Cuando acabe el año y salvo que ocurra algún desastre, habremos
votado para elegir concejales, diputados a cortes regionales y diputados y
senadores en las cortes generales de manera directa e, indirectamente, a
alcaldes, diputados y presidentes provinciales, consejeros y presidentes comarcales
y presidentes del gobierno regional y nacional y luego, claro, a todo tipo de
cargos altos, medios, intermedios y bajos aunque esto último lo harán, sin
nuestro concurso, los que han sido elegidos por los que elegimos entre un
número limitado de opciones que, en la práctica, se reducen a dos, en listas en
las que no podemos quitar ni poner a nadie, ni alterar el orden. No es gran
cosa, pero es lo que hay. En España, además, una vez que un partido gana unas
elecciones suele mantenerse en el poder hasta que se descompone, lo cogen con demasiadas
manos en la caja, aunque esto no siempre tenga algún efecto, o su líder se mete
en líos, intentando justificar lo injustificable o explicar lo que no entiende,
en el sentido que cree que más le favorece y además lo pillan. Es decir que
aquí las elecciones no se ganan, se pierden. Y eso es lo que, presuntamente, podría
ocurrir también en esta ocasión.
Dicho esto y puestos ante la disyuntiva de ir, o no, a votar
el próximo día 20N –seguro que han puesto esta fecha por algo, pero ¿por qué?-
se encuentra uno, en primer lugar, con la muy escasa relevancia que tiene un único
voto, salvo, claro, en el muy improbable
caso de que sirviera para resolver algún empate, razón por la cual el establishment, interesado en propagar la
idea, no del todo descabellada, de que la democracia, ésta, es la mejor forma
de gobierno conocida, intenta dar al día de las elecciones el carácter de
fiesta, la fiesta de la democracia y presentar
el acto de votar como un deber cívico. Lo de la fiesta es una cursilada y es un
deber cívico pero sólo hasta cierto punto. Uno tiene derecho a votar lo que le
parezca y también, desde luego, a mostrar su disgusto, su aburrimiento o su
pereza no votando a nadie, lo que no tiene ningún efecto, ya que en el
resultado de las elecciones, los votos en blanco o las abstenciones no cuentan
para nada.
Por otra parte, la mayor parte de la actividad política ordinaria,
en la que podría uno basarse para decidir el voto en las siguientes elecciones,
es irrelevante, en el mejor de los casos y críptica en todos los demás y sólo
tiene sentido para los pocos elegidos, otros políticos, algunos periodistas,
banqueros y gente así, que conocen los códigos. Las razones por las que se
mueven, dan o retiran favores, hacen o deshacen u optan por una u otra de entre
varias alternativas no son casi nunca explícitas y cuando lo son suele ser peor
y el contenido de los discursos políticos, sobre todo de los electorales, se
limita a un texto preparado por supuestos especialistas dedicado a exponer generalidades
y vagas promesas que la mayoría de la
gente pueda aceptar sin problemas, aunque sin demasiado entusiasmo. Hay que
recordar que, de lo que se trata, no es de ganar sino de dejar que el otro
pierda. Claro que, en ocasiones extraordinarias, un político puede intentar
constituirse en un líder o conductor de masas a partir de un discurso revolucionario y susceptible de
entusiasmar a una parte mayoritaria del público. Si lo consigue, las
consecuencias pueden ser mucho más graves y difíciles de resolver que los problemas
que plantean los políticos normalitos.
Los últimos meses han puesto de manifiesto que el poder del
estado moderno, mucho más letal e incomparablemente superior al que tuvieron
los monarcas absolutos como Felipe II, está cada vez más limitado por su
dependencia financiera. Habiendo renunciado, de hecho y desde la entrada en el
Euro, también de derecho, al antiguo privilegio de las cecas reales de fabricar moneda –que ha quedado en manos, gracias al nefasto y
delictivo invento de la reserva fraccionaria, de los bancos comerciales, que
crean dinero en terminales de ordenador, siempre, como deuda- se ve obligado a
financiarse en un mercado libre y abocado a un crecimiento sostenido, pero
insostenible, para poder hacer frente al pago de la deuda, sobre todo cuando,
cómo es el caso de España y otros países no productores, tiene que pagar también
la factura íntegra del petróleo que consume. Por eso cuando unos y otros aseguran
que van a sacarnos de la crisis, –los del partido que gobierna están en ello y
los otros empezarán al día siguiente de las elecciones- lo que deberían contarnos
no es que van a ahorrar tantos miles de millones sin subir impuestos y
manteniendo, al mismo tiempo, todos los servicios básicos y la mayor parte de
las francachelas actuales, las pensiones y el pleno empleo, sino cómo se
proponen resolver la crisis de deuda sin tratar la cuestión monetaria y sin salir del Euro y cómo van a afrontar la
crisis energética subyacente y a retomar
la omnipresente senda del crecimiento
sin petróleo barato y con la mayor parte de Europa cuestionando la energía
nuclear. Mi voto, que ya sé que no resolverá nada, se lo daría a cualquier
partido que tratara en su programa estas cuestiones con alguna solvencia. O
que, al menos, las mencionara aunque fuera de pasada.
Publicado en ECA 7/10/2011