lunes, 1 de abril de 2024

Un poco de historia (reposición)

Ayer volví a a ver una vieja película sobre el desmantelamiento, hace más de treinta y cuatro años, del muro de Berlín. En las fotos y películas, tomadas aquel 9 de noviembre de 1989, pueden verse las caras, iluminadas por la emoción, de gentes conscientes de que estaban viviendo un momento histórico: el final de cuarenta años de régimen comunista, en la mitad oriental de la antigua Alemania, que se venía abajo sin resistencia, simplemente por el hastío que provocaba un sistema que, en todo ese tiempo, no había cumplido la mayoría de sus promesas ni producido nada más que miseria y muerte. Hastío agudizado por el contraste con la casi insultante prosperidad que había alcanzado la otra mitad del país hacia la que tantos habían intentado huir, pagando muchas veces con la cárcel y hasta con la vida el intento. Aquí, en España, también tuvimos un momento semejante, que se prolongó durante toda la segunda mitad de los años 70, cuando, tras la muerte de Franco, también en noviembre, pero de 1975, las instituciones que creó resultaron ser insuficientes para mantener un régimen que no era homologable en la Europa en la que queríamos entrar a toda costa. Un régimen que también se vino abajo, sin más resistencia que las payasadas de algún iluminado. Pero los momentos de euforia y esperanza, tanto en España como en Alemania, pasaron rápidamente para dar paso a la normalidad democrática y con ella, a una cierta y creciente decepción, provocada por la inevitable comparación de esa normalidad con lo que algunos esperaban de ella. La parte oriental de Alemania, lejos aún de la prosperidad de la República Federal, tuvo que ver sus viejas fábricas desmanteladas y a muchos de sus ciudadanos condenados durante mucho tiempo al paro y a la subvención o a la emigración, con la importante diferencia de que ya podían pasar y repasar el antiguo muro sin ningún problema. Pero dónde antes les acogían con los brazos abiertos cuando llegaban, con lo puesto y esquivando las balas de la policía política oriental, se les recibió con recelo cuando vinieron, con sus viejas maletas de cartón, a disputar a los alemanes del oeste y también a los emigrantes del sur de Europa, unos puestos de trabajo cada vez más escasos. En España la democracia, idealizada durante los cuarenta años de dictadura, tampoco ha resultado ser la panacea esperada. Los políticos de la transición, idealistas y combativos, han dejado sitio a una clase parasitaria cuyo objetivo principal es vivir a costa del Estado, y la democracia ha devenido en una suerte de partitocracia que cada vez tiene menos que envidiar a la antigua estructura del movimiento. Como aquella, cuenta, también con la pasividad de la gente que ignora sus derechos y no está dispuesta a complicarse la vida, al menos mientras mantenga sus pequeñas conquistas, su estatus pequeñoburgués y su aparente prosperidad. Pero eso puede tener ya fecha de caducidad. Muchos de estos políticos, hábiles para llegar al poder y enquistarse en él, lo ignoran todo sobre los cada vez más complejos mecanismos que regulan la economía, la ecología y la vida y para sobrevivir y sostenerse en el poder necesitan un entorno en el que las cosas se solucionen por sí solas. Un entorno que ya no es este. O no por mucho tiempo.