La última vez que vi la grabación de un pleno municipal,
hace unos meses, el alcalde estaba reprendiendo a una concejala de la oposición
por no atenerse al orden del día. De hecho, llegó a expulsarla por insistir en
su desbarre discursivo y la concejala no tuvo más remedio que abandonar la
sala, aunque la situación se recondujo poco después.
Ayer vi el fragmento de una sesión reciente en el que, mira que casualidad, el alcalde volvía a dirigirse a la misma concejala para rogarle que se ciñera a la cuestión que se estaba debatiendo. En esta ocasión la concejala en cuestión desistió de llevar la polémica más lejos y terminó su intervención, pero eso no evitó que la portavoz del partido popular le acusara de ‘falta de respeto’, ‘provocación’ y algo más que no recuerdo. Tanto la portavoz como el alcalde insistieron en que se atuviera al procedimiento que, por lo que me pareció entender, incluye solicitar audiencia al concejal afectado por las críticas de la edil, dirigirse a la comisión de gobierno o pedir la inclusión de su tema en el siguiente pleno. Cualquier cosa, por lo visto, antes que apartarse del objeto del debate.
Utilizar el reglamento, o una interpretación sui generis del
reglamento, como instrumento de control político no es una buena idea. En mi
opinión, un concejal en el uso de la palabra no debería ser interrumpido,
mientras intervenga con el tono y la corrección adecuados, salvo que se exceda
en el tiempo establecido o utilice técnicas de filibusterismo parlamentario
para impedir o dificultar el normal desarrollo de una sesión. Si se aparta del
tema o utiliza argumentos débiles o equivocados en defensa de su postura es su
problema, no el del alcalde o su equipo, La política local ya tiene bastantes
problemas de amateurismo e improvisación como para restringir el uso de la
palabra en el lugar establecido, precisamente, para hacer uso de ella.
Enriquecer el debate no pasa, desde luego, por coartarlo.