La reunión objeto del viaje, una comida con el Rector, estaba
prevista para las 15:00 horas en un lugar denominado Casa Adolfo.
El Rector había planteado como
alternativas la posibilidad de que la reunión, que yo le había pedido, tuviera
lugar a las 13:30 o a las 16:30 pero me pareció que se dispondría de más tiempo
en una comida. Esto, como luego se verá, fue probablemente un error.
Llegué a Madrid a las 10:05 horas y con sólo un par de
reuniones complementarias ya que aparentemente había una reunión del Consejo de
Gobierno que hacía imposible hablar con ningún otro vicerrector. Por otra parte,
una reunión con el Rector
podía hacer innecesarias las demás. Una de estas reuniones era con la directora
del COIE para hablar del nuevo plan de orientación a los alumnos que se matricularan
por primera vez y la otra con el gerente de una distribuidora con la que
trabajamos que había insistido en verme para tratar un asunto supuestamente
importante. La primera cita era a las 12:30 en el vestíbulo de Bravo Murillo ya
que, aparentemente, la directora del COIE no dispone de despacho en ese
edificio y la segunda en el vestíbulo de la estación de Atocha poco antes de
salir el tren de Huesca.
Como había tiempo de sobra fui a dar una vuelta por la Feria del Libro dónde había una caseta de la UNED en la
que el año pasado pusieron un computador con acceso a nuestra librería. Este
año, por supuesto, ni se ha hablado de ese tema. La caseta era una de tantas y
sin nada destacable y estaba atendida por dos personas que no conocía, así que
seguí mi camino casi sin detenerme porque, además, hacía bastante frío para
finales de mayo y la ropa que llevaba era de verano.
Aproximadamente a las once y cuarto me llamó la secretaria
del Rector para decirme que la comida iba a ser a las dos y media. Que en Casa
Adolfo no hacían reservas y que el dueño era bastante desagradable, a pesar de
lo cual habían conseguido una mesa, así que mejor que esperara yo allí al Rector. No
me pareció de buen tono preguntar por las razones para reservar una comida de
trabajo en un sitio que no admite reservas y con un propietario desagradable.
A las doce y media en punto llegué a la UNED y un minuto,
escaso, después apareció la directora del COIE. A falta de despacho fuimos a un
establecimiento próximo que antes era un bar y que ahora es una especie de
chiringuito conocido como Los Cien Montaditos y en el que, para tomar cualquier
cosa, hay que rellenar un formulario, dejar tu nombre y esperar a que te
llamen. No estaba muy lleno así que fue relativamente fácil, a pesar de tanta
burocracia, conseguir dos cervezas sin alcohol y una mesa no muy limpia y
rodeada de tal cantidad de bancos y banquetas que era casi imposible sentarse.
La directora del COIE había acudido a la reunión a pesar de estar en una tesis
doctoral por lo que el tiempo disponible era muy limitado, pero aun así hubo
tiempo para explicarle el plan que habíamos diseñado para mejorar el Servicio
de Orientación en el Centro de Barbastro, que resultó perfectamente compatible
con los que está poniendo en marcha la Universidad. Quedamos
de acuerdo en la conveniencia de mantener el contacto y organizar el curso para
los nuevos tutores consejeros en el mes de septiembre.
A las dos en punto salí de un edificio de la Calle de Alcalá,
a donde había ido a visitar a un amigo y cogí el Metro para llegar a la comida
a las dos y media. Al salir del Metro frente a Bravo Murillo, a las dos y
veinticinco minutos, entró un mensaje al móvil de la directora del Gabinete que
me anunciaba que, al estar tratando de un tema difícil, la reunión de equipo o
de Junta de Gobierno en la que estaba el Rector no podría interrumpirse hasta las tres. En
el mensaje me aclaraba que todo lo demás seguía igual. En realidad, yo ya tenía previsto que el Rector llegara con retraso
así que la llamada me pareció una muestra de cortesía que me permitía esperar
en otro sitio en lugar de aguantar media hora, larga, al desagradable y
desconocido propietario del restaurante que no hacía reservas.
Decidí matar el tiempo en una especie de parque que hay
frente al edificio de la UNED y hacer, entretanto, algunas llamadas telefónicas,
pero casi no me había dado tiempo a sentarme cuando, a las dos y treinta y ocho
minutos, recibí una nueva llamada del Rectorado. En este caso de Marifé, la secretaria
del Rector que me preguntó, alarmada, si estaba ya en el restaurante del
propietario desagradable. Cuando le dije que no porque había recibido la
llamada de advertencia a la que he hecho referencia antes, y de la que,
evidentemente, no tenía noticia se tranquilizó y me dijo que no fuera allí sino
a otro lugar que se llamaba, menuda sorpresa, Los Cien Montaditos, y que fuera
entonces mismo porque el Rector
bajaba ya. Añadió que, si una vez allí, tenía alguna duda que la llamara. Probablemente
se refería a la dificultad que tiene la gente mayor para cumplimentar
formularios. El caso es que el
chiringuito en cuestión, una versión cutre de los lugares habituales de comida
en Bravo Murillo, donde resulta imposible entablar una conversación que no sea
a gritos o manejar cualquier clase de documento, no era muy adecuado para
esperar sin hacer nada así que rellené un formulario para pedir dos de los cien
montaditos y una cerveza sin alcohol. Una vez en mi poder y abonados
religiosamente los tres euros y medio que valía la pitanza me la comí —después
de apartar varias de las banquetas que me impedían acercarme a la mesa y de
limpiar esta última con un pañuelo de papel— mientras leía, un par de veces y
de cabo a rabo, El País.
Aproximadamente a las tres y veinte llamé al Rectorado y al
no obtener respuesta decidí dar el asunto por intentado y terminado sin éxito y
me fui del restaurante con mi autoestima algo maltrecha. En la calle y mientras
esperaba un taxi llamé a mi hermana, que vive cerca, para decirle que había
terminado antes de lo previsto la reunión que tenía y que pasaría por su casa a
comer algo pero, mientras estaba hablando, apareció el Rector exhibiendo una
amplia sonrisa y juntando las manos en actitud penitente así que le dije a mi
hermana que otra vez sería.
Hicimos pues, la que era mi tercera entrada en el
establecimiento y el Rector,
que parecía familiarizado con la burocracia del lugar, echó mano de uno de los
formularios para pedir dos o tres de los montaditos de marras y una coca cola.
Yo pedí otra cerveza sin alcohol. Nos sentamos en una mesa del fondo, rodeada
del habitual número de banquetas, y entablamos una conversación desenfadada con
una vicerrectora adjunta de tecnologías para centros que también comía allí, acerca
de valijas virtuales, canales de circulación de la información y autoridad en la UNED. Unos quince
minutos.
Por entonces ya tenía yo cierta dificultad para coordinar
ideas y la moral por los suelos, pero intenté tocar los temas que llevaba entre
manos y, en particular, el del contrato programa con la UNED. Le propuse al
Rector que continuáramos en su despacho, pero me dijo que era imposible porque
se tenía que ir inmediatamente. Con todo esto ya no sé si dije lo que quería
decir o cualquier otra cosa. Tras rechazar mis objeciones a la gestión del
concurso de librería y a la nueva organización de Centros, me dijo que
probablemente tenía razón en cuanto a las que planteaba a la redacción actual
del contrato programa y también en relación con el convenio firmado con la UZ y
que se lo mandara todo por escrito. Una copia de ese escrito se incorporará, en
su momento, a este informe. Ya en la calle y cuando iba a subir al coche me
prometió que resolvería, al menos, la mitad de los asuntos que le había
planteado. A las cuatro y diez de la tarde emprendí el camino de la estación y,
una vez allí, me fui a la
sala VIP, para los que tienen billete preferente, a leer el
ABC. Allí me enteré de que el PP había ganado las elecciones del día anterior,
aunque, según parece, no en Aragón ni en Extremadura.
La reunión con el distribuidor tuvo lugar, efectivamente, a
la hora prevista, pero lo tratado en ella es irrelevante y no contribuye a
justificar este viaje más de lo que ya lo está.
El viaje de vuelta bien. El AVE circula ya a 300 km/h en algunos
tramos.