El invierno ya no era lo que fue y parece que el verano tampoco es lo que era. Un mes de junio sorprendentemente lluvioso ha puesto a prueba las débiles infraestructuras urbanas y los caminos rurales, ha dañado aleatoriamente las cosechas y, al menos en una ocasión, incluso nos ha permitido recordar cómo eran los cortes del suministro eléctrico. La AEMET anuncia ahora un verano muy caluroso, lo que tampoco parece un anuncio especialmente arriesgado, aunque no recuerdo que hubiera anunciado los excesos en la pluviometría, así que ya veremos.
Los límites establecidos
hace un año por el gobierno para el aire acondicionado, así como la
obligatoriedad de establecer puertas estancas de cierre automático para evitar
el intercambio de calor con el exterior, parecen haber caído en el olvido, como
tantas otras ocurrencias. La ocupación de la vía pública por terrazas, sin
embargo, establecida como solución provisional durante la pandemia para los
bares que no dispusieran habitualmente de ellas, parece haber devenido
permanente. La pandemia misma ha perdido bastante fuerza, sobre todo desde que
la OMS la dio por terminada, pero aquí el gobierno sigue resistiéndose a
suprimir el último recordatorio de su capacidad para obligarnos a hacer
cualquier tontería que se les ocurra. La mascarilla, hoy lunes 26 de junio,
sigue siendo obligatoria en establecimientos sanitarios.
El verano, que acabamos
de estrenar, ha sido recibido con alborozo por hosteleros y veraneantes. Se
anuncia, dicen, con toda la monserga al uso, un verano excepcional, esto es,
reservas al 100%, playas saturadas, festivales abarrotados, zonas de montaña en
las que habrá que limitar el acceso, siquiera sea nominalmente, para tratar de
ralentizar la destrucción del paisaje, y el país paralizado, de hecho, hasta
después del Pilar.
La novedad, este año, es
que todo esto ocurre entre dos convocatorias electorales, la primera de las
cuales, de carácter local y autonómico, ha supuesto una considerable pérdida de
poder para la izquierda, y una segunda, de carácter nacional, para tratar de
compensar la situación, manteniendo el poder del Estado. No sé si alguien
recordará aquellos tiempos en los que el marketing electoral estaba vetado
fuera de las campañas electorales o en los que se ventilaban modelos de
sociedad distintos. Yo sí que los recuerdo y no tienen nada que ver con estos.
Actualmente la campaña,
permanente, consiste en vender el producto propio y denostar al contrario,
compitiendo por un puñado, más bien marginal, de votos, que son los que
decidirán cual de los contendientes disfrutará, durante los próximos años, de
los privilegios del poder. Un poder que podrá utilizar, y muy probablemente
utilizará, para tocarnos las narices, imponernos colas absurdas para resolver
cualquier tontería, legislar o producir normativa innecesaria sobre cualquier
cosa que se les ocurra, con medidas que a ellos no les afectarán y sobre todo,
claro, recaudar. Sus oponentes permanecerán tranquilamente a la espera, a la
sombra de algún escaño, concejalía o lo que salga, donde matarán el tiempo
hasta que les toque, otra vez, el turno. Y así, ad infinitum.
Al menos, claro, mientras los recursos disponibles sean suficientes y el número de descontentos y el grado de descontento, se mantengan por debajo de un nivel crítico. Es decir, mientras la economía, la energía, el clima, la sobreocupación de partes del territorio, una tecnología cuyos arcanos son cada vez más incomprensibles para la mayoría, la fragilidad del sistema monetario y otros factores, no se confabulen para romper la ilusión de que el estado de bienestar del que, a pesar de todos estos…, disfrutamos es permanente y el progreso una función lineal del tiempo.
Enviado a ECA, 26 de junio de 2023