miércoles, 24 de diciembre de 2025

¿Sánchez? Esa no es la cuestión.

El empobrecimiento del debate público en España ha alcanzado tal grado que parece que el único problema político relevante es si el actual presidente del gobierno continúa o no en el poder. Como si el país entero estuviera suspendido de ese detalle biográfico. Como si la decadencia o la prosperidad nacional dependieran exclusivamente de la permanencia de un hombre y no de la estructura misma del sistema político, económico y territorial.

No niego que la continuidad del Sr. Sánchez importe —le importa, desde luego, a él y a una parte del PSOE—, pero elevar esa cuestión a eje casi exclusivo del debate es una forma de irresponsabilidad colectiva. Se discute el relevo con pasión creciente, pero se evita cuidadosamente la discusión sobre el rumbo. Y eso no es casual: hablar de nombres es infinitamente más cómodo que hablar de modelos.

Mientras tanto, los problemas de fondo permanecen. No se resuelven, no se afrontan, ni siquiera se formulan con claridad. Se los tapa con cifras espectaculares, anuncios grandilocuentes y una sucesión de parches que permiten ganar tiempo político a costa de perder tiempo histórico.

El turismo es el ejemplo más obsceno de esta lógica. Celebrar ocupaciones hoteleras superiores al 90% como si fueran un indicador de éxito estructural revela hasta qué punto se ha normalizado la mediocridad. El turismo masivo no transforma la economía española: la anestesia. No mejora la productividad, no genera empleo cualificado, no fija población ni reduce desigualdades territoriales. Produce rentas rápidas, salarios bajos y dependencia crónica. Es el opio estadístico de un país que ha renunciado a pensar más allá de la temporada alta.

Algo similar ocurre con el entusiasmo casi infantil por cualquier inversión que incluya las palabras “tecnología”, “datos” o “industria”, aunque llegue sin planificación, sin integración territorial y sin evaluación de costes reales. Que Aragón se convierta en receptora de centros de datos o de fábricas desplazadas desde Asia no es, por sí mismo, una estrategia de desarrollo: puede ser exactamente lo contrario. Consumo intensivo de agua en territorios tensionados, sobrecarga de redes eléctricas ya insuficientes, empleo limitado y altamente especializado que no combate la despoblación… ¿Dónde está el beneficio estructural? ¿Dónde el proyecto?

La respuesta suele ser el silencio o el eslogan. Porque admitir que muchas de estas “soluciones” agravan los problemas exigiría algo que la política española evita con especial empeño: planificación a largo plazo, jerarquización de prioridades y aceptación de límites materiales. Mucho más sencillo es confundir crecimiento con desarrollo y volumen con solidez.

Lo verdaderamente alarmante no es que el Sr. Sánchez siga o no siga, sino que, gobierne quien gobierne, el país continúe atrapado en la misma inercia: ausencia de modelo productivo, desequilibrios territoriales crecientes y una clase política obsesionada con la supervivencia inmediata. España no fracasa por culpa de un dirigente concreto, sino por la renuncia sistemática a pensar en términos estructurales.

Reducir el futuro del país a un relevo personal no es solo un error analítico: es una coartada. Sirve para no hablar de lo esencial. Y mientras se siga aceptando ese marco, el problema no será quién manda, sino que nadie gobierna de verdad.

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miércoles, 17 de diciembre de 2025

Elecciones

Pues mira por dónde el final de año nos ha traído un nuevo ciclo electoral. Hace años que no soy un entusiasta de las elecciones. No me gusta el procedimiento y, además, soy plenamente consciente de la nula influencia que mi voto tendría en el resultado final.

Dicho así, esta afirmación suele provocar incomodidad e incluso reacciones adversas. Los creyentes en la liturgia democrática la interpretan como cinismo o, peor aún, como irresponsabilidad cívica. Pero no es ni una cosa ni la otra: es simple aritmética electoral combinada con años de observación empírica de cómo funcionan realmente las cosas.

Un voto, en una circunscripción de tamaño medio, tiene un peso estadístico ridículo. Equivale aproximadamente a nada. Se puede objetar que “si todo el mundo pensara así…”, pero resulta que no todo el mundo piensa así, de modo que el argumento es irrelevante. La participación masiva, aunque levemente decreciente, no parece estar en riesgo, el sistema se reproduce, y una papeleta más o menos no altera absolutamente nada. Es matemática elemental, no un dilema moral.

Además, está el problema de qué se elige exactamente. Las opciones vienen previamente filtradas por los aparatos de los partidos, las decisiones importantes se toman en instancias que nadie elige (Bruselas, mercados financieros, organismos técnicos), y los programas electorales son documentos deliberadamente ambiguos, diseñados para no comprometer a nadie con nada concreto. Lo que llamamos elecciones es, en buena medida, un plebiscito sobre quién administrará un marco que permanece intacto.

Pero hay algo más: ¿qué criterios guían realmente a los electores? Está claro que no se elige a los más capaces ni a los más honrados. Tampoco, en general, a los más inteligentes. Los que votan —que no son todos, ni mucho menos— eligen la lista, cerrada e inalterable, de un partido basándose en prejuicios heredados, campañas de televisión, lealtades familiares, miedos difusos o simpatías personales. Nada en ese proceso garantiza, ni remotamente, que los elegidos vayan a ser capaces de gestionar nada con un mínimo de competencia. El sistema no selecciona capacidad; selecciona adhesión, visibilidad mediática y habilidad para captar votos. Que luego algunas de esas personas resulten ser razonablemente competentes, que todo puede pasar, es, en buena medida, fruto del azar.

No niego que el ritual tenga su función. Proporciona una sensación subjetiva de participación, renueva periódicamente el personal político y permite cierta rotación de élites. Pero confundir eso con poder real del ciudadano es puro autoengaño. El sistema representativo actual se parece más a una oligarquía electiva que a cualquier otra cosa, y las elecciones son su mecanismo de legitimación, no de control.

Muchos encontrarán suficientes razones para participar en lo que se ha dado en llamar la “fiesta de la democracia” —costumbre, esperanza residual, miedo a que empeore—, y me parece respetable. Pero que nadie espere demasiado entusiasmo por un procedimiento cuya utilidad práctica resulta, siendo generoso, muy dudosa.

Enviado a ECA 26 diciembre 2025

martes, 16 de diciembre de 2025

Peak Oil vs. Peak Europa

 En marzo de 2012 escribí un texto sobre el Peak Oil cuando el Brent cotizaba a 125 dólares el barril. Advertía sobre la caída de stocks en Europa, la insostenibilidad del modelo energético y la ceguera política deliberada. Mi diagnóstico entonces era sombrío, pero aparentemente claro: la contracción de la oferta de petróleo convencional dispararía los precios y colapsaría el sistema. Trece años después, el Brent cotiza en torno a los 59 dólares. Menos de la mitad.

El error no estuvo en el diagnóstico estructural—el petróleo convencional efectivamente entró en declive terminal—sino en asumir rigidez donde hubo elasticidad. El sistema respondió de tres formas que no fui capaz de anticipar:

Primero, el fracking estadounidense actuó como colchón temporal, inundando el mercado con petróleo no convencional carísimo pero funcional mientras los precios se mantuvieron altos. Es insostenible (los pozos se agotan en 2-3 años versus 20-30 de yacimientos convencionales) pero retrasó la crisis.

Segundo, la demanda no creció como se esperaba. China desaceleró estructuralmente, Europa se empobreció, y la electrificación del transporte avanzó más rápido de lo previsto. El colapso vino por el lado de la demanda, no de la oferta.

Tercero, la OPEP perdió disciplina. La supresión de las cuotas que hasta entonces limitaban la producción generó una carrera a la baja suicida que aún mantiene los precios deprimidos pese a la escasez estructural.

El Peak Oil llegó, como se esperaba, pero su manifestación no fue la espiral inflacionaria que yo anticipaba sino algo más insidioso: una economía tan debilitada que no puede pagar ni siquiera el petróleo abundante. Precios bajos en un contexto de decadencia, no de colapso súbito. El cadáver sigue caminando.

Establecer cuáles de estos factores son coyunturales y cuáles han llegado para quedarse es ahora la pregunta clave. La electrificación del transporte parece estructural e irreversible, aunque traslada el problema energético sin resolverlo. El agotamiento del petróleo convencional también lo es. El cambio demográfico en Europa, China y Japón reduce el consumo energético de forma permanente.

Pero el fracking es un parche temporal. La indisciplina de la OPEP es geopolítica reversible. Y el estancamiento económico plantea la cuestión fundamental: ¿es coyuntural o marca el límite estructural del crecimiento?

La pregunta decisiva es si una economía de servicios de baja intensidad energética es realmente sostenible o si la supuesta "desmaterialización" es solo un espejismo. Porque una economía de servicios sigue necesitando infraestructura física, agricultura intensiva, logística y centros de datos que consumen energía de una manera brutal. Europa ha externalizado la parte intensiva en energía a China y parece pretender que eso no cuenta.

Cuando las fronteras de Europa estaban en África
Y aquí emerge el fenómeno más inquietante: Europa se comporta ya como país en desarrollo antes incluso de dejar de parecer industrializada. Hemos adoptado voluntariamente el papel de periferia extractiva.

Aragón, región no excedentaria ni en agua ni en energía, atrae fábricas de baterías chinas y centros de datos americanos. Se vende como "reindustrialización" cuando es exactamente lo contrario: asumir costes ambientales (agua escasa, presión sobre la red eléctrica) a cambio de migajas de empleo precario mientras el valor lo capturan corporaciones extranjeras. Europa importa industria sucia de otros en las mismas condiciones que históricamente impuso a su periferia colonial.

Hemos cerrado nuestra industria—costosa, regulada, sindicalizada—antes de tener alternativa, y ahora aceptamos la de otros en peores condiciones. Competimos como regiones empobrecidas ofreciendo más subsidios, más recursos naturales baratos, menos controles. Sin haber siquiera disfrutado de la bonanza que los países en desarrollo al menos tuvieron cuando sus materias primas valían algo.

La clave para entender este proceso es reconocer que las élites son globales, no nacionales. No hay "élites europeas" compitiendo con "élites chinas". Hay una élite transnacional que opera por encima de los estados, extrayendo valor donde sea más conveniente: deslocalizando fábricas europeas a China cuando convenía, trayendo fábricas chinas a Aragón cuando conviene, agotando acuíferos para centros de datos donde sea rentable.

Para esta élite, Europa no es "su casa", algo a preservar, sino un activo más a explotar. Los costes se externalizan a las poblaciones locales. Los beneficios se internalizan en paraísos fiscales. Los políticos son meros gestores locales de intereses globales, preocupados solo por mantener la franquicia electoral mientras administran el desmantelamiento.

Si las élites son globales y las poblaciones locales (cada vez más inmóviles, envejecidas, empobrecidas), no parece que haya un mecanismo democrático que pueda revertir esto. Votar a otros gestores no cambia nada si todos administran los mismos intereses. Y cualquier intento de soberanía nacional se estrella contra la realidad de que ya no controlamos ni nuestra cadena de suministro ni nuestra energía ni nuestra tecnología.

China necesita cada vez menos a Europa. Europa necesita cada vez más a China. Seguiremos siendo relevantes solo mientras podamos pagar por lo que nos venden. Nada más. Cuando no podamos pagar —cada vez fabricamos menos, el turismo tiene límites, y la IA sustituye nuestros servicios—la transición puede ser traumática.

El Peak Oil que anticipaba en 2012 se ha transformado en algo más peligroso: un Peak Europa. Y para eso no parece haber fracking a la vista.

lunes, 15 de diciembre de 2025

Conversaciones en el café: Clarke, magia y tecnología

 En su ensayo de 1962 Hazards of Prophecy: The Failure of Imagination, Arthur C. Clarke formuló una ley que ha sido citada hasta la saciedad:

«Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».

La frase apareció el sábado pasado en la tertulia del Viejo Café, cuando hablábamos de inteligencia artificial, algoritmos generativos, chatbots, sistemas de recomendación, y de cómo lo que antes requería una infraestructura industrial hoy cabe en el bolsillo. Fue entonces cuando conté una anécdota doméstica, quizá insignificante, pero reveladora.

En el viejo caserón de mi abuela, la iluminación de la escalera era un pequeño rompecabezas. Tres interruptores —uno en el patio, dos en los primeros pisos— regulaban la luz. Para encenderla, todos debían estar en posición de encendido y uno solo, en la posición contraria, bastaba para apagarla. Durante años vivimos el problema con resignación, como se aceptan las cosas que "siempre han sido así".

Hasta que, leyendo un manual del Instituro, descubrí los conmutadores: una solución sencilla para una instalación con todo el cableado al descubierto. Compré el material, hice el cambio, y por fin se pudo encender o apagar la luz, desde cualquier punto. La reacción de mi abuela compensó el trabajo que me había tomado: “Esto es cosa de brujas”, dijo. Magia.

No es anecdótico que algo tan simple, al alterar el funcionamiento habitual, se viviera como hechizo. En realidad, ese tipo de experiencias revela cómo la tecnología, más que una herramienta neutral, es una forma cultural, un dispositivo simbólico.

Walter Benjamin, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, señalaba que el desarrollo técnico disuelve el “aura” de lo tradicional, pero también produce nuevos rituales. En este caso, el ritual era encender la luz a través de una coreografía compartida. Una pequeña intervención técnica rompió el rito, y lo sustituyó por algo más racional, pero también más frío. Lo nuevo no solo resolvía un problema: también modificaba un hábito.

Marshall McLuhan diría que el medio es el mensaje: el modo en que la luz se enciende transforma la experiencia de subir una escalera. Lo técnico no es un soporte pasivo, sino un actor que reconfigura el gesto, el espacio, incluso la conversación. Y Bruno Latour iría más lejos: la tecnología no es solo un mediador, sino un agente híbrido, que participa activamente en la red de relaciones humanas y no humanas. El conmutador—un objeto banal— reordena la micro-política doméstica, redistribuye la agencia, altera los márgenes de autonomía.

La magia de Clarke no reside, por tanto, en lo inexplicable, sino en la opacidad cultural del funcionamiento técnico. Esa opacidad puede provenir de una complejidad real —como en el caso de los sistemas de IA—, pero también de una desconexión entre la técnica y la experiencia cotidiana. En este sentido, la magia no es una propiedad de la tecnología, sino una forma de ignorancia culturalmente estructurada.

Por eso me pareció relevante recuperar esta pequeña historia familiar. Porque muestra cómo la técnica no solo se impone desde Silicon Valley, sino que se instala silenciosamente en lo cotidiano, desplazando gestos, hábitos, sentidos. La cultura técnica no se limita al laboratorio ni a la pantalla; vive en los sótanos, en los enchufes, en la forma en que encendemos la luz sin pensar qué la hace posible.

Lo que para mi abuela era algo parecido a la hechicería, no era, visto hoy, sino un circuito mejor cableado que antes. Pero su exclamación —“cosa de brujas”— no era ignorancia. Era la expresión de un desajuste entre dos cosmovisiones, dos modos de entender la acción sobre el mundo. Uno ritual, cargado de sentido, aunque ineficiente; otro racional, funcional, pero quizás más solitario.

Tal vez por eso conviene no reírnos demasiado rápido de quienes ven magia donde nosotros vemos tecnología. Porque la cultura no es un epifenómeno técnico, sino una forma de estar en el mundo. Y cuando la técnica transforma lo que podemos hacer, también transforma lo que podemos imaginar. O, como decía Clarke, nos devuelve —aunque sea por un instante— la mirada maravillada del que no sabe si lo que ve es ciencia... o encantamiento.

miércoles, 3 de diciembre de 2025

Celtiberia Show

He visto un fragmento de la entrevista concedida por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a una televisión catalana. En ella reconocía, con aire visiblemente compungido, haber incumplido parte de los acuerdos alcanzados con Junts para asegurar su investidura. Prometía enmendarse y cumplirlos todos a partir de ahora.

¿Era necesaria la humillación pública del presidente del gobierno para mantener los votos de Puigdemont? ¿No hubiera bastado con una llamada o con enviar un mensajero que transmitiera en privado el arrepentimiento y el propósito de enmienda? Por lo visto, sí y no. Sí, la confesión pública, la penitencia, era necesaria. Por lo tanto no, no bastaba con una comunicación discreta.

Porque aquí no se trata solo del señor Sánchez. Es el Gobierno de España el que reconoce ante las cámaras y ante todo el país haber faltado a sus compromisos —algunos de dudoso encaje en las leyes españolas— con un fugado de la justicia, prometiendo no volver a hacerlo. No es simplemente un político haciendo el ridículo, cosa que a estas alturas tendría escasa o ninguna importancia. Es el Estado español arrodillándose a cambio de unos votos que permitan al gobierno actual llegar al final de la legislatura.

Pero Puigdemont y los siete votos de Junts que controla no son todo lo que necesita el gobierno para mantenerse en el poder. Se necesitan también los votos de ERC, Sumar, PNV y Podemos, cuyos intereses políticos están, en principio, bastante alejados de los de Junts, aunque coinciden todos en algo esencial: un gobierno débil y plenamente consciente de que perderá cualquier elección que convoque es un regalo caído del cielo. Algo de lo que no se puede prescindir, al menos no antes de haberle extraído todo el jugo posible. Y en eso están.

Lo que estamos viendo no es una negociación compleja entre formaciones diversas ni el ejercicio normal del parlamentarismo de coalición. Es una forma de gobernabilidad sostenida sobre el chantaje explícito, la cesión sin límite y una dependencia absoluta de actores que no comparten visión alguna del Estado salvo la de su utilidad como fuente de recursos y palanca de poder. La humillación pública del presidente no es un detalle anecdótico: es el protocolo que exige el sistema. La subordinación debe ser visible porque el espectáculo forma parte del precio.

Esto plantea interrogantes que van mucho más allá de la estabilidad de un gobierno concreto. Cuando la política se convierte en la gestión diaria de extorsiones múltiples, cuando quien gobierna no es quien gana elecciones sino quien mejor negocia su propia humillación, cuando el Estado se ve obligado a negociar con quienes lo desafían desde una posición de fuerza sin legitimidad, algo se ha roto en la arquitectura institucional.

No sabemos cuánto tiempo puede sostenerse esta ficción ni qué quedará cuando colapse. Pero lo que sí sabemos es que cada concesión arrancada mediante chantaje, cada humillación pública normalizada, cada límite legal difuminado en nombre de la "estabilidad", degrada un poco más la confianza en las instituciones y ensancha el espacio para soluciones que, llegado el momento, no tendrán nada que ver con la madurez democrática.