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Imagen generada por AI |
Newton, Lavoisier, Faraday o Darwin no
trabajaban ajenos al poder económico. Muy al contrario, dependían de él. Los
príncipes ilustrados, las academias reales o las sociedades científicas fueron mecanismos de mecenazgo que canalizaban
riqueza hacia el conocimiento. Pero lo hacían con una finalidad distinta de la
actual: buscaban prestigio, progreso y orden, no rentabilidad directa. El
dinero servía al saber; no lo gobernaba. La utilidad era una consecuencia
natural de la comprensión, no su condición previa.
Con el siglo XX se produjo una inflexión
silenciosa. La ciencia se profesionalizó y se integró en los grandes sistemas
industriales, militares y estatales. La Segunda Guerra Mundial, la carrera
nuclear y la expansión tecnológica transformaron el ideal del sabio en el del
ingeniero del poder. El laboratorio pasó a ser parte de la infraestructura
nacional, y el científico, un especialista al servicio de objetivos
estratégicos. Desde entonces, el saber
comenzó a medirse en términos de eficacia, y el progreso dejó de ser
una convicción moral para convertirse en un cálculo económico.
Hoy esa tendencia alcanza su culminación. La
ciencia contemporánea, absorbida por la lógica del mercado, ya no se mide por su verdad, sino por su
rendimiento. Los proyectos deben justificar su existencia mediante
retornos previsibles; los laboratorios compiten por financiación; las
universidades adoptan métricas empresariales; y las grandes corporaciones
tecnológicas monopolizan los medios y los fines de la investigación. En este
contexto, la curiosidad libre —motor clásico del descubrimiento— se ve
sustituida por la exigencia de aplicabilidad inmediata.
La Inteligencia
Artificial y la Computación
Cuántica son símbolos perfectos de esta metamorfosis. La primera
progresa a una velocidad dictada por el capital de riesgo, más que por el rigor
epistemológico; la segunda se celebra como promesa de un poder de cálculo
todavía inexistente, pero financieramente rentable en su sola expectativa.
Ambas encarnan el paso de la ciencia como búsqueda de razones a la ciencia como
instrumento de inversión.
Esto no significa que el conocimiento actual
carezca de mérito: nunca se ha investigado con tanto talento ni con
herramientas tan formidables. Pero el orden de las finalidades se ha invertido.
El dinero, que antes sostenía la ciencia,
hoy la dirige. El resultado es un saber más poderoso, pero también más
dependiente y menos consciente de su propio sentido. La pregunta fundamental —¿por qué? — ha
sido reemplazada por otra más inmediata —¿para
qué sirve? —.
En esa deriva, la ciencia corre el riesgo
de perder no solo su inocencia, sino su legitimidad moral. Cuando la verdad
deja de ser un fin y se convierte en un subproducto del beneficio, el
conocimiento se degrada en herramienta. Y el asombro, que era su origen, se
sustituye por la estrategia.
Quizá haya llegado el momento de reconciliar la ciencia con el espíritu que la hizo nacer: una curiosidad guiada por la razón y no por el rédito, consciente de sus límites, pero libre en sus preguntas. Porque si la ciencia deja de buscar las razones de las cosas para perseguir únicamente el rendimiento, habrá renunciado, no solo a la verdad, sino a su propia razón de ser.