Hace no tanto —aunque parezca que han pasado siglos— hubo un programa de televisión en el que los políticos aparecían convertidos en muñecos de guiñol. Literalmente. Marionetas de látex, con rasgos grotescos, voces impostadas y guiones afilados, que decían verdades como puños mientras uno reía sin parar. Me refiero a 'las noticias del guiñol' que emitía Canal+, en una época, finales de los 90, en que pagar por ver la tele aún parecía una excentricidad de urbanitas.
Recuerdo con cierta nostalgia aquellos programas. Por lo que decían, y por cómo lo decían.
Allí estaban Aznar, González, Anguita, Pujol, incluso Jesulín y algún
futbolista despistado, todos pasados por el tamiz de una sátira que conseguía
lo más difícil: hacernos reír con ellos y de ellos al mismo tiempo. Y nadie —o
casi nadie— se sentía insultado. La caricatura no era sinónimo de odio, sino
una forma de representación de la realidad.
Aquello se acabó. Los guiñoles desaparecieron, y con ellos se fue también una forma de ver
la política. Ya no se puede hacer humor de ese tipo. O, mejor dicho, ya no se
puede emitir. La televisión es ahora otra cosa. Canal+ dejó de existir, se
convirtió en Cuatro, y las marionetas fueron arrinconadas por realities, talent
shows y tertulias donde el guiñol es el invitado de turno.
La culpa no es solo de
la televisión. La política también ha cambiado. Se ha vuelto tan grotesca, tan
escandalosamente teatral, que resulta difícil parodiarla sin caer en lo obvio.
¿Cómo se hace una sátira de un ministro que ya habla como si estuviera en una
comedia bufa? ¿Qué se puede exagerar cuando los protagonistas hacen el ridículo
sin que nadie les obligue? La política se volvió imparodiable, y eso fue el
principio del fin del humor político.
Además ahora vivimos rodeados de prejuicios morales, de colectivos hipersensibles y de
censores a tiempo completo. Todo se analiza, todo se fiscaliza. Cualquier
chiste puede ser ofensivo y cualquier ironía tomada como una agresión.
La sátira, que consiste en provocar, en rozar el límite y en incomodar, ya no tiene
espacio. Nadie quiere ofender. Nadie quiere meterse en líos. Y así, uno a uno,
van cayendo todos los reductos donde el humor político aún resistía.
Alguien dirá que ahora está
Twitter, TikTok o los memes de WhatsApp y ahí hay sátira para rato. Y es
verdad: en Internet no parece que falte el ingenio. Pero es otra cosa. Es un humor tribal,
rápido, sin poso. Se ríe uno con los suyos, pero no se construye ninguna mirada
común. Cada bando tiene su propia risa, y ninguna sirve para comprender mejor
al otro. Es un humor de barricada, no de salón.
Quizá el problema de
fondo sea que ya no tenemos ganas de reírnos. Estamos demasiado
cansados, enfadados, y un poco resignados. Y la resignación es el estado ideal para que las cosas no cambien.
Echo de menos aquellos
guiñoles. Un poco por nostalgia, pero sobre todo por lo que representaban: una sociedad que aún
creía en la inteligencia, en la crítica y en la risa compartida. Una sociedad
que no había perdido del todo la capacidad de tomarse en serio lo importante…
sin dejar de tomarse a broma lo ridículo.
Es posible que recuperemos algún día la capacidad de reírnos sin miedo, incluso de nosotros mismos, pero, de momento, seguimos en esta tragicomedia sin
guion reconocible donde los títeres no tienen hilos. Tienen cargos que están decididos a
mantener.