martes, 8 de abril de 2025

La Ratonera: un clásico irreconocible


The Mousetrap (La Ratonera), la icónica obra de Agatha Christie basada en su relato corto "Three Blind Mice", ha marcado un hito teatral desde su estreno en 1952, manteniéndose ininterrumpidamente en cartel en el West End londinense. Sin embargo, la adaptación que actualmente presenta el Teatro Principal de Zaragoza, producida por Olympia Metropolitana S.A. bajo la dirección de Ignasi Vidal, dista considerablemente de capturar la esencia del original.

Visto desde los cómodos palcos de primera planta —ahora accesibles con ascensor, una mejora digna de mención— el espectáculo desconcierta desde sus primeros compases. A pesar de los llenos casi totales que registra cada función, esta versión adolece de los elementos que han convertido la obra de Christie en un fenómeno teatral perdurable.
El montaje nada tiene que ver con la imagen reproducida. Toda la obra se desarrolla en un escenario muy bien iluminado, en lo que parece ser la zona común de un hotel pequeño o casa de huéspedes. Hay un aparato musical que, de vez en cuando, alguien enciende y que produce una música que se superpone a las conversaciones que en ese momento se mantienen en la sala.
La estructura narrativa resulta desconcertante: tras una primera media hora dedicada a trivialidades domésticas entre los propietarios del establecimiento (como si la entrega de una toalla constituyera un clímax dramático), la trama principal se desarrolla apresuradamente en el acto central, para concluir con un desenlace explicativo que carece de la sutileza deductiva característica de Christie.
Particularmente decepcionante es la resolución del misterio, que abandona el ingenioso proceso deductivo original para optar por una confesión directa y un intento de agresión que desemboca en gritos y rescate. Los actores, visiblemente incómodos con sus textos parcialmente memorizados, navegan entre diálogos que oscilan entre lo irrelevante y lo inverosímil.
En un intento por modernizar el clásico, la adaptación introduce referencias a teléfonos móviles, inhibidores de frecuencia, Netflix y hasta la guerra de Ucrania, alusiones forzadas que no logran integrarse orgánicamente en la narrativa.
Los aplausos entusiastas que recibe la producción al finalizar cada representación resultan desconcertantes frente a las evidentes carencias de la puesta en escena. Si la obra original de Christie ha perdurado por siete décadas gracias a su ingenio, intriga y diálogos precisos, esta adaptación parece haber extraviado tales virtudes en el proceso.
Para el espectador con opciones alternativas de entretenimiento cultural, esta versión de "La Ratonera" difícilmente justificará el tiempo invertido.

jueves, 3 de abril de 2025

No leer después de la línea 11

Últimamente he visto dos películas sobre teoría de números —en particular, los números primos—, la criptografía de clave pública y la seguridad de la información. Temas densos, sí, pero más fascinantes de lo que parece: todo ese aparato matemático invisible permite, entre otras cosas, que funcionen las criptomonedas, que se guarden secretos de Estado y que los misiles nucleares no se disparen por error. 

Hablábamos de esto en el viejo Café de Levante. Con cervezas sobre la mesa y servilletas convertidas en pizarras improvisadas, surgió la idea: ¿cómo introducir un mensaje secreto en un texto, al alcance de cualquiera, para que pase totalmente desapercibido? Eso, dije entonces, es fácil: basta con escribir un artículo cualquiera, sobre cualquier asunto, que tenga más de quince líneas. El mensaje, en español corriente, debe ir a partir de la línea once. Nadie lo notaría. En estos tiempos de consumo ansioso y lectura hipnótica de titulares, nadie lee más allá de unas pocas líneas. 

Este experimento trivial, nada más que una broma, esconde una idea preocupante: vivimos en una época donde la forma importa más que el fondo, donde lo visible eclipsa lo estructural, y donde el conocimiento está distribuido de forma profundamente desigual. Eso me llevó a recordar una vieja clasificación social que quizá convenga actualizar. Es la siguiente:

En el mundo hay tres tipos de personas. Que no son, como en el chiste, los que saben contar y los que no. La división, aunque algo más sutil, no es menos cortante. Hay un primer grupo, pequeño, discreto, que sabe cómo funciona su mundo y como gestionarlo. No necesitan aparecer en portadas, convocar ruedas de prensa, o hacer giras promocionales. No se dejan ver en Davos, ni en Cannes, ni en Twitter. Son los arquitectos del sistema, los que toman las decisiones estratégicas y diseñan el marco dentro del cual los demás se mueven.

Luego está el segundo grupo, algo más amplio, compuesto por personas que intentan entender el funcionamiento de su mundo. A veces lo logran, pero no tienen capacidad de decisión. Son observadores rigurosos, científicos sociales, lectores insaciables, ciudadanos atentos. Viven en tensión: saben lo suficiente como para inquietarse, pero no tienen las herramientas para transformar esa inquietud en poder.

Y, finalmente, el tercer grupo, el más numeroso: no entienden nada y tampoco les preocupa, pero son los que toman las decisiones tácticas que condicionan la vida política, económica y cultural del conjunto. Votan, consumen y opinan, aunque no suelen escribir; tampoco leen mucho. Participan en las redes, se exhiben en platós y ante micrófonos encendidos. Su ignorancia no es impostada: es natural, orgánica, y en muchos casos celebrada como forma de identidad colectiva. No obstante, de este grupo pueden salir líderes políticos y también las mayorías que los lleven al poder.

Puede parecer un esquema distópico, y tal vez lo sea. Pero no es nuevo. Esta clasificación remite a la sociología de las élites de Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, quienes describieron una minoría dirigente que concentra el poder, así como a la triada del Inner Party, Outer Party y Proles en 1984 de George Orwell, que ilustra jerarquías de conocimiento y control. Y resuena con la 'jaula de hierro' de Max Weber, metáfora de las estructuras burocráticas que constriñen la agencia individual. Lo novedoso es la forma en que los límites entre estos grupos se han vuelto más borrosos, más resbaladizos y, a la vez, más impermeables.

Existe una relación simbiótica entre ellos. El primer grupo necesita al tercero para ejecutar sus decisiones, para legitimar el espectáculo democrático, para absorber la tensión de las crisis. Y necesita al segundo para analizar, predecir, amortiguar. Pero ninguno de estos dos puede —o quiere— hacer visibles las estructuras reales del poder. Se puede pasar del tercer grupo al segundo leyendo. El resto de las transiciones son muy raras.

Volvamos a los números primos. Esos entes abstractos, estudiados desde hace siglos sin aparente utilidad práctica, hoy son el núcleo de la criptografía moderna. Gracias a ellos podemos comunicarnos de forma segura, almacenar datos, mover dinero y proteger secretos. Sin ellos, todo colapsaría: desde los sistemas bancarios hasta los misiles balísticos.

A eso se suma otro instrumento aún menos comprendido por la mayoría: la reserva fraccionaria. Este mecanismo, con el que los bancos prestan un dinero que no tienen, es una de las piezas centrales del capitalismo financiero. Su existencia, sin embargo, pasa desapercibida para casi todos. ¿Por qué? Porque comprenderla exige tiempo, esfuerzo, y una voluntad de mirar detrás del decorado que pocos cultivan.

Ambos instrumentos —los números primos y la reserva fraccionaria— pertenecen simbólicamente al primer grupo. Son una parte, quizá pequeña pero no insignificante, de su caja de herramientas. El segundo grupo los estudia, los explica, los cuestiona. El tercero ni siquiera sabe que existen. Y, sin embargo, su vida entera depende de ellos.

Pero no hay un “club secreto” que dirija el mundo desde un sótano lleno de pantallas. Lo que hay es una estructura de poder que opera bajo lógicas técnicas, financieras y algorítmicas que no requieren aplausos ni votos. Basta con que funcionen. Y funcionan.

Hay un mensaje en este texto y no está cifrado. Está a plena vista, como los números primos, como los contratos bancarios o las líneas que pocos llegan a leer. Está a partir de la línea once, si uno quiere. Pero, sobre todo, está en la invitación a leer críticamente, cuestionar las estructuras de poder y reconocer el valor (y la desigual distribución) del conocimiento.

Publicado en ECA 11 de abril de 2025


Aranceles

Lo único nuevo de la política proteccionista anunciada ayer por Mr. Trump, es el aparente desequilibrio de su promotor. No es la primera vez que un presidente de Estados Unidos busca en los aranceles la solución a los problemas reales o imaginarios de su economía.

La Ley Smoot-Hawley, oficialmente conocida como la Tariff Act of 1930, fue aprobada por el Congreso de Estados Unidos el 17 de junio de 1930, durante la presidencia de Herbert Hoover. Su objetivo principal era proteger a los agricultores y las industrias estadounidenses de la competencia extranjera, que se percibía como una amenaza tras la caída de los precios agrícolas y el inicio de la Gran Depresión. La ley lleva el nombre de sus impulsores: el senador Reed Smoot de Utah y el representante Willis C. Hawley de Oregón, ambos republicanos.

En concreto, la ley aumentó los aranceles sobre más de 20,000 productos importados, elevando las tasas promedio del 38% (establecido por la Tariff Act de 1922) a cerca del 60%. Algunos ejemplos incluyen incrementos drásticos como el arancel sobre el trigo, que pasó de 42 centavos a 60 centavos por bushel, o el de la mantequilla, que casi se duplicó. La idea era incentivar el consumo de bienes nacionales y dar un respiro a los productores locales, especialmente en un momento de desempleo creciente y colapso económico.

Sin embargo, el resultado fue desastroso. Otros países respondieron con aranceles retaliatorios contra productos estadounidenses, lo que hundió las exportaciones de EE.UU. en más de un 60% entre 1929 y 1933. El comercio global, que ya estaba tambaleándose, se desplomó: según datos históricos, el valor del comercio internacional cayó de $36 mil millones en 1929 a $12 mil millones en 1932. Economistas como Irving Fisher y, más tarde, Milton Friedman, argumentaron que Smoot-Hawley no solo empeoró la Depresión en EE.UU., sino que la extendió globalmente al fracturar los mercados.

Un texto imprescindible de Fernando del Pino Calvo-Sotelo: https://www.fpcs.es/locura-arancelaria/