miércoles, 15 de octubre de 2025

Charlas en el Café: Capitalismo e IA en el siglo XXI

Hablábamos en el reservado del viejo Café sobre la viabilidad a medio plazo del modelo capitalista de sociedad, el único que ha sobrevivido al convulso siglo XX.  La respuesta, claro, debería estar en función de lo que se entienda por medio plazo, porque ningún modelo es viable indefinidamente. Sustituir el modelo capitalista es, desde luego, una posibilidad, pero no parece que en estos momentos haya ningún otro compitiendo con  probabilidades de éxito. Alguien dijo que el modelo chino lo está haciendo, y es verdad, pero China es un país tan capitalista como Estados Unidos, aunque esté gobernado por un régimen de partido único que mantiene, por conveniencia política, la etiqueta comunista. Y aunque mantengan un férreo control sobre determinados aspectos de la economía, en lo que, como está demostrando el gobierno de Mr. Trump, no están solos..

Un elemento clave del modelo actual es la creciente influencia de las redes sociales, una influencia que podría matizarse —o intensificarse— con la eclosión de la inteligencia artificial generativa, que, se quiera o no, ya está integrada en el debate. Las redes sociales, aunque hay quien las considera una alternativa política a los actuales sistemas de representación, son esencialmente recursos del sistema capitalista en todas sus manifestaciones. Tanto es así que su supervivencia está condicionada a su rentabilidad económica y en el caso de la IA generativa, a su penetración en el mercado mediante la creación y mantenimiento de un público cautivo.

La penetración de la IA es algo que se está produciendo a una velocidad sin precedentes, sin comparación con cualquier otra herramienta informática desplegada hasta la fecha. Se trata de una tecnología cuya principal característica no es la inteligencia, algo que ya exhiben de alguna manera otros sistemas desarrollados en el ámbito industrial, sino el hecho de que ‘habla’ y es, por tanto, capaz de comunicarse, en lenguaje natural, con cualquiera, independientemente de su nivel académico o ideología política.

Hoy compiten más de diez modelos de IA generativa por la captación de ese mercado cautivo. El procedimiento, salvo por cuestiones de escala, es similar al que utilizó Microsoft en los 80 y 90 para deshacerse de sus competidores e imponer primero DOS y luego Windows. Una suscripción gratuita, complementada con mejoras considerables para los usuarios de pago, que acaba generando una dependencia creciente en un público cada vez más amplio.  

Pero Windows y DOS eran, comparativamente, inofensivos. Su costo era muy inferior y siempre existía la posibilidad, más bien la obligación, de tener una copia local a la que recurrir. Con la IA eso no existe. La infraestructura necesaria para entrenar y ejecutar un modelo está al alcance de unas pocas grandes empresas, salvo contadas excepciones como Llama o Mistral, de resultados aún limitados, y no hay copia local a la que volver si tu proveedor corta el acceso a su sistema. Con Windows uno tenía la herramienta más o menos actualizada. Ahora sólo tiene el acceso. Windows era, en alguna medida, prescindible. En los años 80 aún había máquinas de escribir. La IA generativa, que no tiene alternativa ni ahora ni en cualquier futuro previsible, está contribuyendo, como pocas cosas antes, a la expansión del poder corporativo de las grandes empresas tecnológicas.

La combinación de las redes sociales con la posibilidad que ofrece la IA de asumir el papel de un erudito siendo un imbécil o de crear imágenes y sonidos falsos pero que representen situaciones creíbles, ha llevado nuestro gastado sistema a los límites de la realidad. Posiblemente los haya sobrepasado con creces, pero el dinero —el capital— real o imaginario, sigue siendo su clave de bóveda.

Y dieron las 8 de la tarde. Antes de irnos convinimos en que la cuestión ya no es si el capitalismo va a caer o no, sino a cuantos se llevará por delante su última versión.


martes, 14 de octubre de 2025

Aplausos en el Parlamento

 

El Sr. Núñez Feijoo se dirige a los bancos del PSOE para reprocharles los aplausos a su líder: «Cuanto más indecente es usted —le dice al presidente—, más le aplauden». A continuación, los diputados del PP le aplauden con entusiasmo durante unos minutos.

En otra ocasión, tras anunciarle que tendría que comparecer ante una comisión de control del Senado y que allí tendría que decir la verdad, el presidente, con una amplia pero forzada sonrisa en la cara, contesta: «Ánimo Alberto». Intervención que provoca fuertes carcajadas en los diputados «progresistas» del hemiciclo.

Diga lo que diga el líder, o cualquiera de los portavoces designados por este, la costumbre, en nuestro parlamento, es reírle la gracia —por poca que tenga— y, por supuesto, aplaudirle hasta que alguien con autoridad señale que ya es suficiente.

He oído decir que estas representaciones, a beneficio, supongo, de los espectadores, no son la regla general y que hay ocasiones, o había, en las que los diputados hacen su trabajo lo mejor que pueden y discuten las leyes, proyectos y reglamentos que constituyen la razón de ser de su presencia allí. Mejor que así sea. En mi opinión, los aplausos, las salidas de tono al margen de la materia en discusión y las risas extemporáneas, deberían quedar reservadas a ocasiones especiales, fuera de las cuales la única forma legítima de manifestación de la opinión de los diputados debería ser su palabra y, naturalmente, su voto

miércoles, 8 de octubre de 2025

Desde la Ilustración hasta hoy

Imagen generada por AI
Durante los siglos XVIII y XIX, la ciencia fue, ante todo, una empresa del espíritu. Su meta no era inmediata ni comercial, sino intelectual y moral: comprender el orden del mundo y con ello mejorar la condición humana. Los científicos de la Ilustración se movían entre el laboratorio y la filosofía; querían entender antes que explotar. La ciencia, en aquel contexto, era una forma de emancipación: un modo de liberar a la razón del dogma y a la sociedad de la ignorancia.

Newton, Lavoisier, Faraday o Darwin no trabajaban ajenos al poder económico. Muy al contrario, dependían de él. Los príncipes ilustrados, las academias reales o las sociedades científicas fueron mecanismos de mecenazgo que canalizaban riqueza hacia el conocimiento. Pero lo hacían con una finalidad distinta de la actual: buscaban prestigio, progreso y orden, no rentabilidad directa. El dinero servía al saber; no lo gobernaba. La utilidad era una consecuencia natural de la comprensión, no su condición previa.

Con el siglo XX se produjo una inflexión silenciosa. La ciencia se profesionalizó y se integró en los grandes sistemas industriales, militares y estatales. La Segunda Guerra Mundial, la carrera nuclear y la expansión tecnológica transformaron el ideal del sabio en el del ingeniero del poder. El laboratorio pasó a ser parte de la infraestructura nacional, y el científico, un especialista al servicio de objetivos estratégicos. Desde entonces, el saber comenzó a medirse en términos de eficacia, y el progreso dejó de ser una convicción moral para convertirse en un cálculo económico.

Hoy esa tendencia alcanza su culminación. La ciencia contemporánea, absorbida por la lógica del mercado, ya no se mide por su verdad, sino por su rendimiento. Los proyectos deben justificar su existencia mediante retornos previsibles; los laboratorios compiten por financiación; las universidades adoptan métricas empresariales; y las grandes corporaciones tecnológicas monopolizan los medios y los fines de la investigación. En este contexto, la curiosidad libre —motor clásico del descubrimiento— se ve sustituida por la exigencia de aplicabilidad inmediata.

La Inteligencia Artificial y la Computación Cuántica son símbolos perfectos de esta metamorfosis. La primera progresa a una velocidad dictada por el capital de riesgo, más que por el rigor epistemológico; la segunda se celebra como promesa de un poder de cálculo todavía inexistente, pero financieramente rentable en su sola expectativa. Ambas encarnan el paso de la ciencia como búsqueda de razones a la ciencia como instrumento de inversión.

Esto no significa que el conocimiento actual carezca de mérito: nunca se ha investigado con tanto talento ni con herramientas tan formidables. Pero el orden de las finalidades se ha invertido. El dinero, que antes sostenía la ciencia, hoy la dirige. El resultado es un saber más poderoso, pero también más dependiente y menos consciente de su propio sentido. La pregunta fundamental —¿por qué? — ha sido reemplazada por otra más inmediata —¿para qué sirve? —.

En esa deriva, la ciencia corre el riesgo de perder no solo su inocencia, sino su legitimidad moral. Cuando la verdad deja de ser un fin y se convierte en un subproducto del beneficio, el conocimiento se degrada en herramienta. Y el asombro, que era su origen, se sustituye por la estrategia.

Quizá haya llegado el momento de reconciliar la ciencia con el espíritu que la hizo nacer: una curiosidad guiada por la razón y no por el rédito, consciente de sus límites, pero libre en sus preguntas. Porque si la ciencia deja de buscar las razones de las cosas para perseguir únicamente el rendimiento, habrá renunciado, no solo a la verdad, sino a su propia razón de ser