‘La democracia, Mr. Cromwell, es una bufonada griega basada
en la absurda idea de que existen posibilidades extraordinarias en las gentes
más ordinarias’. Esta frase, puesta en boca de Carlos I Estuardo (Alec
Guinness), y dirigida a Oliver Cromwell (Richard Harris) en la película
Cromwell de Ken Hughes (1970), resume bastante bien el pensamiento conservador,
incluso el ilustrado, acerca de una forma de gobierno que, sin ser universal, está
hoy bastante extendida por mor de los errores, la desidia, la corrupción y la
incapacidad de los regímenes autoritarios europeos de los siglos XVII en
adelante, como respuesta y mecanismo de protección frente a la brutalidad del
fascismo y el comunismo y sobre todo, por necesidades de un sistema cuyo
principal motor es el consumo masivo y el liberalismo económico que se
compadece, mal, con el autoritarismo en política. Una de las virtudes, probablemente no la más
importante, que tradicionalmente se atribuyen a la democracia, dejando aparte
el argumento, no demasiado consistente, de que es el mejor de los sistemas
conocidos hasta ahora, es que es un sistema que permite a cualquiera llegar al
gobierno. La idea, supongo, era evitar que el acceso al poder político quedara
restringido a los miembros de una determinada clase social o a los poseedores
de un elevado nivel económico pero, a la vista del resultado de las últimas
elecciones norteamericanas, parece que el un nivel intelectual bajo o incluso
muy bajo, la falta de honestidad, la chabacanería y los malos modales tampoco
son ya óbice para alcanzar, democracia mediante, la más alta magistratura en la
primera potencia militar y al menos hasta hace poco, económica del mundo. Lo
que se necesita, en teoría, es tener más votos que tus oponentes, si los hay.
La cosa, claro, no es tan sencilla. Un majadero multimillonario tiene, en estos
tiempos y sobre todo en los Estados Unidos, muchas más posibilidades de llegar
a ser presidente que otro individuo, igual, más o incluso menos majadero que el
anterior pero cuyos ingresos no le permitan financiarse una carísima campaña
electoral. En democracia se supone que la soberanía reside en el pueblo, o en la
gente, como se dice ahora. Y por lo tanto es la gente la que, al menos en
última instancia, ha decidido poner a Trump en el poder y también la que ha
dejado fuera de él, por el momento, a Marine Le Pen en Francia. Así que no
resulta ocioso preguntarse ¿por qué vota la gente a una u otra opción? y sobre
todo ¿por qué creen los políticos que les vota, o no, la gente? Las respuestas
a la primera pregunta pueden ser muchas. Quizá tantas como votantes
individuales y probablemente tengan tanto, o más, que ver con antipatías hacia
los demás candidatos que con simpatías hacia el elegido. Para contestar a la
segunda me vienen a la memoria los cuatrocientos euros que Zapatero prometió en
una ocasión entregar a cada contribuyente o pensionista, si ganaba las
elecciones, iniciativa que no desmerece, salvo por la publicidad y la imputación
directa y sin tapujos al presupuesto, de las prácticas caciquiles de la
restauración, o este texto que reproduzco y que he rescatado de un blog que
escribía yo en 2006:
El miércoles son las
elecciones en Cataluña y a estas alturas ya no parece que Carod Rovira vaya a
producir ninguna otra boutade espectacular, si dejamos de lado, claro, el
anuncio donde aparece afeitándose y con un mensaje en catalán que, más o menos,
viene a decir: Somos humanos,
como tú. No sé qué querrá decir con eso. El viernes Mas desayunó
con el presidente del Barcelona (el equipo de fútbol, claro) y ayer Montilla se
las arregló para desayunar él también con el Sr. Laporta. Lo que me lleva a
preguntarme, una vez más, por las razones que hacen que la gente vote a uno u
otro candidato. Y no me refiero, claro, a los muy pocos que se enteran de algo,
que evalúan críticamente o al menos, se leen los programas electorales y que
deciden su voto por razones más o menos objetivas, o, al menos, objetivables,
ni tampoco a esa mayoría de la población que ya tiene su voto decidido desde
1975 o antes y no lo cambia aunque su partido presente a un perfecto imbécil,
cosa que, por lo demás, no es nada extraordinaria. Me refiero a ese voto
flotante, de gente sin preferencias por ningún partido, cuya fuente de
información es la televisión o el boca a boca y que no se sienten
particularmente beneficiados ni especialmente amenazados por el triunfo o la
derrota de tal o cual partido y que, en cada elección, son los que deciden de
qué lado se inclina la balanza. Claro que, quizá lo importante no son las
razones por las que la gente escoge una u otra opción política sino las razones
por las que los políticos creen que la gente les vota. Por ejemplo, a Montilla
ha podido pasarle por la cabeza que si su rival desayunaba con Laporta y él no,
los forofos de ese equipo, que en Cataluña deben ser legión, se decantarían
automáticamente por Convergencia y Unió. Así que, quizá, el problema no es que seamos
idiotas, lo que tampoco es descartable, sino que los políticos están
convencidos de que lo somos y actúan en consecuencia. No sé si me explico.
Escrito para El Cruzado (mayo 2017)