Cuando yo nací, en España mandaba un general que había ganado una guerra catorce años antes. Entonces, e incluso muchos años después, aquella guerra seguía estando presente en la mente de todos, aunque la gente procuraba no hablar mucho de ella y en la medida de lo posible intentaba olvidarla. De hecho, había una cosa que me llamaba la atención en mis primeros años y es que no parecía haber nada antes de aquella guerra. O al menos inmediatamente antes. Sí estaban, desde luego, los Reyes Católicos, Felipe II e incluso algunos borbones, pero nada que tuviera que ver con los años inmediatamente anteriores a la República, la república misma o las versiones no hagiográficas de la guerra civil. En los libros que yo leía, las aventuras de Guillermo Brown, por ejemplo, Guillermo iba a la misma escuela que sus padres, pero yo no iba a la misma escuela que mi padre porque mi padre estaba a los 17 años sirviendo una batería nacional cerca de Laspuña, incorporado a la fuerza para acosar a la 43 división del ejército republicano ya en franca retirada y concentrándose en la efímera bolsa de Bielsa. La república había suprimido los recuerdos anteriores al 31 y los vencedores de la guerra los anteriores a 1939 con lo que el país parecía limitarse a lo hecho desde que el general victorioso fue proclamado Caudillo de España por la gracia de Dios, o por una gracia de Dios, que también se decía en algunos ambientes.
Nací en un viejo caserón de la calle de Las Fuentes, que, por entonces, se consideraba algo suburbial, aunque no formaba parte exactamente de lo que se conocía como el arrabal de la ciudad, habitada sobre todo por pequeños agricultores, como mi abuelo lo fue mientras las fuerzas se lo permitieron. La calle daba al río y estaba orientada al Sur, lo que garantizaba todo el año un carasol para que las vecinas de cierta edad, como mi abuela y sus vecinas que, sobre todo en primavera y verano, se sentaban todas las tardes a coser, escoscar almendras o lo que se terciase, se pusieran al día de la vida y milagros del resto del vecindario e incluso de lo que habían puesto por la televisión que ellas no tenían. De la calle se podía y aún se puede, salir en dirección este, hacia el arrabal y la iglesia y el puente de San Francisco que daba a la plaza de la Diputación o del matadero y a la calle Mayor o en dirección oeste, que es el objeto de este escrito, hacia el Moliné, el camino de los Tapiados y el de Cregenzán, la plaza de Guisar y el puente del Portillo sobre un río sin canalizar ni depurar. Pasado el puente y casi en la misma esquina que formaban la calle Mayor y Martínez Vargas había una oficina de la Seguridad Social y lo que llamábamos la Caja, donde el practicante y sus eficientes enfermeras, una muy alta y otra menos, nos administraban la penicilina con un buen hacer que los críos acogíamos, generalmente, con lloros y lamentos, pacientemente ignorados o calmados, a veces, con un caramelo o un trozo de regaliz. La Calle Mayor, transitada en dirección oeste, es decir, hacia el Entremuro, llevaba a los dos colegios religiosos, católicos, por supuesto, uno de monjas que tenía un parvulario y otro de curas, escolapios, en el que se podía estudiar hasta el bachillerato.
En aquellos años la calle Mayor, o Argensola, en el tramo que va del puente del portillo hasta el colegio de los escolapios era bastante diferente a la de ahora, ocupada casi totalmente por la sede de la UNED en Barbastro. Nada más empezar había una zapatería y la imprenta de Adriana Corrales donde ya se imprimía el Cruzado, un llamado centro secundario de higiene rural donde nos sometían a interminables, por el número de partícipes, sesiones de RX con un aparato que ahora parecería, sin duda, muy rudimentario y sin que ni la enfermera ni los candidatos a irradiados, todos en la misma habitación que el aparato, tuviéramos la más mínima protección. Enfrente había una carpintería y una armería, donde, se decía, se reunían algunos de los prohombres del régimen, la casa Cancer o casa Zapatillas, habitada entonces por Valentina, una señora mayor que vivía sola desde la guerra y más arriba y para cerrar el ciclo, una funeraria justo enfrente de la iglesia de los escolapios y quizá algo más que ahora no recuerdo. Por ese tramo de la calle deambulaba Angelito, un muchacho vivales e incansable, con síndrome de Down y ciertas dificultades motrices que no le impedían recorrer la calle en cuyo centro vivía, de arriba abajo y aunque necesitaba ayuda, que obtenía sin dificultad, para cruzarla de un lado a otro. Angelito nos conocía por el nombre a todos o casi todos los que transitábamos por allí y a mí, al menos, me reconoció treinta años después cuando volví a transitar aquella calle por razones de trabajo y siguió llamándome Calito, como cuando tenía 6 años. Entonces en el colegio se aprendían muchas cosas y yo aprendí muchas en aquel colegio de los escolapios. Quizá no tantas en las monjas porque allí se estaba poco tiempo y yo sólo un año y porque mi madre ya me había enseñado a leer que era, sobre todo, lo que tocaba enseñarles a los parvulitos.
Entonces no había nada parecido a teléfonos móviles, pero sí una lámina de pizarra sobre la que deslizábamos un pizarrín de yeso para escribir y que algunas veces llegaba a casa rota tras haber estampado la cartera que la contenía en la cabeza de algún colega. Las cosas, entonces, había que aprendérselas a golpe de codo y así aprendimos la geografía de España, de Europa, de Asia y de América, las capitales de todos los países del mundo, los cabos, los golfos, los estrechos… Skagerrak, Kattegat… y otros que ni siquiera aparecen ahora en los mapas, ríos.. el Odi, el Yenisei, Lena, Amur, Amarillo, Azul… el Petchora, Mezen, Dwina… volcanes, Cotopaxi y Chimborazo en Ecuador.. en fin, las preposiciones, los planetas, los hijos de Jacob y todo el antiguo testamento, las tablas aritméticas, el interés simple, la regla de tres y la Historia de España contada, claro, a la manera de entonces. Cosas que ahora no se aprenden porque no hace falta, ¡estando Google!. Y aún daba tiempo para ir a misa todos los días y rezar el rosario todas las tardes cuando tocaba.
Delante de los escolapios había una plaza, sin asfaltar, limitada también y como ahora por el ayuntamiento, la calle Mayor y un asilo de ancianos. Una plaza que servía de patio de recreo para el colegio que, como única alternativa, tenía un patio interior, la luneta, bastante fría y húmeda, y en el que jugábamos a marro, a churro mediamanga.. a los boletes y en la que, el que había ido a uno de los tres cines el día anterior contaba la película con sabrosos detalles de su cosecha. En las escaleras que daban a la calle Mayor o en sus proximidades solía aposentarse una señora, que a mí me parecía muy mayor y que vendía chucherías que llevaba en una especie de pañuelo ropero y un hombre, también mayor, que empujaba un carrito conocido como el Carré. La alternativa era un carro, más grande, que tenía un puesto fijo en la Calle de San Ramón. Justo enfrente de la salida de esta plaza empezaba el Rollo, una calle pendiente y empedrada que iba directamente al Coso, dejando a la izquierda la iglesia y el colegio de las monjas y a la derecha unas dependencias del obispado que incluían un espacio dedicado a Acción Católica en el que, a decir verdad, tampoco se esforzaban mucho en adoctrinarnos. Al final, como ahora, la Caja de Ahorros, el hotel San Ramón, el inicio de la calle del mismo nombre y una plazoleta con una Sastrería en cuyo frontal había dos espejos, uno cóncavo y uno convexo, que deformaban las imágenes con notable alborozo por parte del que los veía por primera vez. En la plazoleta había también una minúscula librería cuyo propietario no tenía inconveniente en dejarnos revolver los libros que tenía amontonados en los estantes más bajos. Recuerdo especialmente una colección de novelas cuyo protagonista era Doc Savage, el hombre de bronce, que me costaron los recursos extraordinarios de varias semanas, aunque alguna de ellas la leí allí mismo, después de todo yo era un buen cliente que todas las semanas le compraba el episodio correspondiente de El Capitán Trueno y el Pulgarcito, siete pesetas entre los dos, con los beneficios que obtenía comprando el Hola, otras siete pesetas, que leían por turnos mi madre y mis dos tías y por lo que me daban cinco pesetas cada una. Después y ya con los libros, sobre todo las colecciones de editorial Bruguera, recorrí todas o casi todas las librerías de Barbastro que siempre ha sido y aún es una ciudad muy bien dotada en este sentido.
Mi tía vivía al principio del Coso, oficialmente Paseo del Generalísimo, pero esa denominación era generalmente ignorada incluso en la correspondencia, en una casa de tres o cuatro pisos que aún existe y a donde iba mi madre casi todas las tardes a coser y a seguir la radionovela de la Cadena Ser. En la misma casa vivía mi amigo Juan con el que nos dedicábamos a recorrer el entorno y ocasionalmente a molestar a los trabajadores de l’Abeille, una agencia de seguros que había en la planta baja de la misma casa, por el procedimiento de introducir crípticos mensajes por el buzón que tenían en el patio. Cuando conseguimos, casi simultáneamente, que nos compraran una bicicleta, nuestro pequeño mundo se ensanchó rápidamente para incluir el Camino de Cregenzán y la mayoría de las badinas del río Vero, Melinguera, Punta Flecha, Fuente Franco… que suplían con creces las, entonces y por mucho tiempo más, inexistentes, piscinas municipales, en aquellos interminables y maravillosos veranos. Al principio del Coso estaba también uno de los dos puestos atendidos por la policía municipal, entonces conocidos como urbanos, para regular el tráfico por la que no sólo era la calle más importante del pueblo sino también un tramo de la carretera nacional 240, de Tarragona a San Sebastián, que ya empezaba a registrar un tráfico intenso. Después, mucho después, llegó la variante y más tarde la autovía, pero perdimos el ferrocarril que nos llevaba a Madrid en catorce o quince horas, llegaron los supermercados, muchos, y perdimos una parte importante del pequeño comercio que daba vida a la ciudad y llegó la pandemia que ha cerrado también las nuevas tiendas y está poniendo nuestras vidas en entredicho. Las calles, esas calles, siguen más o menos donde estaban, aunque los que las transitan en coche, en bicicleta o a pie sean otros y hayan desaparecido la mayor parte de los que las recorrían entonces. Así son las cosas.