martes, 14 de febrero de 2012

Un futuro muy imperfecto


El futuro, que no se presenta nada halagüeño a nivel global, es aún más alarmante si nos limitamos a España, un país sin petróleo ni gas natural, con poco carbón y de difícil acceso, con un modelo económico basado en la construcción y el turismo que, sobre todo por lo que respecta a la construcción, se ha venido abajo en los últimos años, con la consecuencia de un aumento espectacular del paro y con una deuda pública y privada a la que sólo se podría hacer frente con tasas de crecimiento  utópicas e inalcanzables. Un país, además, donde todo el discurso oficial, tanto del gobierno como de la oposición, se basa en una hipotética y altamente improbable vuelta al crecimiento que se anuncia, con la esperanza de acertar alguna vez, un día sí y otro también, sin considerar ninguna otra posibilidad, ni dar la más mínima credibilidad a teorías, como la del Peak Oil, que apuntan claramente a la imposibilidad de que ese crecimiento, más allá del sostenido artificialmente con trucos financieros, llegue a materializarse nunca.

Pero fuera de España, las cosas no están mucho mejor. Al interminable vodevil griego hay que añadir la posibilidad, bastante elevada, de que lo que allí está pasando sea un anticipo de lo que puede ocurrir en España, Portugal, Italia, etc. en un plazo más o menos breve. Lo que tienen en común la mayor parte de los problemas que afectan hoy a la civilización industrial, es que su tendencia, la de todos ellos, es a agravarse. La deuda es impagable pero sigue aumentando día a día, hemos alcanzado el pico de petróleo pero seguimos consumiendo energía como si los pozos de Pennsylvania siguieran a pleno rendimiento, mientras el estado del bienestar, construido para favorecer el consumo desbocado, necesario para dar salida a la inagotable producción propiciada por la disponibilidad de energía abundante y barata que, durante casi cien años, ha proporcionado el petróleo, se va diluyendo poco a poco.
La ingeniería financiera, los derivados y toda la estúpida parafernalia construida por los economistas de Harvard, en su beneficio y en el de los tenedores de capital, también llamados inversores, permite que mantengamos la ilusión de que todavía existe una actividad económica propiamente dicha, aunque un elevado porcentaje de la misma, en los países occidentales, consista simplemente en mover dinero de un lado a otro y permite, también, contabilizar como energía disponible la obtenida con tasas de retorno que, en un mundo real en el que el dinero representara algo tangible, serían inasumibles. Todo ello, evidentemente, al precio de agravar más y más la crisis y de hacer imposible una salida no traumática a la misma. Llegará un momento, inevitablemente, en el que todo este castillo de naipes se desmoronará de golpe y para entonces el tamaño del problema hará inviable cualquier intento de solución.

Antes de eso, todavía hay quien cree posible, e incluso necesario, pensar en una salida ordenada a la crisis actual, aceptando, desde luego,  que nuestro modo de vida actual, el American Way of Life, iniciado en  la posguerra mundial y que ya estaba agotado en los años 70, es cosa del pasado. Una salida que, al menos en teoría, debería pasar por aceptar una muy importante disminución de la energía disponible y en consecuencia, de nuestros niveles de consumo. El problema es que la civilización industrial es un sistema extraordinariamente complejo, autosostenido, de comportamiento  impredecible e incontrolable incluso con la ayuda de los más sofisticados computadores, de tal manera que una actuación mal medida en cualquiera de sus puntos puede producir efectos indeseables e incluso catastróficos en otros. Una reducción drástica del consumo, por ejemplo, se sustanciará, casi inevitablemente, con  un cierre masivo de fábricas y un incremento del paro. Por otra parte, esta economía globalizada funciona razonablemente bien en crecimiento pero, ni un sistema monetario basado en la deuda, ni una población cuyo tamaño se ha doblado en los últimos 50 años permiten aventurar otra salida que  colapso para el caso de que el crecimiento se detenga o se haga negativo. Es posible, claro, que ese colapso no sea el fin del mundo e incluso, como sostienen los optimistas moderados,  que sea el principio de un nuevo modelo, más sencillo y menos competitivo donde, los que queden, sean más felices.  Lo que ya no parece muy probable es que ese nuevo modelo permita sostener a una población de 7000 millones en las condiciones actuales, ni que la reducción de complejidad a la que estamos abocados, se lleve a cabo sin un proceso de adaptación violento y revolucionario.

Dicho esto, cabe preguntarse y desde luego, hay gente que se lo pregunta, por la utilidad que tiene hablar, o escribir, sobre estas cosas, si es que realmente todo va a ir tan mal. De hecho, la mayor parte de la gente no aprecia en absoluto este tipo de disquisiciones y prefiere creer en que el ingenio humano, que según el sentir popular ya nos ha sacado, en otras ocasiones, de problemas parecidos, vendrá también en esta ocasión en nuestra ayuda y nos proporcionada nuevas y fantásticas fuentes de energía, depósitos de materiales, una atmósfera limpia, terreno agrícola y todo el sentido común necesario para gestionar tanta maravilla. Incluso en medio de una crisis como ésta, con cientos de miles de puestos de trabajo destruidos y asistiendo la sistemática demolición del estado del bienestar, la gente prefiere, preferimos, seguir aferrados a la idea de que todo esto es meramente coyuntural y debido a los turbios e incompetentes manejos de unos cuantos y de que, en consecuencia, se solucionará en algún momento y las cosas volverán a donde estaban. Incluso los que, como yo, creen saber que  las consecuencias de vivir en un entorno finito y la inexorabilidad de las leyes de la termodinámica acaban siempre por imponerse al optimismo más recalcitrante, tienen, tenemos, la esperanza de que las cosas empezarán  a ir definitivamente mal justo después de que eso ya no tenga ninguna importancia para nosotros, aunque esa esperanza se va diluyendo a medida que los acontecimientos van confirmando las hipótesis más... realistas.

Y, ¿Cuáles son esas hipótesis? La primera es que la era del petróleo barato y abundante, principal fundamento energético de la revolución industrial que nos ha llevado hasta aquí, ha terminado, aunque ese final esté todavía enmascarado con distintos subterfugios  y la segunda que no hay, a la vista, alternativas capaces de sustituirlo. Como esta economía depende absolutamente del petróleo para su funcionamiento, cabe esperar que, si se produce una disminución real del suministro, los países que dispongan de la fuerza militar necesaria para ello intentarán hacerse con el control de los pozos y los oleoductos lo que, inevitablemente, conducirá a una guerra que, si no se ventila con armas nucleares suficientes para solucionar definitivamente y para siempre, todos los problemas, dejará el suministro de petróleo en unas pocas manos. Cabe esperar que eso sea, también, el final de una economía globalizada en la que resultaba indiferente el lugar donde se produjeran los bienes de consumo y también los alimentos y el  comienzo de una etapa de transición en la que la resiliencia local tenga una importancia decisiva. Quizá durante algún tiempo sea posible sobrevivir en pequeñas comunidades que dispongan de agua y terrenos agrícolas fértiles pero, con el inconveniente de que eso tampoco será tan abundante como para que no haya que luchar por ello. Y  por ahora, nada más que desear que los muchos que aún creen que todo esto son tonterías, tengan toda la razón. Amén.