todas partes, más que pizzerías, lo que me llama algo la atención y algunos restaurantes chinos. Por la calle se ven pocos moros, pocos negros, pocos chinos, ningún sudamericano.  

El marido de Mila me contaba un día que este país necesita un cambio total. Es un hombre sencillo y bondadoso que abomina de la injusticia y ve que su país no levanta cabeza. No sabe si están mejor ahora, desde que desintegró la Unión Soviética, porque la corrupción está presente en cualquier ámbito de la administración, o eso cree él.  Estos días hay manifestaciones en la Plaza de la Independencia. Anoche salimos y nos acercamos un poco: protestaban por la subida  de impuestos y protestaban también por la corrupción. Había gente, todos con la bandera de Ucrania. Se pasaron todo el día porque por la mañana cuando íbamos al Juzgado ya había un grupo grande en el mismo lugar. Pero incluso estas manifestaciones son  silenciosas: hay uno que, altavoz en mano, explica porqué están allí, pero el resto están parados, en silencio, como mucho, mueven sus banderas de un lado a otro… Escribo estas líneas últimas, después de contratar un apartamento para la vuelta. Nada que ver con éste en el que, de todos modos, al final, me he sentido a gusto. El portero nos lo enseña después de ir cuatro veces, siempre estaba ocupado, ahora también, pero ha salido el inquilino y accede, mientras se queda su compañero abajo, por si vuelve, cuando ha comprendido  que lo de ver la foto en internet no me convence y quiero verlo con mis propios ojos, que lo virtual puede resultar engañoso. Está bien. Limpio, bien aislado, muebles bastante nuevos, cortinas limpias. Pago la fianza  ya. Me despido de las dos traductoras con las que hemos comido, N y yo, en el restaurante de siempre. La dueña nos ha deseado suerte porque se entera de que nos vamos, aunque le digo que aún volveremos y vendremos, que me han atendido muy bien. Hoy como una especie de ensalada hecha con patata, huevo, cebolla, mucha remolacha   y pescado marinado, todo a capas, terminado con remolacha mezclada con mahonesa. Se pone en molde a enfriar y se corta como un pastel. Es delicioso. Lo veía y no me atrevía a probarlo. El otro día lo comieron aquí las niñas y lo probé. Lo haré en casa, seguro..  

Al volver al apartamento  llega la casera a cobrar. Dice siempre “no problem” mientras cuenta el dinero.  Aquí, ya me lo advirtió Mila, no dan recibo por nada aunque le exigí uno de la parte que le pagué antes y se extrañó mucho.  Aquí se fían, dice Mila, pero la que pago soy yo. Nos quedamos solas. Llueve, no vamos a salir ya.   Antes de cerrar esta crónica quiero hacer balance de las gentes que he conocido aquí y es un muy buen balance. A pesar de todas las dificultades, me voy con buen sabor de boca. Mila y su marido, la Directora, la Inspectora, la gente del internado, la ayudante de Mila, la juez, hasta la dueña del restaurante y una empleada del supermercado me han parecido, todos ellos, gente afectuosa y de buen corazón. No me he sentido extranjera en ningún momento. Todos hacían lo posible por hacerse entender y sus gestos eran afables y cariñosos.  Resulta curioso cómo, cuando no se habla una misma lengua, los gestos son tan importantes y acabas entendiendo sin entender y hasta sabiendo cómo es cada cual guiándote por su mirada…. N está acabando de arreglar la maleta. Duda si dejar aquí una camiseta que, al lavarla, igual que  ha pasado con mi camisón, ha adquirido el famoso color “ala de mosca”. .  Yo le digo que yo me lo llevo como recuerdo, pero a ella estos recuerdos no le hacen gracia. Cierro ya el ordenador, que tengo que meterlo en la maleta.