martes, 5 de septiembre de 2006

Trabajo de oficina

El hombre se metió las manos en los bolsillos y continuó andando por la acera, después de lanzar una mirada de reojo al escaparate de la librería que reflejaba el movimiento del otro lado de la calle. En realidad nadie le estaba siguiendo pero, de cuando en cuando, le apetecía vagar por las calles como si fuera un personaje de novela. Un espía o algo así. Eso le ayudaba a sobrellevar su aburrida vida de empleadillo del montón en una oficina pública en la que hacía tiempo que no pintaba nada ni resolvía nada. Llevaba un tiempo algo inquieto y preocupado ante la posibilidad de que alguien se diera cuenta de lo absolutamente prescindible que era, sobre todo porque ya no se veía con capacidad para fingir, como había hecho durante tantos años, lo ocupado que no estaba. Los papeles importantes habían ido desapareciendo de su mesa, al mismo tiempo que sus funciones pasaban a ser desempeñadas por gente más joven, mujeres sobre todo, que habían entrado en los últimos años. Las historias con las que intentaba deslumbrarlas y que reflejaban el importante papel que El había desempeñado en los primeros tiempos, se escuchaban con cortesía pero también, a veces, con algún gesto de impaciencia, muy alejado del respeto y la admiración que su contribución al éxito de esta oficina requerían. Es verdad que disponía, privilegios de la antigüedad, de un puesto bien remunerado, mesa de despacho y  teléfono y que nadie, últimamente ni siquiera el jefe, le decía ya lo que tenía que hacer, pero tenía la sospecha de que esto era más porque no lo consideraban capaz de hacer nada útil, que por respeto a su superioridad intelectual, que no creía que sus compañeros hubiesen sido capaces de reconocer. A punto de cumplir los cincuenta, ni siquiera le quedaba la opción de ingresar en un partido e intentar conseguir un puesto de concejal, porque tendría los mismos problemas que en la oficina. Los jóvenes, y sobre todo las dichosas mujeres, se estaban haciendo con  los resortes del poder en todas partes. Ya veremos, pensaba, en que acaba todo esto. Al cabo de un rato de vagar sin rumbo por la calle se metió en un bar y se sentó en una mesa del fondo, justo al lado de cuatro jovencitas, muy monas, por cierto, que charlaban en voz alta y se reían, sin duda, de algún compañero de trabajo de cierta edad al que le estaban haciendo la vida imposible. Bueno, pues estas no se iban a quedar con la idea de que él era un Don Nadie. De entrada echó mano de su teléfono móvil, que habitualmente llevaba apagado porque nadie lo llamaba nunca y, sin encenderlo, fingió una llamada a su oficina. Empezó echando un áspera bronca a su imaginaria secretaria por haber tardado tanto en coger el teléfono, para que vieran las frescas de al lado con quien se jugaban los cuartos, y después le dio instrucciones precisas que dejaron meridianamente clara su importancia en la empresa en la que trabajaba. La verdad es que, con una falta de respeto acorde con su edad y sexo, ni siquiera bajaron la voz para escuchar lo que estaba diciendo y tuvo que levantar bastante la suya para hacerse oír. Aunque las chicas no parecieron impresionadas, al menos consiguió que el camarero, alarmado por el tono y el volumen de su voz, viniera a preguntarle que quería, lo que le obligó a terminar la brillante conversación que mantenía con su secretaria, no sin advertirle que esperaba que sus instrucciones se siguieran al pie de la letra. Faltaría más. Mientras se tomaba el café encendió el móvil y programó el despertador para poder fingir que recibía varias llamadas. En un momento dado y mientras tomaba notas y hablaba por teléfono a un tiempo, como había visto hacer en una película, se le cayó el aparato al suelo y fue a parar debajo de la mesa de las chicas. Le pareció que la que se lo devolvió, que había mirado la pantalla de reojo,  sonreía y cuchicheaba con las otras pero continuó su conversación como si nada. Al cabo de un rato se fueron lanzándole miradas de admiración. Al fin y al cabo no eran tan tontas como sus compañeras de trabajo. Estaba terminando tranquilamente el café, ahora que se había quedado solo y no tenía que soportar risitas, cuando le sobresaltó el sonido del teléfono. No era más que el despertador que había programado para que sonara cada cinco minutos así que, frustrado, apagó el móvil. A ver si se había creído la gente que iba a estar todo el día pendiente de que lo llamaran. Mientras se acercaba la hora de volver al trabajo, pensaba en cómo mataría la tarde. En realidad su situación no era tan mala. La cosa podría ser mucho peor si alguien se empeñara en que justificara el dinero que estaba cobrando, encomendándole cualquier tarea absurda que seguro que hacían mejor aquellas niñas que manejaban los computadores como si hubieran nacido de uno de ellos. Lo único que tenía que procurar es no llamar demasiado la atención ni indisponerse con el jefe, que era un auténtico cretino pero menos inofensivo de lo que parecía, y aguantar así los años que aún le quedaban para la jubilación y el merecido descanso. Pagó el café y no dejó propina. No le había gustado que el camarero le interrumpiera cuando hablaba con su secretaria y, además, no pensaba volver a ese bar tan ruidoso. Llegó al trabajo quince minutos tarde para demostrar que él entraba y salía cuando le daba la gana pero, como solía hacer últimamente, con el móvil, que había vuelto a encender, en la oreja. En parte para no tener que saludar al portero, que le había perdido gran parte del respeto con que lo trataba al principio y, en parte, porque tenía la impresión de que hablar por teléfono móvil daba cierto estatus y dejaba claro a todo el mundo que él  tenía otra vida fuera de allí, muy distinta de la mediocridad rutinaria de la oficina. Cuando llegó a su mesa siguió un rato hablando por el móvil mientras observaba, con algo de desazón, la soltura con que sus vecinas manejaban el computador y lo bien que aparentaban estar ocupadas. Sin dejar el móvil, ni la conversación que cada vez era más incoherente, abrió el correo electrónico. Allí estaba el montón de mensajes en inglés de todos los días. Cuando empezó a recibirlos se sintió un poco halagado, después de todo a él no le escribía nunca nadie, pero su hija le había aclarado que eran mensajes para ofrecerle aumentar el tamaño de su pene o su rendimiento en la cama y que, en realidad, no iban dirigidos a él sino que era una especie de buzoneo electrónico. ¿Cómo demonios sabría ella esas cosas? Menos mal que se enteró justo antes de presumir de su mucha correspondencia, en inglés, ante sus compañeras de oficina. Cuando se acordó de que tenía el móvil encendido en la oreja, en algún sitio había leído que eso no era bueno y por eso el solía mantener sus monólogos con el móvil apagado, cortó abruptamente la conversación, advirtiendo a su imaginario interlocutor que no podía seguir hablando porque tenía la mesa llena de papeles que requerían su inmediata atención, cosa que provocó, o eso le pareció a él, una media sonrisita en una de sus vecinas de mesa. Se volvió y le aclaró que a estos, sin especificar quienes eran estos, había que cortarles así porque si no estarían todo el día molestándole. Tras reordenar un poco los montones de papeles, en general inútiles, que tenía sobre la mesa cogió uno al azar y se fue hasta la fotocopiadora, hizo tres o cuatro fotocopias, que luego pasó por la trituradora de papel que había al lado, y estuvo un rato pegando la hebra con la chica de atención al público, que también se consideraba marginada. Y más valía que siguiera así porque en cuanto dejaran de marginarla seguro que también la ponían por encima de él. Cuando más entusiasmado estaba explicándole con pelos y señales las razones por las que esta oficina funcionaba tan mal, en general porque sus consejos, aunque se escuchaban con mucho respeto, no se seguían con la diligencia debida, apareció el jefe, que también llegaba cuando le daba la gana, y se vio obligado a cambiar de conversación y pedirle a la chica que le hiciera una fotocopia del papel que llevaba en la mano, que resultó ser el menú de la comida de navidad de hacía tres años, cuya organización, todo un éxito, por cierto, fue la última tarea importante que le encomendaron. Ignorando la sonrisita de la recepcionista volvió a su mesa, mascullando por lo bajo y dispuesto a dejar pasar sin más sobresaltos las dos horas y media que aún le quedaban. Como el correo, como de costumbre, no contenía ningún mensaje que requiriera su atención, decidió pasar el resto de la tarde navegando por Internet. Ni siquiera valía la pena tener prevista una hoja de cálculo, para hacerla aparecer en caso de emergencia, porque hacía tiempo que nadie se molestaba en averiguar lo que estaba haciendo.

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