Muchos de los que se aventuraron a opinar
sobre la evolución del COVID-19, a la vista de sus primeras manifestaciones, han
tenido que rectificar y acomodarse, de mejor o peor grado, a las directrices de
la OMS que, hay que reconocerlo, no han variado mucho desde que decidieron que
nos enfrentábamos a una pandemia global que requería medidas excepcionales.
Aunque esté feo citarse uno mismo, no tengo más remedio que reconocer que mi
primera impresión, publicada aquí mismo en el mes de marzo o abril, fue que
esto iba a durar poco, salvo que hubiera alguien interesado en mantenerlo,
añadía para curarme en salud. Evidentemente no estuve muy acertado.
Treinta y cinco semanas después seguimos con
el virus bastante activo y a merced de sucesivas ocurrencias gubernamentales,
recibidas, por el momento y con pocas excepciones, con singular estoicismo, que
no parecen estar solucionando gran cosa, más allá de permitir a la epidemia
seguir su curso apartando, de cuando en cuando, de la circulación los huéspedes
necesarios para intentar evitar la saturación de un sistema sanitario cuyas
deficiencias, a duras penas paliadas por el esfuerzo de sus profesionales, no resultan
menos evidentes por haber reducido a una sola casi todas las patologías
posibles, incluyendo aquellas, como el cáncer, que en 2019 mataron en España a
más de cien mil personas y que, probablemente, están matando a muchas más en
2020.
Pero no todo son malas noticias. Ya
tenemos, dicen, una vacuna a la que se atribuye un 90% de eficacia, lo que
supongo que significa que 9 de cada 10 inoculados quedarán, temporalmente, al
menos, inmunizados contra el COVID-19. Una vacuna basada en una tecnología
relativamente nueva, es decir, que lleva ya unos años produciendo beneficios
especulativos a dos empresas de biotecnología, Moderna (2010), en
Estados Unidos y BioNTech (2008) en Alemania, asociada esta última a la
norteamericana Pfizer, pero no, hasta ahora, un solo resultado tangible.
Lo que he entendido, a partir de las explicaciones de una cualquiera de esas
dos empresas, Moderna,
y BioNTech es que no se trata, como en la vacunación
clásica, de inocular una versión atontada del virus para estimular, sin riesgo
de contraer la enfermedad, el sistema inmune del organismo, sino de construir,
a partir de una cadena doble de DNA, lo que se conoce como un mensajero RNA, de
aquí viene el nombre de una de las empresas moderna. Este
mensajero, m RNA, contiene las instrucciones necesarias para que los ribosomas
celulares construyan o activen las proteínas necesarias para combatir con éxito
una determinada enfermedad. De hecho, en las páginas de estas empresas aparece
el cáncer, entre otras, como objetivo a batir, por el momento sin éxito, aunque
en el caso del COVID lo hayan conseguido, aparentemente, en un tiempo asombrosa
y afortunadamente corto.
No es, sin embargo, demasiado tranquilizador
que los directores financiero y médico de moderna y el director general
de Pfizer vendieran casi todas sus acciones en esas empresas al socaire
de la subida provocada por los anuncios de la vacuna, sin esperar a los
mucho mayores beneficios que, sin duda, cabría esperar de su comercialización,
cuando tal cosa ocurra. Que probablemente ocurrirá, aunque yo, y que el comité
de la verdad recientemente constituido no me lo tenga en cuenta, sigo siendo
escéptico. No creo que esto, por sí solo, acabe con la civilización y mucho
menos con la especie humana, que seguramente ha superado crisis mayores, pero
sí que la enfermedad y sobre todo su errática gestión nos complicará y mucho,
la vida antes de que esto acabe, sobre todo a los que por edad u otras
patologías ya la teníamos complicada de antemano.
Publicado en ECA el 19/11/2020