Pero es que los políticos no se enfrentan entre ellos porque
se odien realmente —aunque es probable que, en muchos casos, no se soporten,
especialmente dentro del mismo partido—, sino porque interpretan el espectáculo
que la ciudadanía espera ver. En el fondo, actúan como si ese enfrentamiento
formara parte de sus obligaciones: una coreografía de la confrontación que da
sentido a su rol público.
A pesar de las acusaciones cruzadas —en las que se imputan
mutuamente ineptitud, malas intenciones e incluso delitos que llevarían a
cualquier ciudadano común a prisión durante años—, todos ellos son plenamente
conscientes de que se necesitan los unos a los otros. Saben que forman parte de
la misma troupe, y que la representación solo resulta creíble si
participan todos los actores, y se cubren todos los papeles previstos en el
guion.
Por eso, cuando organizan comisiones de investigación o
formulan denuncias desde la tribuna parlamentaria o los medios de comunicación —normalmente
escritas por otros y como parte del mismo guion—, no lo hacen tanto en busca de
la verdad como para ofrecer a sus respectivos públicos la dosis de enfrentamiento que necesitan. Una audiencia que finge escandalizarse cuando el denostado es del
bando contrario, pero que guarda silencio —o lo justifica todo— cuando el
señalado pertenece a los suyos. Porque todos, en definitiva, participan en un
juego cuyas reglas fingen ignorar.
El problema, con esta escenografía, es que finalmente
terminen todos, actores y público, por creerse los papeles que les han tocado
en suerte, tomen la parte por el todo y confundan el escenario con el mundo
real. Que el fin último de la política, que es, o debería ser, la organización
justa y eficaz de la vida en común, se transmute en un interminable conflicto
para conseguir y mantener el poder. Un conflicto que tiene el potencial
necesario para acabar mal, muy mal o, no sería la primera vez, a bofetadas. O a
tiros.