Tengo que confesar que no soporto a los bancos. Creo que es
un negocio, el de la intermediación financiera, que puede tener su razón de ser
cuando se gestiona de una manera honorable, abierta y en beneficio de la
sociedad. Lo que tenemos, en cambio, es una casta privilegiada que detenta, en
contra de toda lógica y de todo sentido, el poder de crear dinero de la nada y obtener
beneficios prestando ese dinero irreal que, sin embargo, genera una deuda y
unos intereses muy reales aunque tanto unos como la otra y el mismo dinero
creado no sean más que apuntes contables en un terminal de computador.
Una deuda y unos intereses a los que, obviamente, sólo se
puede hacer frente en un entorno de crecimiento económico exponencial, evidentemente
insostenible a medio plazo, pero del que ahora depende no sólo el pago de la
deuda, una cuestión aparentemente menor, pero que tiene efectos desastrosos sobre las personas y las naciones, sino el funcionamiento de todo un
sistema económico cuyo combustible, tan real como petróleo u otros almacenes de
energía fósil, es ese dinero creado como deuda y que el mundo se debe a sí
mismo, forzando un consumo irracional de productos, incluidos los alimentos, creados con un aporte energético en declive y
unos materiales cada vez más escasos.
La solución es muy complicada. Los que controlan el sistema
financiero controlan también el poder ejecutivo, el judicial y tienen las armas,
pero impedir que los bancos presten un dinero que no tienen -elevar a 100 la
reserva fraccionaria- y detener la especulación financiera, desatada ya ante el
simple anuncio de los millones que se supone que lloverán sobre los bancos con
el dichoso rescate, son medidas que podrían reducir nuestra dependencia del
crecimiento sostenido, que es físicamente imposible y llevarnos suavemente
hacia una sociedad en la que vivir con menos, con mucho menos, no significara, necesariamente, colapso,
hambre y guerra.