Hoy tenemos que volver al Ministerio de Justicia para apostillar la Sentencia y los certificados de nacimiento. Parece un trámite sencillo, pero, claro, no lo es. El cielo está gris aunque llueve poco. Las calles están casi ya limpias de nieve. En nuestro balcón, el suelo y el banco de madera están cubiertos de una delgada capa de hielo. Carlos se queda en el apartamento porque en el coche casi no cabemos y además tiene trabajo. Llegamos al edificio, horroroso, que alberga el Ministerio de Justicia con tiempo de sobras. Tania ha aparcado a la puerta, como si llevara el coche del ministro, y allí lo deja, y allí estará cuando salgamos: ni multas ni grúas, aquí cada cual se las apaña como puede y eso, aunque no lo parezca, le da cierta fluidez al tráfico. Cuando llegamos ya está Mila esperando con su eterna sonrisa. Sonríe siempre, hasta cuando te da una mala noticia cosa que hace de cuando en cuando aunque sus malas noticias no siempre se confirman. Normalmente tiene un plan B que suele funcionar. La sala de espera del departamento de apostillas es una sala siniestra con un montón de gente haciendo cola y entre ellos una señora a la que Mila ha encargado hacerla por nosotros y que supongo que también la hace por algún otro. Le he dado el pasaporte a la señora que me ha introducido en la cola, a mí y a un italiano desgarbado y con cara de susto, a fuerza de codazos. Si alguien le decía algo ella decía dos palabras y, simplemente, giraba su cara ante el que le preguntaba y ya estaba todo dicho: cualquiera le tose. Después de un rato de apreturas, hemos entrado de la mano de la señora el italiano y yo. La oficina es pequeña, pero casi no me ha dado tiempo de verla porque estoy pendiente de mis papeles y del pasaporte, que la señora lleva de un lado para otro. Mila no ha podido entrar y me horroriza pensar que mi pasaporte pueda perderse. Allí han mirado mis documentos, han comprobado las firmas con otros libros que tenían en un armario y me han devuelto el pasaporte y dos de las copias. La señora me ha hecho salir con un gesto y he salido zumbando. Lo único, como dice Mila cuando falta algo por hacer, que hay que volver por la tarde a buscar los documentos apostillados. El cuento de nunca acabar. De aquí vamos a la oficina en la que hacen los pasaportes. Hay que cruzar el río. Está lejos. El barrio en el que se encuentra es muy parecido a otros, casi pienso que estoy otra vez en el Registro Civil. Entramos en otra oficina algo sosa, con guardia de uniforme azul a la entrada. Pero aquí no hay colas. La encargada es una señora amable y sonriente, que hasta arregla el pelo a las niñas para que la foto salga mejor. El trámite es bastante rápido y, además, para ellas de lo mejor, que para eso se han vestido bien y se habían peinado despacio en casa, aunque se notaba ya poco. Al terminar la sesión fotográfica, vamos a un cuarto con Mila y la encargada en el que hay una zona en la pared con papeles clavados a un corcho. Entre ellos, unos cuantos anuncios de hombres a los que se busca. La pequeña me pide bolígrafo y papel, se lo doy y, cuando salimos de allí, me da el papel en el que ha apuntado unos cuantos números y me dice que los guarde, que no los pierda, que hay llamar si vemos a alguno de los tipos de los retratos. No es mala idea, así recuperaremos algo de lo que nos está costando todo esto, le digo. Pero parece que no hay recompensa, así que me olvido de los teléfonos. Después de comer, otra vez en el Borsch, tengo que volver a la oficina de apostillas y en esta ocasión me acompaña, en autobús, Nicolai, el marido de Mila. Llegamos algo antes de la hora en que habíamos quedado con la señora de cara de pocos amigos y entramos a un café bastante elegante. Tomamos un té y me va contando que todo va saliendo bien, está entusiasmado: es un hombre optimista aunque tiene razón en que hemos superado ya muchos baches, pero él mismo reconoce que en este país suyo todo es imprevisible. Cuando llegamos al Ministerio hay una cola apretujada ya y todavía no han abierto. La señora está ya esperando y me coge el pasaporte. Lleva varios papelitos blancos en la mano, los resguardos de mis documentos, parece, porque los mete en mi pasaporte y luego empieza a recoger otros papeles y a meter cada cosa en plásticos en una especie de juego de prestidigitación que me pone algo nerviosa. Nicolai me dice que no me separe de ella y así lo hago, pero de pronto se va hacia atrás y me hace señal de que espere allí mientras llega el italiano desgarbado de por la mañana con cara de haber corrido. Nos saludamos y se pone detrás de mí mientras me dice en italiano que aquí todo va piano, piano. Vuelve la señora y nos agarra a los dos y vamos avanzando hasta el comienzo de la cola. Estamos como sardinas en lata, todos enfocados al quicio de la puerta y todos bastante nerviosos. Entra la señora, de repente y yo la sigo, pero me hace gesto de que pare y dice “Stop” ella y otra vieja que lleva ya rato en primera fila. Nicolai desde lo lejos le pregunta cuando sale, casi enseguida, que qué pasa y resulta que no están preparados nuestros documentos. A seguir esperando. Apostillar es estampar un sello en un documento y poner una ficha y una firma, pero aquí parece la obra del Pilar. Seguimos en la misma posición: yo pegada a la señora y el italiano pegado a mí. En la cola hay de todo, casi todos ucranianos. El silencio se va rompiendo poco a poco. Una señora de cara redonda y gorra como de plato me mira un poco como sin verme porque hay poco que hacer aquí, como no sea mirar a los que tenemos al lado. Va pasando el tiempo. Entra alguno y sale con el papel en la mano y cada uno que sale tiene que levantar más el brazo para evitar que se estropee de tantas manos que hay y tantos cuerpos apretados. Por un momento creo que me voy a marear: llevo demasiada ropa y hace un calor asfixiante. Una joven muy guapa de melena negrísima que le llega a la cintura se pone a hablar con mi guía mientras le enseña un documento. Un señor con bigote canoso, alto y flaco me da un codazo. Poco más. De pronto, un tipo enorme, con un abrigo azul descolorido se abalanza sobre todos nosotros y se pone justo a mi izquierda. Se arma la de San Quintín: empieza todo el mundo a gritar y, justo, el tipo que está a mi derecha, pegado a mí, levanta los brazos e intenta agarrarlo, tanto que acabo separando mis brazos de la mujer y me quedo en medio, con el hombre del abrigo azul levantando también las manos y todo el mundo gritando. Nicolai reacciona, viene hacia nosotros e intenta, o eso parece por el tono, hacerlos razonar. Lo peor, pienso yo, no es que me pueda caer un puñetazo en cualquier momento, sino que venga la policía y me quede, por hoy, sin mis apostillas. Nicolai vuelve a hablar en tono suave aunque con decisión y también interviene una señora que lleva una larga lista en la mano. Al final la cosa se calma aunque el tipo de mi derecha sigue rezongando mientras el del abrigo azul se calla, pero sin moverse del sitio que ha ganado a empujones. Cuando se calma algo la cosa, la señora de la lista – la lista, me ha explicado Mila por la mañana, es un simple papel en el que la gente se va apuntando cuando llega, pero no la controla nadie de manera oficial sino que alguno, de la misma cola, se encarga de organizarla para que no pasen estas cosas- la señora de la lista, digo, nos intenta explicar al italiano y a mí en una especie de italo-español que eso no suele ocurrir y que es “ una vergoña”. Aún seguimos en esa posición bastante tiempo porque la de la lista organiza algo la situación y se nos adelanta bastante gente, para que no nos lapiden al final, entiendo. Cuando entramos estoy ya con el sudor frío y bastante mal cuerpo y el italiano saca una cara blanca y algo desencajada. Buscan nuestros documentos rápido y firmo. Cojo mi pasaporte y espero a que acaben ellos. Salimos entre la masa, la señora con los documentos en ristre y nosotros detrás. Nicolai espera y se adelanta hasta la señora que le da mis documentos. Le digo adiós al italiano, nos damos la mano y me dice “chao”. Nicolai está muy contento: parece que no estaba nada claro que pudiéramos tener esto hoy y lo repasa despacio, para ver que está todo y todo está bien. Cuando salimos y me da el aire en la cara empiezo a sentirme algo mejor. Cogemos el trolebús de vuelta y podemos sentarnos. Allí me confiesa Nicolai que hemos estado a punto de caramelo, si sigue la pelea, como pasó ya otra vez, y como yo pensaba, viene la policía y a saber cuándo tenemos la apostilla del infierno. Eso es lo que él les explicaba: que todos queríamos salir de allí con los papeles y que como siguieran así no los tendría nadie. Luego me cuenta cosas de este país, cosas que le entristecen con un tono suave mientras mueve la cabeza hacia abajo una y otra vez. Hay ahora un atasco monumental y el trolebús no avanza nada. Nicolai me dice que es mejor bajar y salimos a la calle. Llueve, pero no estamos lejos. El paso de Nicolai es rápido y tengo que correr un poco para alcanzarlo. Cuando llegamos a Santa Sofía le digo que ya me sitúo, que puedo ir sola a casa, pero me dice que ni hablar, que me tiene que dejar sana y salva en mi apartamento. Después de lo que ha pasado, lo entiendo. Llego justo tres horas después de haber salido. Tres horas, para apostillar tres documentos. Como el día de las fotocopias. Siempre tres horas.