Esta mañana, justo después de la llamada de Mila, me decía S. que habría que cambiar el nombre del blog y llamarlo Atrapados en Kiev, en lugar de Otoño en Kiev. Cuando estábamos esperando la llamada para ir a la embajada, para lo que suponíamos que iba a ser la última gestión, obtener el visado, nos ha dicho Mila que los pasaportes de las chicas que, supuestamente, salieron ayer de la fábrica, no habían llegado. El tiempo que llevamos con Mila nos ha enseñado a relativizar estas cosas un poco pero, la verdad es que la noticia era, objetivamente, el anuncio de una calamidad. Sin apartamento, tenemos que dejarlo a las 12 del sábado, con billetes para el mismo día y el avión del miércoles próximo ya lleno, con los niños de la asociación que hacen el viaje de navidad, la cosa no podía pintar peor. Mila, que también parecía haber perdido parte de su temple habitual, ha hecho algunas gestiones con sus contactos, que le han vuelto a asegurar que los pasaportes habían salido de fábrica y con la agencia de mensajería pero, a mediodía los pasaportes seguían sin aparecer y a la embajada había que ir, en todo caso, antes del viernes a las 13 horas, con lo que ya podíamos irnos olvidando de volver el sábado. Si los pasaportes se habían perdido, lo que a esas alturas ya estaba claro, parecía evidente que entre denunciar la desaparición, volverlos a imprimir y toda la parafernalia que suele llevar la emisión de ese tipo de documentos, podríamos darnos con un canto en los dientes si los teníamos en una o dos semanas. Bueno, pues no ha sido así. A las 13 horas Mila nos ha dicho que los pasaportes aparecerían y a las 7 de la tarde, justo cuando salíamos de la fiesta de despedida que les habían montado a las chicas en el orfanato y cuya descripción hará S mucho mejor que yo, nos ha llamado para decirnos que ya estaban en su poder. La verdad es que en la fiesta hemos estado más pendientes del teléfono que de otra cosa y que a pesar de la buena voluntad de Tania, que iba traduciendo algo de lo que decían, no nos hemos enterado de gran cosa. Eso sí, hemos hecho y nos han hecho un montón de fotos, que supongo que en algún momento le harán gracia a alguien y hemos recibido múltiples muestras de buena voluntad y promesa de oraciones por parte de las presbiterianas a cargo del orfanato. También nos hemos llevado un par de álbumes, enormes con fotos de las niñas y otros recuerdos que no sé dónde vamos a meter porque la verdad es que entre ropa de E, muñecos de N y todos los libros que les hemos ido dando estos años para que leyeran en español y que, naturalmente, vuelven sin haber sido abiertos, llevamos un equipaje demencial.
La tarde ha sido muy lluviosa lo que ha complicado el viaje de ida al orfanato. La vuelta en coche ha sido, sencillamente, imposible. El atasco era de tal envergadura que, después de una hora y media jugando al Veo Veo –hay que adivinar el nombre de un objeto, dentro del campo visual, sin más información que la letra inicial- sin avanzar más allá de unos treinta metros, hemos dejado a Tania en su Skoda y nos hemos metido en una boca de metro. Una vez dentro me he dado cuenta de que, quizá, había sobrevalorado mi reconocida capacidad para moverme por los metros de medio mundo. No había mapas por ninguna parte y las indicaciones, escasas y en caracteres cirílicos, eran totalmente indescifrables. La organización del metro me recordaba algo a la del de Moscú, aunque este es mucho menos pretencioso: un pasillo central y dos vías a los lados que no necesariamente siguen trayectos paralelos. Desde luego no tenía nada que ver con los de Madrid, Barcelona, París o Londres. Afortunadamente ha resultado que E ya había estado por allí alguna vez, conque preguntando un poco y con sólo un par de equivocaciones llevadas, dadas las circunstancias, con bastante buen humor hemos aparecido finalmente en la Plaza de la Independencia.
Mañana iremos a la embajada y el sábado… quién sabe.