El marco narrativo de la presente crisis, o lo que sea esto,
incluye, por supuesto, la evolución de unos cuantos indicadores, que, en el
caso de España, por ejemplo, podrían ser, entre otros, la prima de riesgo, el IBEX35, el PIB o el
número de desempleados y en otros países otros similares. También la idea de
que la situación volverá a la normalidad, entendiendo por tal una en la que el
PIB sube y el desempleo baja, o a lo que se conoce en el argot de políticos y
economistas como la senda del crecimiento, más tarde o más temprano. Por el
momento, sin embargo, todos los indicadores muestran una preocupante y persistente
tendencia a empeorar, con efectos que, ciertamente, no son iguales ni son
igualmente percibidos por un desempleado de larga duración, al que se le están
agotando los recursos para mantener a su familia, que por un inversor que puede
ganar, o perder, en una sesión varios millones de euros. En realidad, y este es
el tema de esta entrada, se trata, no
sólo de dos percepciones distintas, sino también de dos economías y de dos
mundos distintos, aunque fatalmente interrelacionados. La economía productiva, en la que trabajaba el ahora desempleado, afectada por la sobreproducción, la
automatización de procesos, que requieren cada vez menos mano de obra, la
crisis energética que pone en peligro la globalización y el agotamiento paulatino
de recursos esenciales, tiene cada vez menos que ver con la financiera, de
casino, basada en el apalancamiento, la
especulación y la creación y comercialización de productos bancarios de
laboratorio, ajena por completo a su antiguo papel de intermediaria entre el
capital y los demás factores de producción. Mientras la primera ha alcanzado o está a punto de
alcanzar, sus límites naturales, consecuencia inevitable de la finitud del
planeta que habitamos y de la vigencia de las leyes de la termodinámica, la
segunda está abocada, casi por definición, a un crecimiento exponencial indefinido que no
puede sostenerse porque, en última instancia, el dinero, concebido como instrumento para facilitar el trueque, incluido el dinero
fantasma tecleado en un terminal de computador, tiene que representar valores tangibles o ser
capaz de transformarse en ellos y la acumulación de cantidades absurdas en unas
pocas manos tiene, entre otros, el perverso efecto de que, el que aún está en
manos de la gente corriente, cada vez sirve para menos.